martes, 9 de mayo de 2017

Diario de un bebedor



La primera borrachera tardó en llegar y vino, como no podía ser de otro modo, de la mano del Vikingo. Su padre cumplía cincuenta años y armó una celebración tan grande y generosa que me incluyó entre sus invitados. Siempre me gustó la segunda casa de los padres de Glen, un hogar de dimensiones humanas, con ambientes cálidos y acogedores, como la sala preparada para la charla y la lectura, o la pequeña cocina llena de imágenes de hadas y elfos, más una serie de miniaturas que hablaban de una cierta nostalgia marinera. También estaban allí las botellas de ron antillano, los whiskies cotidianos y, un poco más a resguardo, los añejados y otras reliquias y delicias. Pero la noche del cumpleaños de Liam empezó -y siguió- con exquisitos vinos importados.

Parecía que habíamos retrocedido unos mil años, y que una flota de barcos franceses y españoles había navegado hasta la vieja Dublín al solo efecto de traer sus toneles y barricas de vinos de La Rioja y del Languedoc para Liam y sus amigos. Que se los bebían entre risotadas y canciones, como si estuviesen creando el primer pub del mundo, iniciando una tradición que sería legendaria, dejando una estela fulgurante de cuentos y leyendas. En ese clima de festiva camaradería masculina, Glen acercó un vaso a mis manos, y después otro y luego otro más, hasta que creí entender de qué iba todo aquello: se trataba de beber al ritmo de los otros, y seguir bebiendo porque Liam cumplía 50 años, la noche estaba preciosa, las mujeres eran bellas y reían, y todos nos amábamos.

Recuerdo que hice algunas amistades y que mantuve diálogos increíbles, pero nunca pude saber quiénes fueron aquéllos señores ni qué cosas trascendentes y profundas nos dijimos. Mi último recuerdo nítido fue una charla que, junto con Glen, mantuvimos con Liam y un par de amigos suyos que nos preguntaban si nos dábamos una idea de qué significaba cumplir 50 años y por qué era importante tener amigos para celebrarlo. Percibíamos que en nosotros veían reflejada su pasada juventud, y que querían transmitirnos un legado de valores, como hacían los hombres de antes. Por suerte, estábamos bastante achispados y no hubo cortocircuitos: nosotros seguimos ignorando en qué consistiría cumplir medio siglo, y ellos fingieron olvidar que habían tenido 20.

Luego le perdí el rastro a Glen, me di cuenta que estaba algo mareado, dejé mi copa sobre la alfombra y me recosté en el sillón grande de la sala. Veía voces, olía músicas y escuchaba figuras evanescentes y ligeras, hasta que ya solamente sentí que el sillón me devoraba en su mullido abrazo de ensueño. Desperté a la mañana siguiente, y con vergüenza comprendí que había pasado todo el resto de la fiesta durmiendo la tranca a la vista de todo el mundo. La casa estaba en silencio, así que tomé mis zapatos –alguien me había descalzado-, abrí la puerta y me fui. Por más esfuerzos que hago, nunca logro recordar con qué cara volví a presentarme ante los padres de Glen. Lo que sí recuerdo bien es que el Vikingo propició todas y cada una de mis borracheras.

Neil Collins