El Vikingo ya se había
lanzado por los caminos, casi siempre al Sur, algunas veces con sus misteriosas
conquistas, una vez con Seán y en otra oportunidad también con Alex. También viajó
al Norte y allí conoció a Brendan, un maestro que además era arqueólogo o
antropólogo –nunca me quedó claro- y que tenía fascinado a Glen por sus
enrevesados análisis políticos. Como con el Vikingo nos debíamos un viaje
juntos, enfilamos hacia Derry y la recorrimos de arriba a abajo, pero nunca
encontramos a Brendan que siempre acababa de irse cuando nosotros llegábamos.
Le dejamos varias notas, nos tomamos el bus a Donegal, pero al fin decidimos seguir
hasta el Monte Errigal donde, extasiados de azul y de esmeralda, brindamos por todas
las bellezas de Irlanda.
No supimos nada del
recóndito Brendan hasta que Glen recibió una carta suya enviada desde
Nicaragua: contaba que había ido estudiar el proceso sandinista y que, de
repente, se encontró viviendo con una preciosa muchacha campesina (la foto no
lo desmentía) cuya familia había peleado contra Somoza. Incentivado por estas
novedades, Glen me persiguió a todas horas para que nos sumásemos a la Brigada
Irlandesa de Café que partiría a “tierras nicas” a fin de año. En crisis con
Sheila (qué extraño!), me plegué al delirio del Vikingo y al día siguiente de
estar en Managua ya estábamos buscando a Brendan, el insólito. Sólo mucho
después nos enteramos que mientras nosotros nos acomodábamos en el Hostal
Norma, él y su esbelta María iban rumbo a Dublín.
En aquel hotelucho paraban
muchas delegaciones del continente, y algunos sudamericanos sueltos, dos
brasileños, un argentino y un uruguayo, que se hacía llamar “oriental”. Salvo
estos cuatro, de inmediato percibimos que para el resto seguíamos siendo lo que
nuestros antepasados habían sido siempre a sus ojos: “los negros de Europa”. No
importaba que por las calles de la arruinada ciudad, y por las fincas y los
ingenios la gente fuese más oscura que nosotros (y bastante más que el rojizo
Vikingo). Para los alemanes, los belgas y los franceses, seguíamos siendo “los negros”.
Por eso, cuando los brasileños armaron una tarde de tragos, enseguida nos
integramos a la fiesta y hasta permitimos que el argentino se acercara y se
insinuara a nuestra hermosa líder.
Como en el cumpleaños de su
padre, Glen se encargó de que no dejase de beber ni por un instante, aunque
esta vez tuvo la delicadeza de arrastrarme hasta mi cucheta cuando quedé
rotundamente dormido en una hamaca colgante. Con el tiempo aprendí que, al lado
del Vikingo, estaba condenado a repetir estas borracheras escandalosas con la
puntual periodicidad de las estaciones. Por su parte, Glen asumió que Brendan
no era el guía profesional y político que andaba buscando. Su verdadera
vocación era ser granjero, marido y padre, y ni la política ni la improbable arqueología
iban a apartarlo de ese prolífico camino. La última vez que lo rastreamos en
vano, nos dijeron que vivía cerca de Killarney, oculto y feliz con la gorda
María y sus ocho críos morenos.
Neil Collins