Por el cabello. Es verdad. Al verte en la foto
recordé que ya te he visto
con el cabello más largo. Te prefiero como lo
tienes ahora,
corto y un poco alborotado.
(De una conversación
banal, entre buenos amigos)
Siempre aprecié el cabello corto en las mujeres. No
la melenita convenida, prolija, sino la cabeza más bien desafiante y
agresiva. Seguramente, secuela de un amor adolescente, de estudiantes.
Ella era delgada, alta, sus hombros estrechos, con
su delantal blanco, liso, su pelo castaño claro muy corto, peinado hacia un
costado con un poco de gel –gomina en ese tiempo–, de labios finos y rosados en
un rostro anguloso, y sus cejas un poco rojizas. Tenía un aspecto levemente
ambiguo, de adolescente andrógino. Venía desde Jonte y Artigas (supe después)
en el colectivo 163, el mismo al que subía yo, pero en Nazca y Avellaneda todos
los días, a la misma hora de la mañana. Íbamos hasta Rivadavia y Lacarra, en el
vecino barrio de Floresta, yo rumbo al colegio industrial donde cursaba mi
segundo año y ella a la escuela profesional que estaba detrás de mi colegio.
Recuerdo las primeras miradas con disimulo, los
primeros saludos con un pequeño movimiento de cabeza, y en los días siguientes
los "hola", "buen día", y las cuatro cuadras caminadas
juntos, adolescentes tímidos y silenciosos, hasta Alberdi, donde nos separábamos,
cada uno hacia su escuela. Primero fue un "chau". Un día fue
"chau" y apretar su brazo subrepticiamente –en ese tiempo los adolescentes
no se besaban al encontrarse o al despedirse, y menos en la calle– y otro
día, con el "chau", fueron las manos las que se
encontraron...
Y el fin de semana, eterno de ausencia, de angustia hasta que llegaba el lunes. Corría hacia la parada del colectivo, con el corazón que se me escapaba del cuerpo hasta que llegaba el vehículo, lo abordaba, sacaba el boleto y me volvía hacia el interior. Y allí estaba, parada, con su delantal blanco, almidonado, su cartera escolar, su cabello corto y en su rostro la línea de sus labios finos sonreían apenas. Pero sus ojos eran como una tempestad de alegría pudorosa y contenida.
Y el fin de semana, eterno de ausencia, de angustia hasta que llegaba el lunes. Corría hacia la parada del colectivo, con el corazón que se me escapaba del cuerpo hasta que llegaba el vehículo, lo abordaba, sacaba el boleto y me volvía hacia el interior. Y allí estaba, parada, con su delantal blanco, almidonado, su cartera escolar, su cabello corto y en su rostro la línea de sus labios finos sonreían apenas. Pero sus ojos eran como una tempestad de alegría pudorosa y contenida.
Livia era su nombre, sus padres eran inmigrantes
venidos del Ticino, un cantón de la Suiza italiana. Recuerdo aún hoy sus
pequeñas manos frágiles, rojas de frío y sus mejillas un poco paspadas, en el
invierno de 1956. Cuantas cosas primeras expresamos y nos dijimos, sin
palabras, tomándonos fugazmente las manos, frías las de ella, húmedas las mías,
para completar el "chau" mutuo con la voz íntima y trémula de
emoción.
Y un día fue su mano en mi mejilla y sus ojos de reflejos ámbar en los míos. Creo que ese día aprendí, para siempre, la ternura y la gratitud. Pero de eso me di cuenta mucho tiempo después.
Y un día fue su mano en mi mejilla y sus ojos de reflejos ámbar en los míos. Creo que ese día aprendí, para siempre, la ternura y la gratitud. Pero de eso me di cuenta mucho tiempo después.
elprofe