domingo, 28 de mayo de 2017

"¡Usted es de madera!"



Cuando todavía era un niñito espontáneo y osado, un día tomé la guitarra de mi padre y me mandé para la casa de la preciosa niña que vivía en la esquina. Claro que no fui solo porque, con 4 años, apenas si podía llevar la funda de la viola. Mientras cantaba, mi padre y mi suegro comentaban risueños la gracia, pero la bella permanecía hierática, acaso asustada. Poco tiempo después, se mudaron, creo que por mi culpa. Ya no sería cantor ni daría más serenatas.

En el colegio primario tenían la costumbre de armar una “muestra” de fin de año, para regocijo de los padres y martirio de algunos pocos alumnos, como quien les habla. Meses de aburridos ensayos y hasta de pruebas de vestuario porque la “representación” se hacía nada menos que en el Teatro Astral, en plena Avenida Corrientes. Con mi capote azul y mi paraguas ídem, debía “bailar bajo la lluvia”, pero me cegaron “las luces del centro” y casi les desbarato el número doblando para el lado que no era. Debut y casi despedida.

La profesora de danzas era hija de una afamada folklorista, tan voluntariosa y altisonante como su madre, pero tenía menos pedagogía que un alférez o un gendarme. Para no ser injusto, hay que decir que la época era un poco así, como que las cosas salían porque salían, y si era necesario salían a los bifes. Todavía hoy no se entiende que no a todos nos fascine el estrellato, ni morimos de ganas de salir en las fotos. Ser tímido es un laburo tenaz, pero uno no elige.

En invierno, las clases de la señorita Palacios se hacían en el salón principal del cole, y allí nos tenía “horas” con sus coreografías nativas, mientras chillaba “media vuelta”, “vuelta entera”, “coronaciónnn…”. El sólo timbre de su voz me sacaba de quicio y, como solía confundir sus directrices, de repente me quedaba pegado al suelo. Hasta que un día la seño Palacios no se aguantó más y me gritó: “¡Usted es de madera, Semorile!!!” Y me excluyó a perpetuidad.

Como los tímidos no anhelamos la integración a cualquier costo (y sólo nos integramos cuándo y cómo se nos da la real gana), quedar afuera del “ballet” me liberó del horror del baile obligatorio y a desgano. ¿Ya no sería bailarín ni invitaría a ninguna dama a danzar? Cuando llegó la adolescencia, había que “saberse el pasito” de la música disco y, en un altillo muy hormonal, los amigos más “langas” oficiaban de “señoritas Palacios”. Tampoco salí en esa triste foto.

Con la militancia llegó la democracia –y viceversa–, y se acabaron todos los “deber ser” de cómo había que marchar, moverse o bailar. Casi todos los fines de semana había una peña que organizaba alguna de las juventudes políticas y, aunque no fuese la propia, ahí estábamos de jodarria. Como todavía me pesaba bastante lo de “ser de madera”, aún no me largaba pero casi…

La ocasión llegó cuando con mi hermana organizamos un fiestón en la calle Vedia, en la casona que nuestros padres habían construido con tantas esperanzas. Vinieron amigas y amigos de ambas vertientes, y de todas las colectoras: secundarios, militantes, cuates de años, ilustres desconocidos. Podrido de las músicas de otros, fui el pasa-discos y me largué a bailar cumbias, rumbas y salsas. De entonces a ahora, bailé en México, Nicaragua, Cuba, y hasta en los carnavales de Bahía. Ha sido, y es, una dulce revancha.

Carlos Semorile

sábado, 27 de mayo de 2017

El otro texto



Confieso que siento admiración por la manera en que los compañeros del blog vienen encarando, de un tiempo a esta parte, las cosas del amor. También hay compañeros del blog que no escriben, pero hablan. Hasta por los codos. Y entre unos y otros relatos, en ese delicado espacio que van tejiendo entre lo posible, lo imposible, lo deseado y lo deseable, cada relato construye con nostalgia, con melancolía, con ternura y, a veces, con una irresistible dosis de humor, una bellísima escena de amor.

La escena que voy a contar sucedió, al igual que las que se han contado aquí, hace mucho, mucho tiempo. Podría haber elegido otra desde luego, las hay más divertidas, más trágicas, más tiernas, más escandalosas, aunque si de escándalos se trata (ayer mencionábamos esta palabra con uno de los compañeros), de alguna extraña manera, esta tiene lo suyo.

