A menudo en este espacio, que hacemos entre amigos, hemos
hablado de cartas. Cartas que llegan, cartas que se pierden, cartas de amor, formas
de comunicar que ya no pasan por cartas, cartas con y sin respuestas. Tal
colaborador se imagina la literatura como una carta interminable. Tal otro dice
que el argumento vale para cualquier expresión artística (siempre se trata de
comunicar, de compartir algo con alguien).
Hace unos días, de la manera más inesperada, se me volvió a
presentar esta cuestión, con motivo de la película que difundimos en este
espacio, dedicada al sociólogo Pierre Bourdieu, La sociología es un deporte de combate. En una de las escenas finales,
concluyendo una secuencia de una extrema densidad, tras un intercambio que casi
deviene altercación, un joven de los suburbios se acerca a Bourdieu y prosigue
el intercambio ya en otro tono. Palabras van, palabras vienen que atestiguan de
la voluntad que ambos manifiestan de entenderse, y es ahí que Saïd, nombre del
joven, le pregunta al sociólogo donde
puede escribirle y Bourdieu le responde. 52 rue du Cardinal Lemoine. Que es
la dirección o una de las direcciones del Collège
de France*.
Bourdieu le da esa dirección y se la da en un tono que me es imposible transcribir. Con empressement (¿diligencia?). Habría mucho que decir sobre ese minuto, sobre lo que implica por parte de cada uno. Lo que ahí está en juego. Lo que ese minuto, en realidad son segundos, dicen sobre nuestros sufrimientos y nuestras esperanzas (sufrimientos y esperanzas del joven Saïd; sufrimientos y esperanzas del hombre Bourdieu). Pero sucede que este hecho, anecdótico por supuesto, me pareció algo menos anecdótico al conectarlo con otro.
Bourdieu le da esa dirección y se la da en un tono que me es imposible transcribir. Con empressement (¿diligencia?). Habría mucho que decir sobre ese minuto, sobre lo que implica por parte de cada uno. Lo que ahí está en juego. Lo que ese minuto, en realidad son segundos, dicen sobre nuestros sufrimientos y nuestras esperanzas (sufrimientos y esperanzas del joven Saïd; sufrimientos y esperanzas del hombre Bourdieu). Pero sucede que este hecho, anecdótico por supuesto, me pareció algo menos anecdótico al conectarlo con otro.
Varios de los libros escritos por Bourdieu contienen
postdatas. Post-scriptum. “Aquello que se añade a una carta ya concluida y firmada”. Hay muchas
formas de llamar los escritos que se ponen al final de un texto. Lo más común
en el mundo académico francés, cuando se quiere distinguir ese texto de la
conclusión, es llamarlo postfacio. Ignoro si la expresión latina tuvo alguna
vez otro sentido que el que le conocemos hoy, pero en Francia como acá, la
expresión posdata remite a la carta. Entonces… presiento que, por más ridículo
que pueda sonar, Bourdieu concibió también sus escritos como cartas.
Confieso que, aunque leí a Bourdieu en mi juventud, esa carta no me llegó. No porque el cartero no haya hecho su trabajo. Yo tuve suerte con ese tema: el cartero, me consta, me entregó todas las cartas. Como si fuera poco, en alguna ocasión me ayudó dándome indicaciones que había que poner en los sobres para evitar extravíos (se trataba de unas letras que había que añadir a la dirección además del código postal…). Entonces, yo no puedo echarle la culpa al cartero, más bien al hecho de que otras cartas me llamaron poderosamente la atención y esta, si bien fue leída, quedó ahí… y de a poco fue tapada por otras y otras, hasta llegar a ser olvidada casi por completo.
Tuvieron que pasar veinte años para que, leyendo un libro de
Gustavo Roldán (gran autor, como es sabido, de literatura para chicos, pero en
este caso se trataba de un ensayo), llegando a la sección “bibliografía”, ante
el insistente pedido de vaya uno a saber quién, Roldán se resigne a entregar un
par de nombres que le parecen importantes... y el primero que arroja es Bourdieu…
Aunque yo en ese momento no entendí, ustedes sí lo habrán
entendido: Bourdieu también había dirigido su carta a Roldán y Roldán la había
recibido. Pero como Roldán es Roldán, en vez de ponerla bajo una pila, le dio
un lugar destacado y la leyó con cuidado. No contento con eso, la compartió, y
por eso también Roldán es Roldán. Porque la puso ahí, en uno de sus libros que
es, precisamente: Para encontrar un tigre…
Inútil seria, creo, intentar comunicar algo de la emoción que me provoca
este asunto. Como también me provoca emoción saber que el padre de Bourdieu fue
cartero. Porque hasta en eso, encuentro cierta cercanía. No
porque me lo pude haber cruzado mil veces en el ascensor de la escuela de
ciencias sociales donde estudié, sino más bien porque mi
abuela trabajó en el correo central. No es chiste. No pretendo ser graciosa. Pienso
que quizás los hijos y los nietos de carteros estén destinados a mandar cartas.
Pienso que quizás el “pequeño margen de libertad” del que disponen… consiste también
en identificar destinatarios posibles… todos los destinatarios posibles. Lo
que también quiere decir aprender a poner la dirección correcta. Con todas las
letras.
Para que una carta escrita
y enviada sea recibida y ojalá contestada.
De ahí que uno entienda la indignación de Bourdieu o
más bien el comentario al margen, en un programa de radio, respondiendo a
tantas y tantas críticas que en algún momento le hacen porque “no leyeron el
post-scriptum”.
Yo que no soy Bourdieu también me indignaría. Sea lo que sea
que uno haga conviene hacerlo hasta el final.
Aclaro, y termino acá, que este escrito no es una invitación
a leer a Pierre Bourdieu, sino más bien una invitación a examinar las cartas perdidas.
Cada cual las suyas.
AGC
*El Collège de France
es una de las instituciones donde Bourdieu hizo clases y donde probablemente tenia también una oficina. Esta institución de
gran prestigio tiene, entre otras particularidades, la de estar abierta a la
comunidad. Lo que quiere decir que cualquier hijo de vecino puede ir a escuchar
las clases que ahí se dan sin requisito ninguno, sin inscripción previa.