miércoles, 4 de julio de 2018

"Parar el mundo"


Desde hace unos años, comencé a releer buena parte de mi biblioteca. Entiendo que es una tarea que muchos emprenden cuando inician la etapa de su “jubileo” -o “estado de júbilo” en que cada uno supuestamente podría dedicar su tiempo a lo que más le place-, pero en mi caso se debe a varios factores conjugados: el precio –muchas veces prohibitivo- de los libros nuevos, la necesidad –a veces imperiosa- de retomar un texto, y la mala conciencia de no haber sido un buen lector.

Un lector voraz, sí, pero presuroso, inclusive atropellado a veces y, por ello mismo, poco memorioso de algunas de sus lecturas, aunque capaz de ser muy evocativo de otras que, por alguna razón, se instalaron de manera pertinaz en mi memoria lectora, esa misma que es capaz de recordar si la reflexión suculenta o la frase bella se hallaban en la página par o en la hoja impar de un libro que sólo leí una vez.

Por motivos que tienen que ver con el azar, o acaso con el Destino, he retomado el estudio de la obra de Carlos Castaneda, aquel antropólogo de origen incierto (¿brasileño?, ¿peruano?) que a lo largo de más de una docena de libros fue dejando testimonio de su inmersión en la cosmovisión de los brujos yaquis, aunque en realidad fue penetrando en una “realidad aparte” tan consistente y seria como ésta, pero para hacerlo fue necesario que primero aprendiese a “parar el mundo”.

Castaneda es muy discutido: el mundo académico rechaza sin miramientos sus investigaciones, y muchos otros le niegan cualquier indicio de veracidad a sus historias, relegándolas al plano de las meras metáforas. ¿Simples metáforas? Sin entrar en el debate acerca del contenido de verdad de sus relatos, sí podemos afirmar que tienen un gran estilo, entre áspero y pulido, que nos mantiene en vilo y a la espera de la resolución de cada uno de sus encuentros con el misterio.

Que muchas de esas narraciones incluyan o se resuelvan mediante metáforas no las hacen menos ricas, sino todo lo contrario, pues como dice Mauricio Kartun: “La metáfora no quiere decir, la metáfora dice”. Por eso, entendemos perfectamente cuando el brujo Don Juan le explica a su discípulo Castaneda: Verás, desde que nacemos la gente nos dice que el mundo es así y asá, y naturalmente no nos queda otro remedio que ver el mundo en la forma en que la gente nos ha dicho que es”.

Justamente debido a ello se vuelve preciso “parar el mundo” y ser capaces de verlo de otro modo, equilibrando “el terror de ser hombre con el prodigio de ser hombre”. Otra potente y esplendorosa metáfora…

Todo esto viene a cuento de “Otras perspectivas”, el artículo de Antonia de ayer, donde ella rescata la tarea que realizan los niños del taller “Cordones desatados” al cuestionar y reelaborar el continuo flujo de –vamos a llamarlas así- “parábolas de baja calidad” que cada día nos atropellan en forma de “informaciones”, “trascendidos” y aún de noticias falsas, que deforman la percepción del mundo, acentuando “el terror de ser hombre”, y dejan de lado “el prodigio de ser hombre”.

También corresponde, me parece, contar la metáfora que cierra “Viaje a Ixtlán”, el libro de Castaneda que vengo comentando. Un brujo, Don Genaro, mantiene su primer y decisiva batalla con el misterio y, como sale victorioso, puede “parar el mundo” y “verlo” por primera vez. Entonces emprende el regreso a Ixtlán, su pueblo natal, pero está desorientado y las personas que encuentra por el camino en realidad son “fantasmas” que pretenden hacer que se extravíe.

Ante este relato, Castaneda se inquieta y pregunta si finalmente Don Genaro llegó a Ixtlán. Don Juan le responde:
         “¡Genaro va todavía camino a Ixtlán!”
         Y Don Genaro agrega:
         “-Nunca llegaré a Ixtlán –dijo.
         Su voz era firme pero suave, casi un murmullo.
         -Pero en mis sentimientos… en mis sentimientos pienso a veces que estoy a un solo paso de llegar. Pero nunca llegaré. En mi viaje, ni siquiera encuentro los sitios que conocía. Nada es ya lo mismo”.

Hay un modo de leer que es un modo de ver. No hay que ser apresurado ni distraído, y hasta es posible que sea necesario leer (y releer) con cierto temor a flor de piel. Después de todo, no sabemos lo que se esconde detrás de la infernal pantalla de “parábolas de pésima calidad” que nos proponen a cada momento, ni podemos estar tan seguros de emprender un sosegado camino de regreso a nuestras certezas previas. Pero vale la pena investigar las metáforas que revelan el mundo en toda su maravilla, aunque al hacerlo sepamos que nunca regresaremos al lugar de origen. Sentiremos una feroz nostalgia, pero estaremos viendo y compartiendo una dimensión apasionada de la vida.


Carlos Semorile