martes, 26 de junio de 2018
martes, 19 de junio de 2018
“Dudar de los triunfos y medir los fracasos”
Defensa y San Lorenzo |
En este devenir de escritos donde venimos hablando del paso del tiempo
–preferentemente apaciguado- y de los cafés, no me sorprende haberme topado con
un libro raro de Alberto Mario Salas –otro más, aparte de “Crónica y diario de Buenos Aires: 1806-1807”-, libro en el cual va
narrando a esta ciudad como si la fuese conquistando a fuerza de revelaciones
acerca del río, los vientos, las calles –y una distinción para los “pasajes”-,
el centro, los barrios, los tranvías y, claro, sus cafés.
Se trata de su “Relación
parcial de Buenos Aires”, que pese a lo de “parcial” contiene bastantes
elementos que aspiran a brindar una imagen total del universo porteño, de su
cosmogonía y de su gente. Salas sabe que su empeño evocativo va en sentido
contrario al espíritu comercial de una ciudad cuyo “rostro más definido e inmediato, es algo construido con una historia
joven y local, las historias de una o dos generaciones, a lo sumo, negada a más
añejos elementos, luchando con ellos”. Los hechos quedan sepultados bajo el
trepidar de lo inmediato y, de ese modo, “las
Invasiones Inglesas, el aceite hirviendo desde las azoteas, las mujeres
belicosas y el famoso 71, parecen ir perdiendo terreno, junto con las balas en
Santo Domingo, para ir ubicándose definitivamente en la historia”. Una
historia que ya no interpela a nadie.
Aunque no siempre estemos de acuerdo con sus observaciones, hay
que reconocer que Salas no es de los que desisten, ni de los que se dejan
correr por ajenos afanes. Por algo cita a Thoreau (“Nada puede ser más útil a un hombre que la decisión de no permitir que
le den prisa”), y rescata a los viejos tranvías cuando “la velocidad y el estado de las vías proporcionan al vehículo un
compás peculiar y cambiante en cada calle. Le dan el vaivén del sueño y del
ensueño, cuando es posible, cuando se viaja en estado de beatitud y
proporcionan una frase que se repite en la abstracción de un recuerdo o en la
necesidad de una esperanza (…) Son esos momentos casi milagrosos, misteriosos,
en que apena abandonar el tranvía, llegar a destino”. Si aquí no hay una
sociología del pausado traslado urbano, pues entonces quién la tiene…
Algo similar ocurre cuando habla de los barrios, “lugares en que la vida, aunque cueste
creerlo, está siempre relatada por la letra de algún tango, en la cadencia de
una voz, la nostalgia de tiempos y amores idos”.
Pero, sin dudas, su añoranza más alta es la de los cafés, “el lugar concreto de la nostalgia, el de
volverse para adentro cuando se está solo, en el momento de los recuerdos, de
dudar de los triunfos y de medir los fracasos, mientras se revuelve el café
disolviendo el azúcar”. Salas recorre sus antecedentes, y tipifica sus
distintas modalidades desde la pulpería en adelante, pero concluye por decir
que “lo que define a la institución con
más lealtad es su tiempo, el tiempo del café”. Veamos:
“El café puede ser la
negación del tiempo, o si se quiere, su libre disponibilidad, sin retaceos ni
urgencias (…) Es evidente que el tiempo posee en el café un valor propio,
difuso e inesperado (…) Lo mide la amistad, la conversación, la polémica sobre
recientes erudiciones o el simple deseo de soledad y quietud. El café, en su
más pura expresión, es el lugar del hombre que no mide el tiempo, de los
hombres que vulgarmente son denominados haraganes, despreocupados, y que, por
una incalificable degeneración de la palabra, algunos designan con el vocablo
‘criollos’ (…) El hombre que frecuenta el café es hombre que entrega su
posesión más difícil, su tiempo. Va contra el tiempo ‘útil’ de los otros, el
tiempo victorioso de las cuentas bien sumadas, de la propiedad y las inmediatas
conquistas del confort”.
Escrito en 1951, este texto no incluye a las mujeres que también
entregan al café su posesión más difícil: su propio tiempo, “sin retaceos ni urgencias”, para estar
consigo mismas de un modo particularmente intenso. Esto me lo enseñó Moni,
quien supo cultivar todas las facetas de su “libre
disponibilidad”, sola o acompañada, del tiempo del café.
