No
se la veía bien, andaba distraída, como mareada, un poco perdida.
Hasta
hace poco pensaba que los años pasaban para todo el mundo, menos
para la abuela María. En tres semanas ella empezó a olvidarse de esos
hábitos de la vida cotidiana que la mantuvieron siempre
activa. Ya no tomaba su café con leche ni las tostadas con queso y dulce. Había
abandonado la vieja costumbre de contar los cubiertos cuando
terminábamos de comer –si faltaba uno, no dudaba en buscar
en la basura hasta encontrarlo–. Había dejado de preparar sus
platos de comida para dejar en la semana, “por las dudas”, cuestión
de que nada le faltara a cualquiera de los que nos aparecemos
por la casa, que con los años se convirtió en el corazón de toda una
familia.
Y
sí, es lógico, tiene 92 años, deberíamos pensar todos. Sin embargo, no hay
lógicas que alcancen en cuestiones del querer. Uno quiere y quiere así,
sintiendo.
Con
altibajos, comiendo menos cada día, usando una misma blusa durante una semana
entera (algo impensado para una señora coqueta como ella), la abuela
parecía no volver a ser la misma. Sin embargo, de vez en cuando,
aparecían esos gestos suyos como rayitos de sol.
Una
tarde fui a visitarla con una camisa azul que si bien era sencilla, no
era una camisa cualquiera. Estaba cosida a mano, tenía una tela
particular y buena como las de antes.
Cuando la abuela la vio, se iluminó, la quiso en
el instante, como una nena que quiere un chocolate. Vi el deseo en su rostro, y
el deseo de tenerla fue un gran indicio. Al día siguiente le
compré la misma camisa. Se la probó sin entusiasmo, pero cuando se
miró al espejo, le salió una sonrisa cómplice y socarrona, se reía ella
misma. Y así, de a poco, la abuela
volvió a recobrar las ganas. Una
mañana quiso ir a hacer las compras con
su nieta María, al mercado, donde todos la conocen. Otro día hizo pescado, gesto
que celebramos silenciosamente en la familia. También volvió a pelear
con uno de los bisnietos, Martino.
Había
abuela para rato.
Y
sí, tiene 92 años, pero es la abuela María, una institución, no
existe el tiempo en las cuestiones del querer.
Romina Grosso