Maoly era apenas un nombre. Y siguió siéndolo durante un
tiempo, aunque cada vez más repetido: “Maoly está en Kenia…, Maoly viajó a
Manaos…, Maoly escribió desde Indochina…”. La que hablaba era Nancy, pero luego
empezó a hacerlo también nuestra madre y el nombre de Maoly comenzó a sonar en
estéreo: “Maoly es dulce…, Maoly estaba preciosa…, Maoly cocina divinamente…”.
¿Les pasó alguna vez de enamorarse de un nombre?
Cuando finalmente conocí a
Maoly, ya estaba entregado. No me deslumbró, ni me pareció hermosa o
especialmente brillante. Pero, ¡qué sonrisa, amigos míos! Maoly sonreía con la
boca, con los ojos y con esos hoyuelos de niña consentida, y a uno lo enajenaba
la necesidad de ser elocuente y chispeante para que volviese a hacerlo. Era como
una droga, no sé si entienden lo que les digo. Cuando ella no reía, la luz se
atenuaba y sufría de abstinencia. ¡Ay, Maoly!
En sucesivos pero
espaciados encuentros, advertí que su presencia alivianaba las cosas: las
preocupaciones se evaporaban, los desasosiegos iban esfumándose, y las
angustias… ¿Qué eran las angustias? No tardé en ponerle un apodo cariñoso:
“Plumita”. Porque así era Maoly, como una pluma que se dejaba mecer por las
corrientes de aire, con aire cálido volaba hacia mundos imaginarios, y con el
aire fresco aterrizaba poco a poco, y entonces sonreía.
Maoly aceptó gustosa que la
llamásemos Plumita, y pronto empecé a escuchar voces: “Plumita está en
Mauritania…, qué hermosa foto que mandó Plumita…, dice Plumita que vuelve en
septiembre…”. De alguna manera que entonces no entendía, había entrado en la
vida de Maoly y una de sus hermanas quiso conocerme. Creo que no peco de
vanidoso si digo que pretendía que la tratase y también bautizase a ella. Maoly
era así de generosa.
La hermana de Plumita no
estaba nada mal: se había venido con una mini escandalosa que atraía todas las
miradas del pub. Pero mi corazón le pertenecía a Maoly y, como ella me parecía
cada vez más sublime y etérea, sentí la necesidad de volver a bautizarla.
“Plumita” sonaba muy duro, demasiado rígido y estructurado para una muchacha
tan cándida e inocente. Comencé a llamarla “Plumis”, pues reflejaba mejor su
fatal evanescencia.
Plumita adoptó complacida
su nuevo nombre, y bajo el alias de “Plumis” comenzó un nuevo vagabundeo, esta
vez por Oriente Medio. Nos escribíamos, casi cotidianamente, afiebradas cartas
de pasión y de deseo. Me imaginaba viviendo con Maoly, despertándome cada día
para hacerla sonreír. Inclusive, vencí mis pudores y le escribí un poema
espantoso que le sacó una sonrisa, creo que en Jerusalén. Pero nunca me dijo si
esa poesía la había emocionado.
¡La conocía tan poco! Eso
es lo malo de enamorarse de un nombre: su ausencia me generaba una
incertidumbre atroz, y en un rapto de angustia terminé llamando a su sugerente hermana.
Por teléfono, Nuala mostró su faz colaborativa con este amor en ciernes,
aquejado de lejanías, y quedamos de vernos en el mismo pub. Esta vez llegó con
una falda larga y sobria pero, al quitarse el abrigo, hubo como un ciclón de
senos que me abismó a sus costas.
Mientras Plumis recorría
mundo y orbitaba alrededor de sus ensoñaciones, Nuala me reconcilió con las
epifanías de lo sólido, con el éxtasis de lo macizo, con el barroco de lo
mullido. Cada día era un nuevo descubrimiento y, si bien ella era más reticente
con estas cosas, comencé a llamarla “Copiosa mía”.
Neil Collins