martes, 19 de junio de 2018

“Dudar de los triunfos y medir los fracasos”

Defensa y San Lorenzo

En este devenir de escritos donde venimos hablando del paso del tiempo –preferentemente apaciguado- y de los cafés, no me sorprende haberme topado con un libro raro de Alberto Mario Salas –otro más, aparte de “Crónica y diario de Buenos Aires: 1806-1807”-, libro en el cual va narrando a esta ciudad como si la fuese conquistando a fuerza de revelaciones acerca del río, los vientos, las calles –y una distinción para los “pasajes”-, el centro, los barrios, los tranvías y, claro, sus cafés.  

Se trata de su “Relación parcial de Buenos Aires”, que pese a lo de “parcial” contiene bastantes elementos que aspiran a brindar una imagen total del universo porteño, de su cosmogonía y de su gente. Salas sabe que su empeño evocativo va en sentido contrario al espíritu comercial de una ciudad cuyo “rostro más definido e inmediato, es algo construido con una historia joven y local, las historias de una o dos generaciones, a lo sumo, negada a más añejos elementos, luchando con ellos”. Los hechos quedan sepultados bajo el trepidar de lo inmediato y, de ese modo, “las Invasiones Inglesas, el aceite hirviendo desde las azoteas, las mujeres belicosas y el famoso 71, parecen ir perdiendo terreno, junto con las balas en Santo Domingo, para ir ubicándose definitivamente en la historia”. Una historia que ya no interpela a nadie.

Aunque no siempre estemos de acuerdo con sus observaciones, hay que reconocer que Salas no es de los que desisten, ni de los que se dejan correr por ajenos afanes. Por algo cita a Thoreau (“Nada puede ser más útil a un hombre que la decisión de no permitir que le den prisa”), y rescata a los viejos tranvías cuando “la velocidad y el estado de las vías proporcionan al vehículo un compás peculiar y cambiante en cada calle. Le dan el vaivén del sueño y del ensueño, cuando es posible, cuando se viaja en estado de beatitud y proporcionan una frase que se repite en la abstracción de un recuerdo o en la necesidad de una esperanza (…) Son esos momentos casi milagrosos, misteriosos, en que apena abandonar el tranvía, llegar a destino”. Si aquí no hay una sociología del pausado traslado urbano, pues entonces quién la tiene…

Algo similar ocurre cuando habla de los barrios, “lugares en que la vida, aunque cueste creerlo, está siempre relatada por la letra de algún tango, en la cadencia de una voz, la nostalgia de tiempos y amores idos”.

Pero, sin dudas, su añoranza más alta es la de los cafés, “el lugar concreto de la nostalgia, el de volverse para adentro cuando se está solo, en el momento de los recuerdos, de dudar de los triunfos y de medir los fracasos, mientras se revuelve el café disolviendo el azúcar”. Salas recorre sus antecedentes, y tipifica sus distintas modalidades desde la pulpería en adelante, pero concluye por decir que “lo que define a la institución con más lealtad es su tiempo, el tiempo del café”. Veamos:

“El café puede ser la negación del tiempo, o si se quiere, su libre disponibilidad, sin retaceos ni urgencias (…) Es evidente que el tiempo posee en el café un valor propio, difuso e inesperado (…) Lo mide la amistad, la conversación, la polémica sobre recientes erudiciones o el simple deseo de soledad y quietud. El café, en su más pura expresión, es el lugar del hombre que no mide el tiempo, de los hombres que vulgarmente son denominados haraganes, despreocupados, y que, por una incalificable degeneración de la palabra, algunos designan con el vocablo ‘criollos’ (…) El hombre que frecuenta el café es hombre que entrega su posesión más difícil, su tiempo. Va contra el tiempo ‘útil’ de los otros, el tiempo victorioso de las cuentas bien sumadas, de la propiedad y las inmediatas conquistas del confort”.

Escrito en 1951, este texto no incluye a las mujeres que también entregan al café su posesión más difícil: su propio tiempo, “sin retaceos ni urgencias”, para estar consigo mismas de un modo particularmente intenso. Esto me lo enseñó Moni, quien supo cultivar todas las facetas de su “libre disponibilidad”, sola o acompañada, del tiempo del café.
             