Carlos Semorile
lunes, 18 de junio de 2018
Lentitud
Los musulmanes usan a menudo un
dicho: “la gente apurada es gente
muerta”. En realidad, más que un dicho, es una sentencia que repiten –con
cierto desdén- a los occidentales que visitan los países árabes y que reclaman
porque todo demora más de lo que tenían presupuestado.
A diario, me voy al trabajo
caminando. Cruzo la Plaza de Armas y dos calles peatonales. Pero entre medio,
me toca pasar por un par de arterias bastante transitadas. La gente tiende ahí a
aprovechar, cuando no se ve automóvil alguno a varios metros, de atravesar
corriendo aunque el semáforo esté para uno en rojo. A veces yo también lo hago,
pero otras veces espero tranquilamente que se me dé la luz verde. Hoy, a mi
regreso a casa, cuando estaba justo en la esquina de Ahumada con Compañía,
resultó que estaba en rojo y tenía para rato. No venía nada por la pista, pero
yo estaba algo cansada, así que decidí esperar. Como faltaba bastante, se me
ocurrió mirar hacia la plaza. Y se produjo un momento casi milagroso. El
paisaje era una divinidad. Era justo esa hora en que todavía está de día, pero
el alumbrado público está encendido como si fuera de noche. Los árboles, los
edificios –la Catedral, el Correo, la Municipalidad-, destacaban del cielo como
esos libros infantiles que traen figuras recortadas que se despliegan en cada
página y forman una suerte de maqueta. Fue tal la conmoción que cuando volví a
la realidad, ya podía seguir andando y eso hice, algo melancólica porque ese
atardecer quedaba atrás.
Recordé que a mediados de los 90´, había
leído una novela de Milan Kundera: “La
lentitud”. Comienza con una pareja que viaja en automóvil para pasar una
velada placentera en un castillo transformado en hotel. Uno de esos tantos
castillos transformados en hotel que existen en Europa. La carretera, la
velocidad, la imprudencia de los conductores, comienzan a generar en el
protagonista una serie de preguntas acerca del aceleramiento de la vida. Por el
espejo retrovisor observa otro vehículo que lleva rato intentando pasarlo
desesperadamente. Transporta a un hombre (al volante) y a una mujer. Se
pregunta entonces por qué el tipo no aprovecha ese recorrido para contarle a
ella algo divertido. Por qué no coloca su mano sobre su rodilla, en lugar de ambos
obsesionarse –amargados, fastidiados- con el conductor que va adelante. Se
pregunta por qué “desapareció el placer
de la lentitud”. Adónde se fueron los “vagos
de antaño, los héroes holgazanes de las canciones populares.” Recuerda un
proverbio checo que explica que el ocioso no se aburre porque está contemplando
las ventanas de Dios. Es feliz. Así como dichoso es el hombre islámico que no tiene
prisa.
De un modo u otro, muchas personas
hoy en día quieren hacer algo para que el mundo sea un lugar mejor. No tienen
muy claro cómo. Sienten que están solas. Que el entorno entero es demasiado
adverso. Sin embargo, desean hacer algo, aunque sea mínimo. Tengo una amiga dedicada
a rescatar gatos. Otra, que ha tomado como una cruzada el lema de “Cero basura”. Tan en serio que fabrica
su propia pasta de dientes con elementos naturales y reutilizables. Ambas
motivaciones me interpretan, aunque las apoyo con suma pasividad. Pero hoy se
me ocurrió que quizás existía una vía para mí de ser de algún modo insurrecta:
ir lento. No es una idea genial ni innovadora. De hecho, un famoso chef propuso
–y vende- hace ya algunos años el concepto de slow food para contrarrestar la tan nociva nutricionalmente fast food. Pero yo no quiero hacer
ningún negocio rentable ni menos pretendo generar una revolución. Sólo quiero
que muchos agobios –impuestos, triviales, despiadados- se hagan a un lado y que
no entorpezcan lo que realmente me importa: maravillarse con la vida cada día.
Valeria Matus
jueves, 14 de junio de 2018
Fragmento de lectura
“Muchos, muchísimos siglos, entendimos que leer era
leer en voz alta. Después nos fuimos olvidando mientras aprendíamos a leer en
silencio y allí, seguramente por una falta de práctica, se nos fue desafinando
el oído, hasta llegar a creer que con los ojos ya alcanzaba. Nada más falso. La
literatura es una música que debe ser escuchada”.
Gustavo Roldán
Para encontrar un tigre.
La aventura de leer
Suscribirse a:
Entradas (Atom)