Hace un par de
años, estuve en la agobiante tarea de buscar un departamento para arrendar.
Destaco agobiante porque me tomó varios meses de frustrantes recorridos. Tenía cierta
claridad de lo que quería, de los puntos en los que estaba dispuesta a ceder y
los que no. Así, finalmente llegué al lugar donde resido ahora. En la primera y
única visita, observé varios aspectos que me eran relevantes y, en términos
generales, el lugar cumplía con lo que requería. Sin embargo, decidir firmar un
contrato que no podía ser menor a un año no es una resolución tan fácil de
asumir y estaba algo dubitativa. De pronto, miré las pantallas de las luces
instaladas sobre el mesón de la cocina y ¡eran de mi color favorito!: naranjo.
En ese minuto, sentí que ya no había nada más que pensar. Ahí quería instalarme.
Si bien eran varios
los puntos favorables para concretar el alquiler, estoy convencida de que ese último
detalle fue el detonador definitivo. Una vez que me imaginé tomando desayuno
ahí, ya no había vuelta atrás. Y hoy, justamente con mi café de la mañana, las
miré y me pregunté sobre cómo las pequeñas cosas de pronto son las que nos
conducen a las decisiones grandes: qué estudiar, dónde y en qué trabajar,
casarse, tener hijos, no tenerlos, tener gato. Hay muchos eventos en la vida
que uno considera y reconsidera durante horas, durante días. Y otros, que ocurren
luego de una ilusión de un segundo que nos ilumina por completo. Un delirio tan
pequeño e insignificante que uno ni siquiera se atreve a contarlo, pues sería
motivo de mofa. “¡Miren que quedarse con
un departamento porque la lámpara era naranja!” Suena mucho más sensato
explicar: “Lo que me gustó fue el espacio
para instalar la lavadora.”
Estas simples
cosas son lo que da real razón de ser a nuestra vida. Son las que provienen de
nuestro ser más íntimo. Cuando vamos a comer a algún lado, no pensamos en que
tenemos que alimentarnos. Leemos el menú, observamos el entorno, si la
decoración nos sugiere algo, si nos insinúa un momento de regocijo que queremos
vivir. Quizás nos recuerda una escena de película que nos marcó y sentarnos en
una de esas mesas nos hace sentir que somos ese protagonista con el cual
compartíamos las mismas interrogantes, o la misma soledad, o la misma
esperanza. Y así ocurren empecinamientos tan intolerables para los padres como
el adolescente que no quiere botar su polera vieja, aun cuando tiene el ropero
lleno de nuevas. No se la saca nunca. No le importa cuán deslucida y desteñida
esté. La usó para ese concierto que tanto había esperado y en esa fiesta en la
que conoció a esa chica tan especial. En esa polera, es él en plenitud. En
ella, se reconoce a sí mismo porque en ella vivió sus momentos esenciales.
Nos movemos más
de lo que creemos impulsados por estos inexplicables antojos. La gran mayoría
de las veces no nos damos cuenta y la verdad es que debiéramos prestarles más
atención; pues nos revelaríamos de manera mucho más armoniosa. Yo estudié una
primera carrera que no me gustó. Una opción que tomé después de meses de
encontrar muchos argumentos para ello. Años después estudié una segunda
carrera. La idea se me ocurrió un día en la tarde y la mañana siguiente estaba
inscrita. Y resultó que ésa era mi vocación. Pero no recuerdo en este caso cuál
fue la inspiración y lo lamento. Pues si desmenuzáramos más esos absurdos a los
que les hacemos caso, quizás resolveríamos muchas de nuestras incógnitas y
descubriríamos que todo era más fácil, que el dolor no había sido tanto. ¿Acaso
alguien recuerda su primera vacuna si después lo llevaron a comer
un pastel?
Valeria Matus