Carlos Semorile

lunes, 18 de junio de 2018

Lentitud


Los musulmanes usan a menudo un dicho: “la gente apurada es gente muerta”. En realidad, más que un dicho, es una sentencia que repiten –con cierto desdén- a los occidentales que visitan los países árabes y que reclaman porque todo demora más de lo que tenían presupuestado. 

A diario, me voy al trabajo caminando. Cruzo la Plaza de Armas y dos calles peatonales. Pero entre medio, me toca pasar por un par de arterias bastante transitadas. La gente tiende ahí a aprovechar, cuando no se ve automóvil alguno a varios metros, de atravesar corriendo aunque el semáforo esté para uno en rojo. A veces yo también lo hago, pero otras veces espero tranquilamente que se me dé la luz verde. Hoy, a mi regreso a casa, cuando estaba justo en la esquina de Ahumada con Compañía, resultó que estaba en rojo y tenía para rato. No venía nada por la pista, pero yo estaba algo cansada, así que decidí esperar. Como faltaba bastante, se me ocurrió mirar hacia la plaza. Y se produjo un momento casi milagroso. El paisaje era una divinidad. Era justo esa hora en que todavía está de día, pero el alumbrado público está encendido como si fuera de noche. Los árboles, los edificios –la Catedral, el Correo, la Municipalidad-, destacaban del cielo como esos libros infantiles que traen figuras recortadas que se despliegan en cada página y forman una suerte de maqueta. Fue tal la conmoción que cuando volví a la realidad, ya podía seguir andando y eso hice, algo melancólica porque ese atardecer quedaba atrás. 

Recordé que a mediados de los 90´, había leído una novela de Milan Kundera: “La lentitud”. Comienza con una pareja que viaja en automóvil para pasar una velada placentera en un castillo transformado en hotel. Uno de esos tantos castillos transformados en hotel que existen en Europa. La carretera, la velocidad, la imprudencia de los conductores, comienzan a generar en el protagonista una serie de preguntas acerca del aceleramiento de la vida. Por el espejo retrovisor observa otro vehículo que lleva rato intentando pasarlo desesperadamente. Transporta a un hombre (al volante) y a una mujer. Se pregunta entonces por qué el tipo no aprovecha ese recorrido para contarle a ella algo divertido. Por qué no coloca su mano sobre su rodilla, en lugar de ambos obsesionarse –amargados, fastidiados- con el conductor que va adelante. Se pregunta por qué “desapareció el placer de la lentitud”. Adónde se fueron los “vagos de antaño, los héroes holgazanes de las canciones populares.” Recuerda un proverbio checo que explica que el ocioso no se aburre porque está contemplando las ventanas de Dios. Es feliz. Así como dichoso es el hombre islámico que no tiene prisa. 

De un modo u otro, muchas personas hoy en día quieren hacer algo para que el mundo sea un lugar mejor. No tienen muy claro cómo. Sienten que están solas. Que el entorno entero es demasiado adverso. Sin embargo, desean hacer algo, aunque sea mínimo. Tengo una amiga dedicada a rescatar gatos. Otra, que ha tomado como una cruzada el lema de “Cero basura”. Tan en serio que fabrica su propia pasta de dientes con elementos naturales y reutilizables. Ambas motivaciones me interpretan, aunque las apoyo con suma pasividad. Pero hoy se me ocurrió que quizás existía una vía para mí de ser de algún modo insurrecta: ir lento. No es una idea genial ni innovadora. De hecho, un famoso chef propuso –y vende- hace ya algunos años el concepto de slow food para contrarrestar la tan nociva nutricionalmente fast food. Pero yo no quiero hacer ningún negocio rentable ni menos pretendo generar una revolución. Sólo quiero que muchos agobios –impuestos, triviales, despiadados- se hagan a un lado y que no entorpezcan lo que realmente me importa: maravillarse con la vida cada día. 


Valeria Matus

jueves, 14 de junio de 2018

Fragmento de lectura


“Muchos, muchísimos siglos, entendimos que leer era leer en voz alta. Después nos fuimos olvidando mientras aprendíamos a leer en silencio y allí, seguramente por una falta de práctica, se nos fue desafinando el oído, hasta llegar a creer que con los ojos ya alcanzaba. Nada más falso. La literatura es una música que debe ser escuchada”.


Gustavo Roldán

Para encontrar un tigre.
La aventura de leer