Entonces, hace mucho, mucho tiempo, sucedió que, siendo una chiquilla, estudiante de teatro en una compañía del barrio, me enamoré. No fue exactamente un amor a primera vista porque al muchacho lo había visto un par de veces y no le había encontrado “nada”. Una noche, este joven que tenía esa cualidad de pasar desapercibido, subió al escenario y representó no sé qué monólogo. Yo creo que el monólogo debió llamarse “para enamorar a la jovencita del fondo a la derecha”, porque a medida que él hablaba, eso es lo que pasaba, me enamoraba. Con bastante vergüenza, casi segura de que ese amor se me había quedado escrito en la frente. Segura, por ende, también, de que todos los presentes se habrían dado cuenta, lo estarían viendo ahí, aunque las luces de la sala estaban apagadas y solo un par de focos alumbraban el escenario.

Me enamoré entonces, como se enamoran las chicas y los chicos cuando son muy jóvenes. No entro a describir nada, renvío el lector a sus propios amores, a sus propios recuerdos y también a los textos publicados aquí por mis compañeros. Había, sin embargo, un pequeño tema. Un detalle. Casi nada. El muchacho y yo (oh, ¡fatalitas!) teníamos cierta diferencia de edad. Diez añitos, qué son diez añitos… Pero siendo que yo era muy joven, cualquier amorío podía ser tipificado como delito. Por cierto, no me hubiera importado delinquir… si hubiera sabido cómo hacerlo… sin embargo… ¡ni cometer delitos sabía yo en ese entonces! Por su parte, el muchacho alguna vez aclaró que él podía ser muchas cosas… “pero, ¿sabes? un desgraciado, no”.

Así pasaron varios años. Yo seguía enamorada y, lo que es peor, no había forma de cumplir 18 años.

Nunca se nos vio de la mano, nunca nadie nos sacó una foto caminando, besándonos, nunca nos peleamos, nunca nos reconciliamos, nunca soñamos con casarnos ni con tener hijos, nunca tampoco se me ocurrió preguntarle si me quería, nunca le dije que lo quería. Algo simplemente se quedó ahí como viviendo en el espacio de una sala de teatro. La misma sala en la que muy de vez en cuando compartíamos escenario.

Recuerdo que cuando eso sucedía, cuando por alguna disposición del director, nos tocaba compartir escenario, entonces sí nos estaba permitido mirarnos. El texto lo ponían otros. Era lindo representar cualquier escena, cualquier diálogo, decir todas esas palabras escritas, aprendidas y dichas por tantas bocas, por generaciones de actores, y así, amparados por ese texto ajeno, descubrir el otro texto, el que no se dice, el que  jamás se confiesa. Y así, en medio de la escena más banal, pronunciar quién sabe qué palabra (calle, puerto, pan) con la intención de un “nunca te voy a olvidar”.

Sucedió que un día llegó la hora de despedirse. También ocurrió en un teatro, pero esa noche, todos los compañeros estaban adentro, en la sala, actuando. Nosotros nos habíamos escapado, salimos a la calle, después de haber jugado un rato en el hall. (Es cierto, es absolutamente cierto, jugamos: a los policías y los ladrones… Uno de los dos cayó al piso cuando un balazo lo hirió de muerte). Nos despedimos entonces. Yo tenía que irme. Lejos. Ahí fue que este querido amigo me hizo una promesa. A su manera que era tosca. Una promesa. Que no cumplió.

*

Me gusta pensar que esta historia de amor que no fue… encontró la manera de ser (parafraseando a Borges… algo que la palabra [amor] no nombra)...

*

Es cierto que la mayoría de las veces, las palabras de amor, las que se afirman, las que se declaran, me tienen sin cuidado.  Pero ay de las otras… Ay de las palabras banales que ciertos días alguien deja caer sobre una mesa y que tienen más arrojo que cien declaraciones de amor.


Cándida



viernes, 26 de mayo de 2017

Fatal evanescencia

 Maoly era apenas un nombre. Y siguió siéndolo durante un tiempo, aunque cada vez más repetido: “Maoly está en Kenia…, Maoly viajó a Manaos…, Maoly escribió desde Indochina…”. La que hablaba era Nancy, pero luego empezó a hacerlo también nuestra madre y el nombre de Maoly comenzó a sonar en estéreo: “Maoly es dulce…, Maoly estaba preciosa…, Maoly cocina divinamente…”. ¿Les pasó alguna vez de enamorarse de un nombre?  

