La primera borrachera tardó
en llegar y vino, como no podía ser de otro modo, de la mano del Vikingo. Su
padre cumplía cincuenta años y armó una celebración tan grande y generosa que
me incluyó entre sus invitados. Siempre me gustó la segunda casa de los padres
de Glen, un hogar de dimensiones humanas, con ambientes cálidos y acogedores,
como la sala preparada para la charla y la lectura, o la pequeña cocina llena
de imágenes de hadas y elfos, más una serie de miniaturas que hablaban de una
cierta nostalgia marinera. También estaban allí las botellas de ron antillano,
los whiskies cotidianos y, un poco más a resguardo, los añejados y otras
reliquias y delicias. Pero la noche del cumpleaños de Liam empezó -y siguió-
con exquisitos vinos importados.
Parecía que habíamos
retrocedido unos mil años, y que una flota de barcos franceses y españoles
había navegado hasta la vieja Dublín al solo efecto de traer sus toneles y
barricas de vinos de La Rioja y del Languedoc para Liam y sus amigos. Que se
los bebían entre risotadas y canciones, como si estuviesen creando el primer pub
del mundo, iniciando una tradición que sería legendaria, dejando una estela
fulgurante de cuentos y leyendas. En ese clima de festiva camaradería
masculina, Glen acercó un vaso a mis manos, y después otro y luego otro más,
hasta que creí entender de qué iba todo aquello: se trataba de beber al ritmo
de los otros, y seguir bebiendo porque Liam cumplía 50 años, la noche estaba
preciosa, las mujeres eran bellas y reían, y todos nos amábamos.
Recuerdo que hice algunas
amistades y que mantuve diálogos increíbles, pero nunca pude saber quiénes
fueron aquéllos señores ni qué cosas trascendentes y profundas nos dijimos. Mi
último recuerdo nítido fue una charla que, junto con Glen, mantuvimos con Liam
y un par de amigos suyos que nos preguntaban si nos dábamos una idea de qué
significaba cumplir 50 años y por qué era importante tener amigos para
celebrarlo. Percibíamos que en nosotros veían reflejada su pasada juventud, y
que querían transmitirnos un legado de valores, como hacían los hombres de
antes. Por suerte, estábamos bastante achispados y no hubo cortocircuitos:
nosotros seguimos ignorando en qué consistiría cumplir medio siglo, y ellos fingieron
olvidar que habían tenido 20.
Luego le perdí el rastro a
Glen, me di cuenta que estaba algo mareado, dejé mi copa sobre la alfombra y me
recosté en el sillón grande de la sala. Veía voces, olía músicas y escuchaba
figuras evanescentes y ligeras, hasta que ya solamente sentí que el sillón me devoraba
en su mullido abrazo de ensueño. Desperté a la mañana siguiente, y con
vergüenza comprendí que había pasado todo el resto de la fiesta durmiendo la
tranca a la vista de todo el mundo. La casa estaba en silencio, así que tomé
mis zapatos –alguien me había descalzado-, abrí la puerta y me fui. Por más
esfuerzos que hago, nunca logro recordar con qué cara volví a presentarme ante
los padres de Glen. Lo que sí recuerdo bien es que el Vikingo propició todas y
cada una de mis borracheras.
Neil Collins