Desde hace unos años, comencé a releer buena parte de mi
biblioteca. Entiendo que es una tarea que muchos emprenden cuando inician la
etapa de su “jubileo” -o “estado de júbilo” en que cada uno supuestamente
podría dedicar su tiempo a lo que más le place-, pero en mi caso se debe a
varios factores conjugados: el precio –muchas veces prohibitivo- de los libros
nuevos, la necesidad –a veces imperiosa- de retomar un texto, y la mala
conciencia de no haber sido un buen lector.
Un lector voraz, sí, pero presuroso, inclusive atropellado a veces
y, por ello mismo, poco memorioso de algunas de sus lecturas, aunque capaz de
ser muy evocativo de otras que, por alguna razón, se instalaron de manera
pertinaz en mi memoria lectora, esa misma que es capaz de recordar si la reflexión
suculenta o la frase bella se hallaban en la página par o en la hoja impar de
un libro que sólo leí una vez.
Por motivos que tienen que ver con el azar, o acaso con el
Destino, he retomado el estudio de la obra de Carlos Castaneda, aquel
antropólogo de origen incierto (¿brasileño?, ¿peruano?) que a lo largo de más
de una docena de libros fue dejando testimonio de su inmersión en la
cosmovisión de los brujos yaquis, aunque en realidad fue penetrando en una “realidad aparte” tan consistente y
seria como ésta, pero para hacerlo fue necesario que primero aprendiese a “parar el mundo”.
Castaneda es muy discutido: el mundo académico rechaza sin
miramientos sus investigaciones, y muchos otros le niegan cualquier indicio de
veracidad a sus historias, relegándolas al plano de las meras metáforas. ¿Simples
metáforas? Sin entrar en el debate acerca del contenido de verdad de sus
relatos, sí podemos afirmar que tienen un gran estilo, entre áspero y pulido,
que nos mantiene en vilo y a la espera de la resolución de cada uno de sus
encuentros con el misterio.
Que muchas de esas narraciones incluyan o se resuelvan mediante
metáforas no las hacen menos ricas, sino todo lo contrario, pues como dice Mauricio
Kartun: “La metáfora no quiere decir, la
metáfora dice”. Por eso, entendemos perfectamente cuando el brujo Don Juan
le explica a su discípulo Castaneda: “Verás, desde que nacemos la gente nos dice que el mundo es así y asá, y
naturalmente no nos queda otro remedio que ver el mundo en la forma en que la
gente nos ha dicho que es”.
Justamente debido a ello se vuelve preciso “parar el mundo” y ser capaces de verlo de otro modo, equilibrando “el terror de ser hombre con el prodigio de ser hombre”. Otra potente y esplendorosa metáfora…
Todo esto viene a cuento de “Otras
perspectivas”, el artículo de Antonia de ayer, donde ella rescata la tarea
que realizan los niños del taller “Cordones desatados” al cuestionar y
reelaborar el continuo flujo de –vamos a llamarlas así- “parábolas de baja
calidad” que cada día nos atropellan en forma de “informaciones”,
“trascendidos” y aún de noticias falsas, que deforman la percepción del mundo,
acentuando “el terror de ser hombre”, y dejan de lado “el prodigio de ser hombre”.
También corresponde, me parece, contar la metáfora que cierra “Viaje a Ixtlán”, el libro de Castaneda
que vengo comentando. Un brujo, Don Genaro, mantiene su primer y decisiva
batalla con el misterio y, como sale victorioso, puede “parar el mundo” y “verlo”
por primera vez. Entonces emprende el regreso a Ixtlán, su pueblo natal, pero
está desorientado y las personas que encuentra por el camino en realidad son
“fantasmas” que pretenden hacer que se extravíe.
Ante este relato, Castaneda se inquieta y pregunta si finalmente Don Genaro llegó a
Ixtlán. Don Juan le responde:
“¡Genaro va todavía camino a Ixtlán!”
Y
Don Genaro agrega:
“-Nunca llegaré a Ixtlán –dijo.
Su voz era firme pero suave, casi un
murmullo.
-Pero en mis sentimientos… en mis
sentimientos pienso a veces que estoy a un solo paso de llegar. Pero nunca
llegaré. En mi viaje, ni siquiera encuentro los sitios que conocía. Nada es ya
lo mismo”.
Hay un modo de leer que es un modo de ver. No hay que ser
apresurado ni distraído, y hasta es posible que sea necesario leer (y releer) con
cierto temor a flor de piel. Después de todo, no sabemos lo que se esconde
detrás de la infernal pantalla de “parábolas de pésima calidad” que nos
proponen a cada momento, ni podemos estar tan seguros de emprender un sosegado
camino de regreso a nuestras certezas previas. Pero vale la pena investigar las
metáforas que revelan el mundo en toda su maravilla, aunque al hacerlo sepamos
que nunca regresaremos al lugar de origen. Sentiremos una feroz nostalgia, pero
estaremos viendo y compartiendo una
dimensión apasionada de la vida.
Carlos
Semorile