Cuando finalmente conocí a Maoly, ya estaba entregado. No me deslumbró, ni me pareció hermosa o especialmente brillante. Pero, ¡qué sonrisa, amigos míos! Maoly sonreía con la boca, con los ojos y con esos hoyuelos de niña consentida, y a uno lo enajenaba la necesidad de ser elocuente y chispeante para que volviese a hacerlo. Era como una droga, no sé si entienden lo que les digo. Cuando ella no reía, la luz se atenuaba y sufría de abstinencia. ¡Ay, Maoly!

En sucesivos pero espaciados encuentros, advertí que su presencia alivianaba las cosas: las preocupaciones se evaporaban, los desasosiegos iban esfumándose, y las angustias… ¿Qué eran las angustias? No tardé en ponerle un apodo cariñoso: “Plumita”. Porque así era Maoly, como una pluma que se dejaba mecer por las corrientes de aire, con aire cálido volaba hacia mundos imaginarios, y con el aire fresco aterrizaba poco a poco, y entonces sonreía.

Maoly aceptó gustosa que la llamásemos Plumita, y pronto empecé a escuchar voces: “Plumita está en Mauritania…, qué hermosa foto que mandó Plumita…, dice Plumita que vuelve en septiembre…”. De alguna manera que entonces no entendía, había entrado en la vida de Maoly y una de sus hermanas quiso conocerme. Creo que no peco de vanidoso si digo que pretendía que la tratase y también bautizase a ella. Maoly era así de generosa.

La hermana de Plumita no estaba nada mal: se había venido con una mini escandalosa que atraía todas las miradas del pub. Pero mi corazón le pertenecía a Maoly y, como ella me parecía cada vez más sublime y etérea, sentí la necesidad de volver a bautizarla. “Plumita” sonaba muy duro, demasiado rígido y estructurado para una muchacha tan cándida e inocente. Comencé a llamarla “Plumis”, pues reflejaba mejor su fatal evanescencia.

Plumita adoptó complacida su nuevo nombre, y bajo el alias de “Plumis” comenzó un nuevo vagabundeo, esta vez por Oriente Medio. Nos escribíamos, casi cotidianamente, afiebradas cartas de pasión y de deseo. Me imaginaba viviendo con Maoly, despertándome cada día para hacerla sonreír. Inclusive, vencí mis pudores y le escribí un poema espantoso que le sacó una sonrisa, creo que en Jerusalén. Pero nunca me dijo si esa poesía la había emocionado.

¡La conocía tan poco! Eso es lo malo de enamorarse de un nombre: su ausencia me generaba una incertidumbre atroz, y en un rapto de angustia terminé llamando a su sugerente hermana. Por teléfono, Nuala mostró su faz colaborativa con este amor en ciernes, aquejado de lejanías, y quedamos de vernos en el mismo pub. Esta vez llegó con una falda larga y sobria pero, al quitarse el abrigo, hubo como un ciclón de senos que me abismó a sus costas.
  
Mientras Plumis recorría mundo y orbitaba alrededor de sus ensoñaciones, Nuala me reconcilió con las epifanías de lo sólido, con el éxtasis de lo macizo, con el barroco de lo mullido. Cada día era un nuevo descubrimiento y, si bien ella era más reticente con estas cosas, comencé a llamarla “Copiosa mía”.

Neil Collins

jueves, 25 de mayo de 2017

Mi tío Enrique

Este blog tiene como finalidad consignar "cosas queridas", como algunos cantan por ahí; cosas, hombres, mujeres, hechos, ideas, situaciones, etc. Guardo acá este recuerdo para que no se lo lleve el viento.

***

Agradezco a mi amiga Valeria que hoy (25/12/16) me llevó a recordar esta escena siguiendo el caminito siempre sinuoso de los recuerdos. Fedor, el único, el grande, escribió alguna vez que un solo buen recuerdo puede salvar a un hombre. Sobre todo, si es un recuerdo de infancia. (Fedor incluía a las mujeres en sus pensamientos y solo lo preciso porque hoy rigen otras maneras de expresarse y podría generarse una confusión). Siguiendo entonces el hilito de una reflexión y de un recuerdo de Valeria, me pregunté qué es lo que en mi propia infancia había resultado “mágico” y “salvador”. Desde luego, muchas cosas. Demasiadas. Pero la que se me vino a la mente fue esta escena que sucedió en Coquimbo.

