Ella
lo conocía por sus palabras. Escritas. Todos los martes leía su crónica. La
mayoría de las veces compraba el diario y lo leía en el bar de la esquina. Si por
algún motivo no lograba comprarlo, esperaba la noche y lo buscaba por internet.
Siempre los martes. No lo hubiese leído un lunes o un miércoles. Ni cualquier
otro día. Le gustaba pensar que tenía esa cita. Los martes.
Todos
los martes, entonces, lo leía. Entraba en el texto como en una casa abandonada
por su dueño. Se detenía en una palabra como en un objeto puesto en
una mesa. Un objeto lindo o raro o, al contrario, común. Pero un objeto que lo
revelaba por entero. Sonreía ante tal palabra. Se sorprendía frente a tal otra.
Todas le parecían hermosas incluso las que no entendía.
Lo
leía con emoción, con ternura, con alegría, con complicidad. Como si en vez de
ser dos desconocidos, alguna vez hubiesen sido novios. De vez en cuando, se
lo imaginaba: alguna vez habían sido novios. Luego, las complicaciones. La
vida había seguido su curso. Cada uno por su lado hasta que ella lo había encontrado
ahí, un día, en el café de su barrio, abriendo el diario. Qué cosas, habría
pensado, mirando el reloj (el enorme reloj de la estación de tren). Qué cosas… La vida...
Otras
veces, en cambio, cualquier texto era pretexto para imaginar futuros inciertos.
Algún día lo conocería. Se sentarian frente a frente. En una mesa
parecida a la del bar, pero en medio de la nada, en un paisaje sin
interrupciones. Ella con su silencio. Él con sus palabras. Palabras saliendo de
todos lados. Palabras y más palabras. Palabras que ella recibía como si cada
una encerrara un secreto. Ella velaría por él. Por su secreto.
Todos
los martes, Berenice tenía una cita y se olvidaba de su vida. Una vida bella,
lo sabía. Tan bella, tan plena, que podía cometer esa pequeña traición sin
sentirse culpable. Sin hacerle daño a nadie. De todas las crónicas que había
leído, una, entre todas, era su preferida. La crónica del avión. ¿Sería cierto?
¿Habría hecho ese viaje? Qué viaje más lindo. Había sido cosa de leer y verse en el avión. Ella que le tenía pánico a los aviones. Que por
nada del mundo hubiese aceptado viajar ni siquiera a una ciudad cercana… ni
hablar de países lejanos… Ella, con él, podía olvidarse de su
miedo.
Sin
embargo, Berenice vivía en su silla, en el bar, en un barrio de Buenos Aires
con vista a una estación de tren. Cuando terminaba de leer, cerraba el diario y
lo dejaba sobre la mesa. El texto ahora vivía dentro suyo. Podía sentirlo. Era
una presencia suave. No quemaba. No dolía. Y
entonces sabía que él estaba ahí. Que él estaba de verdad ahí.
Y
la miraba en el papel. Y la creaba letra a letra. Y no había forma de saber
quién había inventado a quién.
Cándida