Recientemente estuve
mirando unas entrevistas realizadas en los años 80 a Federica Montseny,
anarquista española quien ocupara un ministerio durante la II República antes
de irse al exilio a Francia. No quisiera opinar sobre su pensamiento, puesto
que no creo que un par de documentales sean suficientes para pronunciarme
acerca de una ideología política que realmente desconozco. Requeriría mucha
lectura antes de poder emitir opinión al respecto, más aun considerando cuánto
ha cambiado el mundo desde esa década. Pero sí hubo un tema que me impresionó
de sobremanera: la forma del discurso.
Era incluso
conmovedor ver a esta mujer casi octogenaria exponer sus ideas. Tranquilamente dispuesta,
sin gesticulaciones exageradas, sin vociferar, sin injuriar, sin descontrolarse;
pero no por ello dejando de ser drástica en su fundamento. Todo su lenguaje
–las palabras que usaba, el movimiento de las manos, la alternancia entre una
expresión seria y de repente una sonrisa tierna- era reflejo de serenidad y
razón. Porque el sabio es pausado. Su fuerza está en su manejo del contenido:
contundente, preciso, categórico. Tan potente que no necesita alzar la voz ni
apresurar el ritmo. Cada frase toma su tiempo y nadie se atreve a interrumpir. Incluso
cuando está en silencio, pensando en la respuesta que dará, nadie se atreve a
apurarlo. Irradia una suerte de tranquilidad que no se desea alterar.
Recordé un
programa de televisión en el cual compartieron el gran violinista clásico y
extraordinario ser humano Yehudi Menuhin con un gitano que también tocaba el
violín. Intercambiaban sus distintas fórmulas para manejar aquel instrumento de
cuerdas. Y era asombrosa la solicitud de Menuhin hacia su colega autodidacta.
El interés con el que le preguntaba acerca de cómo resolvía él ciertas notas y
acordes. La humildad con la que lo miraba tocar. Jamás un aire de superioridad
o una señal de descrédito. Por el contrario, estaba deslumbrado por este hombre
que hacía una música tan fascinante sin conocimiento alguno de solfeo o teoría
musical.
Hoy la vida
pública, política, artística –en lo formal, aquella que aparece en los medios-
se volvió una expresión no sólo mediocre, sino que además histérica. Cada cual clama
lugares comunes o lanza sentencias, en medio de debates en los cuales lo único
que abunda son los insultos, los improperios y las descalificaciones. Es aplaudido
quien es ejecutivo, competitivo, dinámico, rápido. Quien va derecho y directo
al objetivo. No para y apenas tiene oportunidad acelera no importando lo que
atropelle en el camino. El sabio en cambio, se detiene, se pregunta, observa,
reflexiona.
Estas personas están
desapareciendo. Pero, de cuando en cuando, en momento imprevistos, se las
encuentra todavía. En lugares tan insospechados como incluso alguna anodina reunión de trabajo en la que, de
pronto, alguien pide la palabra y toda la audiencia queda en silencio. Y se
produce algo extraordinario: no sólo la gente escucha con atención, sino que se
alegra. Algo pasa que los asistentes se sienten felices, complacidos e incluso
agradecidos por estar ahí. Entonces, me entra la duda sobre cuán convencidos
estamos de la irracionalidad imperante. ¿Estamos en verdad tan neuróticos y
amargados? Porque aún somos capaces de no quedar indiferentes ante ciertas
virtudes en vía de extinción. Es sólo que ¡las vemos tan poco últimamente!
Quizás entonces no requerimos inventar nuevas maneras sino que redescubrir las
que siempre nos habían asombrado, así como el filólogo realiza una antología de
narraciones perdidas y el lector vuelve a encantarse con épicas que creía
enterradas.
El investigador
español Ramón Menéndez Pidal, en una de sus más bellas compilaciones y quizás
la más personal a la que tituló “Flor
nueva de romances viejos”, cuenta en el proemio sobre la influencia que
ejercieron desde su infancia los poemas transmitidos oralmente. Cómo esa labor
de recopilación trajo a su memoria momentos alegres e imágenes hermosas. Y,
como conocedor y admirador que era de la tradición popular, cita al final un
“consabido verso” a modo de ilustración de lo maravilloso que fue ese recorrido
por cantares perdidos: “viejos son, pero
no cansan.”
Valeria Matus