***

Mi tío me lleva de la mano. Si levanto los ojos veo las estrellas rodeando la cara de mi tío. Me lleva a pasear de noche (esa escena se repetirá muchas veces y a lo mejor es por eso que las noches nunca me asustaron). Llegamos a la playa y ahí, en medio de la playa, hay un barco gigante. Es una discoteca. No creo que mi tío lo oculte. Lo que recuerdo es que me cuenta algo relacionado con ese barco, una historia que a él se le ha ocurrido (y que olvidé completamente). Lo que permanece en el tiempo es la felicidad de estar frente al barco, de haberlo visto con mis propios ojos. Ciertamente: de haber imaginado gracias a mi tío algo bello relacionado con ese barco. Eso es todo.

¿Eso es todo? No creo. Porque después, los años pasan y uno va creciendo y descubriendo cosas. Entre las muchas cosas que descubro: las circunstancias en que mi tío llegó a Coquimbo. No las voy a contar porque hay que cuidar los recuerdos de las personas, pero digamos que esa presencia de mi tío en Coquimbo es una suerte de castigo. Mi tío es un hombre que tiene o podría tener muchas razones para mostrarse pesimista, melancólico, sin ganas, desilusionado, amargo, etc. Sin embargo, lleva a la niña de paseo, le cuenta un cuento, un cuento relacionado con algo real que está ahí y se puede ver con los ojos. Mi tío no sabe que me está salvando (¿o sí?). No sabe que me está dando una clave, un tesoro mucho más valioso que el que se robaron los piratas que anduvieron en ese barco. Ese tesoro es algo en que creer, algo que respetar, algo que volverá como las olas en medio de tantas vicisitudes.

Por eso es que digo que esto de la realidad y de la magia suele estar mal planteado. Por eso también doy gracias todos los días por haber conocido a tantos magos y magas hechos de carne y hueso. Magos que hacen regalos que duran toda la vida. Aunque no sea navidad.

(Me gusta inclinarme ante los bellos recuerdos y las personas que cuidan de los demás y luchan y se sobreponen por amor a los demás).

Antonia

Primer amor


Por el cabello. Es verdad. Al verte en la foto recordé que ya te he visto
con el cabello más largo. Te prefiero como lo tienes ahora, 
corto y un poco alborotado.
(De una conversación banal, entre buenos amigos)


Siempre aprecié el cabello corto en las mujeres. No la melenita convenida, prolija, sino la cabeza más bien desafiante y agresiva. Seguramente, secuela de un amor adolescente, de estudiantes.

Ella era delgada, alta, sus hombros estrechos, con su delantal blanco, liso, su pelo castaño claro muy corto, peinado hacia un costado con un poco de gel –gomina en ese tiempo–, de labios finos y rosados en un rostro anguloso, y sus cejas un poco rojizas. Tenía un aspecto levemente ambiguo, de adolescente andrógino. Venía desde Jonte y Artigas (supe después) en el colectivo 163, el mismo al que subía yo, pero en Nazca y Avellaneda todos los días, a la misma hora de la mañana. Íbamos hasta Rivadavia y Lacarra, en el vecino barrio de Floresta, yo rumbo al colegio industrial donde cursaba mi segundo año y ella a la escuela profesional que estaba detrás de mi colegio. 

Recuerdo las primeras miradas con disimulo, los primeros saludos con un pequeño movimiento de cabeza, y en los días siguientes los "hola", "buen día", y las cuatro cuadras caminadas juntos, adolescentes tímidos y silenciosos, hasta Alberdi, donde nos separábamos, cada uno hacia su escuela. Primero fue un "chau". Un día fue "chau" y apretar su brazo subrepticiamente –en ese tiempo los adolescentes no se besaban al encontrarse o al despedirse, y menos en la calle– y otro día, con el "chau", fueron las manos las que se encontraron... 

