viernes, 26 de mayo de 2017

Fatal evanescencia

 Maoly era apenas un nombre. Y siguió siéndolo durante un tiempo, aunque cada vez más repetido: “Maoly está en Kenia…, Maoly viajó a Manaos…, Maoly escribió desde Indochina…”. La que hablaba era Nancy, pero luego empezó a hacerlo también nuestra madre y el nombre de Maoly comenzó a sonar en estéreo: “Maoly es dulce…, Maoly estaba preciosa…, Maoly cocina divinamente…”. ¿Les pasó alguna vez de enamorarse de un nombre?  

Cuando finalmente conocí a Maoly, ya estaba entregado. No me deslumbró, ni me pareció hermosa o especialmente brillante. Pero, ¡qué sonrisa, amigos míos! Maoly sonreía con la boca, con los ojos y con esos hoyuelos de niña consentida, y a uno lo enajenaba la necesidad de ser elocuente y chispeante para que volviese a hacerlo. Era como una droga, no sé si entienden lo que les digo. Cuando ella no reía, la luz se atenuaba y sufría de abstinencia. ¡Ay, Maoly!

En sucesivos pero espaciados encuentros, advertí que su presencia alivianaba las cosas: las preocupaciones se evaporaban, los desasosiegos iban esfumándose, y las angustias… ¿Qué eran las angustias? No tardé en ponerle un apodo cariñoso: “Plumita”. Porque así era Maoly, como una pluma que se dejaba mecer por las corrientes de aire, con aire cálido volaba hacia mundos imaginarios, y con el aire fresco aterrizaba poco a poco, y entonces sonreía.

Maoly aceptó gustosa que la llamásemos Plumita, y pronto empecé a escuchar voces: “Plumita está en Mauritania…, qué hermosa foto que mandó Plumita…, dice Plumita que vuelve en septiembre…”. De alguna manera que entonces no entendía, había entrado en la vida de Maoly y una de sus hermanas quiso conocerme. Creo que no peco de vanidoso si digo que pretendía que la tratase y también bautizase a ella. Maoly era así de generosa.

La hermana de Plumita no estaba nada mal: se había venido con una mini escandalosa que atraía todas las miradas del pub. Pero mi corazón le pertenecía a Maoly y, como ella me parecía cada vez más sublime y etérea, sentí la necesidad de volver a bautizarla. “Plumita” sonaba muy duro, demasiado rígido y estructurado para una muchacha tan cándida e inocente. Comencé a llamarla “Plumis”, pues reflejaba mejor su fatal evanescencia.

Plumita adoptó complacida su nuevo nombre, y bajo el alias de “Plumis” comenzó un nuevo vagabundeo, esta vez por Oriente Medio. Nos escribíamos, casi cotidianamente, afiebradas cartas de pasión y de deseo. Me imaginaba viviendo con Maoly, despertándome cada día para hacerla sonreír. Inclusive, vencí mis pudores y le escribí un poema espantoso que le sacó una sonrisa, creo que en Jerusalén. Pero nunca me dijo si esa poesía la había emocionado.

¡La conocía tan poco! Eso es lo malo de enamorarse de un nombre: su ausencia me generaba una incertidumbre atroz, y en un rapto de angustia terminé llamando a su sugerente hermana. Por teléfono, Nuala mostró su faz colaborativa con este amor en ciernes, aquejado de lejanías, y quedamos de vernos en el mismo pub. Esta vez llegó con una falda larga y sobria pero, al quitarse el abrigo, hubo como un ciclón de senos que me abismó a sus costas.
  
Mientras Plumis recorría mundo y orbitaba alrededor de sus ensoñaciones, Nuala me reconcilió con las epifanías de lo sólido, con el éxtasis de lo macizo, con el barroco de lo mullido. Cada día era un nuevo descubrimiento y, si bien ella era más reticente con estas cosas, comencé a llamarla “Copiosa mía”.

Neil Collins