Confieso que siento admiración por la manera en que los
compañeros del blog vienen encarando, de un tiempo a esta parte, las cosas del
amor. También hay compañeros del blog que no escriben, pero hablan. Hasta por
los codos. Y entre unos y otros relatos, en ese delicado espacio que van tejiendo
entre lo posible, lo imposible, lo deseado y lo deseable, cada relato construye
con nostalgia, con melancolía, con ternura y, a veces, con una irresistible
dosis de humor, una bellísima escena de amor.
La escena que voy a contar sucedió, al igual que las que se
han contado aquí, hace mucho, mucho tiempo. Podría haber elegido otra desde
luego, las hay más divertidas, más trágicas, más tiernas, más escandalosas,
aunque si de escándalos se trata (ayer mencionábamos esta palabra con uno de
los compañeros), de alguna extraña manera, esta tiene lo suyo.
Entonces, hace mucho, mucho tiempo, sucedió que, siendo una
chiquilla, estudiante de teatro en una compañía del barrio, me enamoré. No fue
exactamente un amor a primera vista porque al muchacho lo había visto un par de
veces y no le había encontrado “nada”. Una noche, este joven que tenía esa
cualidad de pasar desapercibido, subió al escenario y representó no sé qué
monólogo. Yo creo que el monólogo debió llamarse “para enamorar a la jovencita
del fondo a la derecha”, porque a medida que él hablaba, eso es lo que pasaba,
me enamoraba. Con bastante vergüenza, casi segura de que ese amor se me había quedado
escrito en la frente. Segura, por ende, también, de que todos los presentes se
habrían dado cuenta, lo estarían viendo ahí, aunque las luces de la sala estaban
apagadas y solo un par de focos alumbraban el escenario.
Me enamoré entonces, como se enamoran las chicas y los chicos
cuando son muy jóvenes. No entro a describir nada, renvío el lector a sus
propios amores, a sus propios recuerdos y también a los textos publicados aquí
por mis compañeros. Había, sin embargo, un pequeño tema. Un detalle. Casi nada.
El muchacho y yo (oh, ¡fatalitas!) teníamos cierta diferencia de edad. Diez añitos, qué son diez añitos… Pero siendo que yo era muy joven, cualquier
amorío podía ser tipificado como delito. Por cierto, no me hubiera importado delinquir…
si hubiera sabido cómo hacerlo… sin embargo… ¡ni cometer delitos sabía yo en ese entonces!
Por su parte, el muchacho alguna vez aclaró que él podía ser muchas cosas… “pero,
¿sabes? un desgraciado, no”.
Así pasaron varios años. Yo seguía enamorada y, lo que es
peor, no había forma de cumplir 18 años.
Nunca se nos vio de la mano, nunca nadie nos sacó una foto
caminando, besándonos, nunca nos peleamos, nunca nos reconciliamos, nunca
soñamos con casarnos ni con tener hijos, nunca tampoco se me ocurrió
preguntarle si me quería, nunca le dije que lo quería. Algo simplemente se
quedó ahí como viviendo en el espacio de una sala de teatro. La misma sala en
la que muy de vez en cuando compartíamos escenario.
Recuerdo que cuando eso sucedía, cuando por alguna disposición
del director, nos tocaba compartir escenario, entonces sí nos estaba permitido
mirarnos. El texto lo ponían otros. Era lindo representar cualquier escena,
cualquier diálogo, decir todas esas palabras escritas, aprendidas y dichas por
tantas bocas, por generaciones de actores, y así, amparados por ese texto
ajeno, descubrir el otro texto, el que no se dice, el que jamás se
confiesa. Y así, en medio de la escena más banal, pronunciar quién sabe qué
palabra (calle, puerto, pan) con la intención de un “nunca te voy a olvidar”.
Sucedió que un día llegó la hora de despedirse. También ocurrió
en un teatro, pero esa noche, todos los compañeros estaban adentro, en la sala,
actuando. Nosotros nos habíamos escapado, salimos a la calle, después de haber
jugado un rato en el hall. (Es cierto, es absolutamente cierto, jugamos: a los policías
y los ladrones… Uno de los dos cayó al piso cuando un balazo lo hirió de muerte).
Nos despedimos entonces. Yo tenía que irme. Lejos. Ahí fue que este querido
amigo me hizo una promesa. A su manera que era tosca. Una promesa. Que no
cumplió.
*
Me gusta pensar que esta historia de amor que no fue… encontró
la manera de ser (parafraseando a Borges… algo que la palabra [amor] no
nombra)...
*
Es cierto que la mayoría de las veces, las palabras de amor,
las que se afirman, las que se declaran, me tienen sin cuidado. Pero ay de las otras… Ay de las palabras banales
que ciertos días alguien deja caer sobre una mesa y que tienen más arrojo que cien
declaraciones de amor.
Cándida