Cuando todavía era un
niñito espontáneo y osado, un día tomé la guitarra de mi padre y me mandé para
la casa de la preciosa niña que vivía en la esquina. Claro que no fui solo
porque, con 4 años, apenas si podía llevar la funda de la viola. Mientras
cantaba, mi padre y mi suegro comentaban risueños la gracia, pero la bella
permanecía hierática, acaso asustada. Poco tiempo después, se mudaron, creo que
por mi culpa. Ya no sería cantor ni daría más serenatas.
En el colegio primario
tenían la costumbre de armar una “muestra” de fin de año, para regocijo de los
padres y martirio de algunos pocos alumnos, como quien les habla. Meses de
aburridos ensayos y hasta de pruebas de vestuario porque la “representación” se
hacía nada menos que en el Teatro Astral, en plena Avenida Corrientes. Con mi
capote azul y mi paraguas ídem, debía “bailar bajo la lluvia”, pero me cegaron
“las luces del centro” y casi les desbarato el número doblando para el lado que
no era. Debut y casi despedida.
La profesora de danzas era
hija de una afamada folklorista, tan voluntariosa y altisonante como su madre,
pero tenía menos pedagogía que un alférez o un gendarme. Para no ser injusto,
hay que decir que la época era un poco así, como que las cosas salían porque salían,
y si era necesario salían a los bifes. Todavía hoy no se entiende que no a
todos nos fascine el estrellato, ni morimos de ganas de salir en las fotos. Ser
tímido es un laburo tenaz, pero uno no elige.
En invierno, las clases de
la señorita Palacios se hacían en el salón principal del cole, y allí nos tenía
“horas” con sus coreografías nativas, mientras chillaba “media vuelta”, “vuelta
entera”, “coronaciónnn…”. El sólo timbre de su voz me sacaba de quicio y, como solía
confundir sus directrices, de repente me quedaba pegado al suelo. Hasta que un
día la seño Palacios no se aguantó más y me gritó: “¡Usted es de madera,
Semorile!!!” Y me excluyó a perpetuidad.
Como los tímidos no
anhelamos la integración a cualquier costo (y sólo nos integramos cuándo y cómo
se nos da la real gana), quedar afuera del “ballet” me liberó del horror del
baile obligatorio y a desgano. ¿Ya no sería bailarín ni invitaría a ninguna
dama a danzar? Cuando llegó la adolescencia, había que “saberse el pasito” de
la música disco y, en un altillo muy hormonal, los amigos más “langas”
oficiaban de “señoritas Palacios”. Tampoco salí en esa triste foto.
Con la militancia llegó la
democracia –y viceversa–, y se acabaron todos los “deber ser” de cómo había que
marchar, moverse o bailar. Casi todos los fines de semana había una peña que
organizaba alguna de las juventudes políticas y, aunque no fuese la propia, ahí
estábamos de jodarria. Como todavía me pesaba bastante lo de “ser de madera”, aún
no me largaba pero casi…
La ocasión llegó cuando con
mi hermana organizamos un fiestón en la calle Vedia, en la casona que nuestros
padres habían construido con tantas esperanzas. Vinieron amigas y amigos de
ambas vertientes, y de todas las colectoras: secundarios, militantes, cuates de
años, ilustres desconocidos. Podrido de las músicas de otros, fui el
pasa-discos y me largué a bailar cumbias, rumbas y salsas. De entonces a ahora,
bailé en México, Nicaragua, Cuba, y hasta en los carnavales de Bahía. Ha sido, y
es, una dulce revancha.
Carlos Semorile