viernes, 30 de marzo de 2018

Los adioses (II)



Entre los adioses más emotivos que recuerdo, uno, una vez, en el andén de una estación de buses. Yo me quedaba, mi hermano se iba. No había nada terrible en ese adiós, sabíamos que volveríamos a vernos, pero también sabíamos otras cosas, aunque él era entonces muy joven. Sabíamos lo ingratas que pueden ser las distancias y lo que cuesta estar presente. Los esfuerzos que hay que desplegar para que no se rompan los lazos, esos mismos de los que hablaba el zorro (en El Principito). Recuerdo que intercambiamos miradas de complicidad cuando una señora gorda se sentó a su lado. (Uno suele ser cruel con las señoras gordas, es una de las muestras más claras de que nuestra almita deja mucho que desear). Pero en ese momento no me detuve a pensar tanto, sólo tenía ojos para mi hermano ya sentado en su lugar, yo desde el andén. Vi claramente el gesto que hizo. Ese gesto tan lindo, tan suyo, o quizás tan propio, en esos días, de los jóvenes que yo no conocía. El gesto que señala el corazón. Puño de la mano golpeando varias veces el pecho. Para indicar el lugar donde uno se va a quedar, de ahora en más. O sea, ahora que no te veré todos los días ni te llamaré para que almorcemos juntos (“y ven acá, cabro chico de miechica, ¡que se enfría el almuerzo!”). Recuerdo sí la impresión que me causó ese adiós. Quizás porque en esos años todavía tenía mucha conciencia de los adioses que no pudieron ser. Todas esas separaciones que, en nuestra historia, no tuvieron palabras, ni abrazos, ni últimas recomendaciones, ni un “te quiero”, ni gesto de la mano, ni nada.

Después vinieron los adioses más duros. Los otros. Como cualquiera que haya vivido un poco, perdí personas a las que quería. Extrañamente, por esto de las idas y venidas, rara vez asistí a los entierros. Los adioses se me dieron antes. Había que adivinar, entonces, lo que decían los ojos, las manos, las palabras. La mirada, sobre todo. Siempre hay, en estos casos, una última mirada. Y uno que es un poco actor, representa su mejor papel, a sabiendas de que el otro no se dejará engañar. ¿Quién no se despidió alguna vez así? (Lo digo sin intención de lastimar, ya lo sabes).

También están, claro, las despedidas  menos dramáticas. Aunque cuando uno es, precisamente, de naturaleza dramática… la visión de una amiga que tomará un avión y se despide desde un taxi que se adelanta… puede hacernos llorar. Lo mismo una amiga de la adolescencia que, en vísperas de un viaje tremendo, nos abriga en la cama como si uno fuera muy pequeño, y dice antes de salir: prométeme que, aunque nunca volvamos a vernos, me escribirás las cosas importantes de tu vida. Lo prometo. Promete tú también.

Y así pasa la vida y la muerte. Y las tantas vidas que a cada rato vuelven a salir al encuentro. Porque es cosa de no creer, que siempre aparezca gente nueva para querer.

Por todo esto o por cualquier otra razón que ahora no se me ocurre contar, no tolero las no-despedidas. No tolero que alguien se vaya sin despedirse. Exijo el respeto de cierto protocolo, cuando la vida o quien sea, decide separar a las personas. Y pienso que, hasta ciertas partidas, sin contenido dramático ninguno, deben anunciarse con al menos tres meses de anticipación y una cartita de notificación. Cartita que, en substancia, siempre dice lo mismo: me voy, no volveremos a vernos. “Favor enviar gato”, como dijera una amiga, que tiene estas cuestiones de protocolo bien resueltas.


 Antonia


Los adioses (I)