Y el fin de semana, eterno de ausencia, de angustia hasta que llegaba el lunes. Corría hacia la parada del colectivo, con el corazón que se me escapaba del cuerpo hasta que llegaba el vehículo, lo abordaba, sacaba el boleto y me volvía hacia el interior. Y allí estaba, parada, con su delantal blanco, almidonado, su cartera escolar, su cabello corto y en su rostro la línea de sus labios finos sonreían apenas. Pero sus ojos eran como una tempestad de alegría pudorosa y contenida.

Livia era su nombre, sus padres eran inmigrantes venidos del Ticino, un cantón de la Suiza italiana. Recuerdo aún hoy sus pequeñas manos frágiles, rojas de frío y sus mejillas un poco paspadas, en el invierno de 1956. Cuantas cosas primeras expresamos y nos dijimos, sin palabras, tomándonos fugazmente las manos, frías las de ella, húmedas las mías, para completar el "chau" mutuo con la voz íntima y trémula de emoción. 

Y un día fue su mano en mi mejilla y sus ojos de reflejos ámbar en los míos. Creo que ese día aprendí, para siempre, la ternura y la gratitud. Pero de eso me di cuenta mucho tiempo después.


elprofe

lunes, 22 de mayo de 2017

Caricias y besos




Hasta ayer no sabía nada del autor de esta imagen, Juan Maino Canales, fotógrafo chileno y militante del Mapu desaparecido en mayo de 1976. Cuentan que iba a las poblaciones a retratar a los niños para el programa “Padres e hijos”, un proyecto de educación popular que el Cide (Centro de Investigación y Desarrollo de la Educación) llevaba adelante en las comunidades. También dicen que “Juan era dedicado. Primero entraba en confianza, se adecuaba al lugar, a las personas. Tenía el don de la sencillez, de la confianza. Y luego esperaba el momento, la luz adecuada. Podía pasar horas. A veces se quedaba hasta a dormir con ellos”. Pero la foto de la que me quedé prendado es la de unos pololos que se besan en un “embarcadero” bien pobre.

Y como “el inconciente tiene la estructura de un folletín”, me imagino que él acaba de llegar en ese barquito que está ahí detrás, y que ella lo estuvo esperando en la soledad de ese muelle, bajo un cielo encapotado que anuncia agua y frío. Sin embargo, la complicidad del abrazo de ellos, la intensidad con que se besan, cambia todos los registros: hay luz en vez de neblina, todavía sopla un aire tibio aunque ya está refrescando, y ellos dos tienen unas horas o apenas una noche por delante (el bolso de él es muy pequeño). Es la foto de un romance, pienso, bajo el signo del apremio. Cuando deban despedirse, tal vez ella le canturree: “Ando toda reenamorada/sólo quiero volverte a ver”. Y para él será harto difícil desprenderse de sus ojos, de su boca, de su piel. 

“Siempre se desea lo que no conviene”, dice Piglia hablando de Puig y del “mundo de las pasiones desencadenadas, de los deseos que no tienen registro ni sanción”. Eso también está en la foto: es un amor inconveniente, un noviazgo que no cesa y se resiste a su edad madura. “La juventú es pa' vivirla entre caricias y besos”, escribe Buenaventura en una de sus Sentencias, y acaso esa sea la forma de mantener la lozanía de las pasiones. Tal vez todo amor genuino sea un “tiempo expropiado” a las demandas del mundo, a sus exigencias y a sus posibles puniciones por ese espacio de evasión en que no producimos nada que tenga un valor mensurable para el resto de la sociedad. Y así como robamos besos, también afanamos tiempo para caricias y besos.

Este beso preanuncia ese afano. Nuestros pololos andan con unas ganas locas de brindarse el tiempo que se deben. Si se observa bien, estos dos no se han detenido a besarse como los actores de la famosa foto de Robert Doisneau: aquí el beso está “en camino” hacia la entrega. O mejor, ya es la entrega. Que esto suceda en una ignota explanada, y a orillas de un lago remoto, debería llenarnos de esperanza pues el amor acontece cuando “se desea lo que no conviene”. Van a estar pocas horas juntos, se van a separar, van a extrañarse. Cualquier ser humano sensato desistiría de semejantes complicaciones. Los amantes, no. Tampoco desistió Juan Maino Canales y un día, en el final del mundo, registró que “la vida es eterna en cinco minutos”.

Carlos Semorile