Hace un par de meses, con mi amigo
Pierre, fuimos a almorzar. Algo tarde. Un restaurant recién inaugurado y que tenía
una puesta en escena temática por piso: el primero tipo bar irlandés, el
segundo como salón de té barroco, el tercero estilo fuente de soda chilena de
los 60´. Estábamos en ese ambiente, con sicodélicas sillas naranjas y muchos
afiches vintage que recordaban antiguas
campañas presidenciales, publicidad del mentholatum,
portada de revista Ritmo y cosas así.
Resultó que todo el mundo terminaba de almorzar y nosotros seguíamos ahí
compartiendo una sangría. Y de pronto, empezó a circular gente, pero no para ir
a comer. Estaban mirando. Mirando todo. Los cuadros, las mesas, las ventanas,
los adornos. Y los únicos sentados en una mesa éramos nosotros. Y Pierre me
dice: “¿Qué ha ocurrido? ¡Esto se volvió
un museo!” Estallamos de la risa. Continuamos observando y riendo a
carcajadas. Era como haber pasado a la dimensión desconocida y éramos parte del
decorado. La gente transitaba, pasaba a nuestro lado y sólo miraba. Nadie
parecía considerar siquiera que se trataba de un lugar para consumir un plato. El
absurdo total. Estábamos como atrapados en un mundo paralelo. En un momento,
subió un mozo con un grupo de personas y en lugar de ofrecer asiento, les
decía, cual guía turístico: “bueno, y por aquí tienen...” A esas alturas, a mi
amigo y yo, ya nos corrían lágrimas de las risotadas.
Tiempo después nos acordábamos de
esta anécdota y aún nos divertía. Y pensé: “cuánto tiempo que no me río de una
situación real”. No de un video, no de un meme, no de una comedia de Netflix. Tampoco de una humorada que
otro, con unas copas de más, lance en un asado. No. Reírme de lo que me está
ocurriendo así sin ayuda de medios tecnológicos y con la sola compañía de un amigo.
Recordé las sobremesas cuando niña. Mi padre contaba muchas vivencias amenas.
Tenía por miles. En todo momento de su vida le habían ocurrido hechos así. Estrambóticos.
Irrisorios. En bares, trenes, sala de clases, parques, teatros. Con gente, pero
a veces también solo. Incluso sin la compañía de nadie la realidad podía
amenizar el momento con alguna imprevista situación jocosa. Los amigos solían
hacer lo mismo con sus propias narraciones. Entonces, después, en casa, cuando
uno se quedaba conversando después de cenar o en otras tertulias, uno recordaba
de las historias propias; pero también de las que había oído. Y así se producía
una cadena de compartir relatos entretenidos.
No digo que no me causen gracias los
recursos (¿post?)modernos. Me parecen chistosas muchas filmaciones que
recibo, especialmente cuando se trata de gatos y perros haciendo travesuras- y
muchas ingeniosidades que circulan de distintas formas por las redes. Pero
a raíz de este episodio, me produjo nostalgia esa diversión sin ningún tipo de
efectos especiales. Sin artilugios. Sin artificios. Que no puede fotografiarse
ni grabarse. Sólo puede transmitirse con palabras y quien la escuche, o la lea,
podrá representársela imaginando su propio restaurant, sus propios personajes,
sus propias sillas naranjas.
Valeria Matus