lunes, 26 de marzo de 2018

Dulce claridad





Dulce claridad de los ojos suyos clavados en lo alto. No hay cielo raso en la oscuridad. No hay estrellas en la oscuridad. No hay destello que no sea el de sus ojos abiertos rasgando la noche que se le viene encima. Oye un perro callejero. Oye el ruido de los coches tardíos yéndose, volviéndose. Ronquidos de una ciudad salvaje. Resaca de la fiesta que fue. Cacerolas sucias, entrechoques, platos que vuelan, catástrofes aéreas. Y en el pasillo de un hotel, diez puertas cerradas. Diez puertas lo condenan sin ninguna maldad. Pasos apresurados se deslizan por ese pasillo. Es una mujer. En fuga. Rubia y menuda. Se tiñe el pelo y lleva un sombrerito ladeado aunque no se usa. La mujer le gusta por eso. Porque es bella como no se usa. Gris el sombrero. Gris su traje. Rojos los labios. Afuera la espera la calle y la garúa. Afuera el mundo es un laberinto de galerías interminables. ¿Volverá? ¿No volverá? De haber escrito otra vez, él lo hubiese decidido. Volverá. “Mañana: nebulosidad parcial”. La radio transmite en la pieza continua.
¡Pena! ¡Pena! ¡Pena! Ronroneo de un pecho que aún respira. La botella ha ido a parar quién sabe dónde pero la cápsula sigue en su lugar. Le obstruye la garganta. Le roba la vida.
–Viejo, no te mueras.
¿Quién ha sido? Crucificado en el suelo, el hombre no puede moverse. Gotas gruesas de sudor corren por su frente. Sabe que está solo y es lo único que sabe. El piso de madera que parecía seguro, resultó ser incierto. También lo arrastra la tormenta. Lo sacude con furia. Se lo lleva mar adentro. Y él, que tanto gustó de los viajes, ahora siente miedo.  
–No te mueras, viejo. No nos dejes solos.
–¿Eres tú, Rose?
Rose está lejos. ¿Cómo podría escuchar su llamado? El rostro de su hermana le sonríe desde un tiempo ya pasado. En ese tiempo, Rose era una niña como cualquier otra. Melenita corta. Floreado el vestido. Vuelve a sentirse culpable. Malditas palabras que un día salieron de su boca. La palidez de Rose. Su incomprensión. Su ternura a pesar de todo. Hoy, en su propio cuarto de paredes blancas, Rose es una reina. Sentada en su trono, espera. ¿Quién ha de venir? 
–Viejo, es de noche y hace frío.
Acepta las voces. Nunca estuvo muy seguro de la existencia de Dios pero admite que también en eso pudo haberse equivocado. De haber estado seguro tal vez no hubiese escrito una sola palabra. En un mundo sin piedad y sin consuelo lo que no existe se inventa. Lucecitas de color tanto más cercanas que las estrellas. Fulerías. Belleza de pacotilla que cada cual puede tocar con su mano. En la ciudad ya adormecida la mano que se extiende se queda naufraga. Y el viejo se ahoga en su desesperación.
–No te mueras padre, madre, hermano.
Entonces los ve.
–¿Hannah? ¿Eres tú, Hannah?
–Sí viejo, soy yo.
Suaves acordes de guitarra irrumpen en la noche.
–¿Val? ¿Eres tú, Val?
–Sí viejo, soy Val.
 ¡Laura! Tom, Shannon. Son los rostros queridos de sus hijos. Son los rostros terribles de sus hijos. Son las manos que se abren buscándolo. ¡Ay! Manos torpes. El hombre aletea. Señala la garganta. Sabe que un solo golpe en la espalda lo puede salvar. Siluetas transparentes lo rodean. Pero por más que se avanzan no lo pueden tocar. Mira a sus hijos con ojos exorbitados. Fijos como los de un sapo. Bondadosos como los de un sapo. Ya resignados como los de un sapo cuando se alza el coro con su extraña canción de cuna.
–Hay quienes piensan que un dramaturgo viejo no vale nada. Hay quienes dicen “lo mejor ya pasó”. ¿Cómo lo saben? Y si así fuera, si ha de venir lo peor, ¿no hemos de acompañar a quien nos dio coraje? ¿No hemos de consolar a quien nos dio belleza? ¿No hemos de llorar a quien nos dio la vida?
Llanto de Hannah en la noche. Clamor de Val en la noche. Espanto de Carol en la noche. 
–No sirven, Ten. No sirven nuestras manos de papel. ¡Oh! Viejo cara de sapo, príncipe de las penumbras. Te vas y nosotros, como recortes de tu corazón, hemos de permanecer en el aire. La muerte no ha de venir por nosotros. Un Dios imperfecto nos hizo invulnerables. Volverá a levantarse el telón para que Blanche descienda de su tranvía, para que Laura observe el mundo con sus ojos de cristal, para que Lady vuelva a creer que un hijo le nace de las entrañas. Y vendrá el fuego y todo será cenizas. Y a pesar de las cenizas, volveremos a nacer.
Una lágrima sola sigue su recorrido. Va dejando su huella. Los ojos no parpadean por eso. Los ojos saben de lo inevitable.
En la pieza continua una radio transmite. “Mañana: nebulosidad parcial”. Por los pasillos del hotel se oyen los pasos de una mujer. Entra en el cuarto preciso. Se apoya en la puerta. No enciende la luz. Cabeza gacha se va secando la ropa con las manos. No sabe la mujer que con las manos no se seca la ropa. No absorben. Es así. Son muy pocas las cosas que pueden hacer las manos. El hombre sentado en la cama no apaga su cigarrillo. Piensa para sus adentros “otra vez”. Es ese “otra vez” lo que distingue. De haber tenido tiempo de pedir un último deseo, el viejo lo hubiese dicho:
–Dios, haz que venga el alba.
Tennessee pensaba que toda mañana era un triunfo sobre la noche. También pensaba que la crueldad gratuita es lo único imperdonable. Cada cual tiene sus creencias y éstas eran las suyas.


AGC