martes, 17 de julio de 2018

La serenidad del sabio


Recientemente estuve mirando unas entrevistas realizadas en los años 80 a Federica Montseny, anarquista española quien ocupara un ministerio durante la II República antes de irse al exilio a Francia. No quisiera opinar sobre su pensamiento, puesto que no creo que un par de documentales sean suficientes para pronunciarme acerca de una ideología política que realmente desconozco. Requeriría mucha lectura antes de poder emitir opinión al respecto, más aun considerando cuánto ha cambiado el mundo desde esa década. Pero sí hubo un tema que me impresionó de sobremanera: la forma del discurso. 

Era incluso conmovedor ver a esta mujer casi octogenaria exponer sus ideas. Tranquilamente dispuesta, sin gesticulaciones exageradas, sin vociferar, sin injuriar, sin descontrolarse; pero no por ello dejando de ser drástica en su fundamento. Todo su lenguaje –las palabras que usaba, el movimiento de las manos, la alternancia entre una expresión seria y de repente una sonrisa tierna- era reflejo de serenidad y razón. Porque el sabio es pausado. Su fuerza está en su manejo del contenido: contundente, preciso, categórico. Tan potente que no necesita alzar la voz ni apresurar el ritmo. Cada frase toma su tiempo y nadie se atreve a interrumpir. Incluso cuando está en silencio, pensando en la respuesta que dará, nadie se atreve a apurarlo. Irradia una suerte de tranquilidad que no se desea alterar.

Recordé un programa de televisión en el cual compartieron el gran violinista clásico y extraordinario ser humano Yehudi Menuhin con un gitano que también tocaba el violín. Intercambiaban sus distintas fórmulas para manejar aquel instrumento de cuerdas. Y era asombrosa la solicitud de Menuhin hacia su colega autodidacta. El interés con el que le preguntaba acerca de cómo resolvía él ciertas notas y acordes. La humildad con la que lo miraba tocar. Jamás un aire de superioridad o una señal de descrédito. Por el contrario, estaba deslumbrado por este hombre que hacía una música tan fascinante sin conocimiento alguno de solfeo o teoría musical.

Hoy la vida pública, política, artística –en lo formal, aquella que aparece en los medios- se volvió una expresión no sólo mediocre, sino que además histérica. Cada cual clama lugares comunes o lanza sentencias, en medio de debates en los cuales lo único que abunda son los insultos, los improperios y las descalificaciones. Es aplaudido quien es ejecutivo, competitivo, dinámico, rápido. Quien va derecho y directo al objetivo. No para y apenas tiene oportunidad acelera no importando lo que atropelle en el camino. El sabio en cambio, se detiene, se pregunta, observa, reflexiona. 

Estas personas están desapareciendo. Pero, de cuando en cuando, en momento imprevistos, se las encuentra todavía. En lugares tan insospechados como incluso alguna  anodina reunión de trabajo en la que, de pronto, alguien pide la palabra y toda la audiencia queda en silencio. Y se produce algo extraordinario: no sólo la gente escucha con atención, sino que se alegra. Algo pasa que los asistentes se sienten felices, complacidos e incluso agradecidos por estar ahí. Entonces, me entra la duda sobre cuán convencidos estamos de la irracionalidad imperante. ¿Estamos en verdad tan neuróticos y amargados? Porque aún somos capaces de no quedar indiferentes ante ciertas virtudes en vía de extinción. Es sólo que ¡las vemos tan poco últimamente! Quizás entonces no requerimos inventar nuevas maneras sino que redescubrir las que siempre nos habían asombrado, así como el filólogo realiza una antología de narraciones perdidas y el lector vuelve a encantarse con épicas que creía enterradas. 

El investigador español Ramón Menéndez Pidal, en una de sus más bellas compilaciones y quizás la más personal a la que tituló “Flor nueva de romances viejos”, cuenta en el proemio sobre la influencia que ejercieron desde su infancia los poemas transmitidos oralmente. Cómo esa labor de recopilación trajo a su memoria momentos alegres e imágenes hermosas. Y, como conocedor y admirador que era de la tradición popular, cita al final un “consabido verso” a modo de ilustración de lo maravilloso que fue ese recorrido por cantares perdidos: “viejos son, pero no cansan.”


Valeria Matus