Claudio Gorrochategui (1917-1991) - Bar La Perla |
Desde que impera la dictadura del aire acondicionado, los cafés de Buenos Aires han perdido aquellos ventanales que podían ubicarse en diferentes alturas, mediante un sistema de pestillos de bronce muy similar al de las ventanas de los antiguos trenes y subterráneos. A veces era fácil subirlos un “peldaño” más, pero en ocasiones había que pedirle ayuda al mozo, cuya sapiencia al respecto solía ser proverbial.
Acodados en las bases de madera de aquellos soberbios ventanales,
uno podía darse del lujo de estar tanto adentro como afuera de los bares, atento
tanto al fluir de la pequeña comunidad que se daba cita en el café, como al
latido de la ciudad, que es una manera por demás eufemística de decir que era
posible sacar medio cuerpo por la ventana para seguir los cimbreantes taconeos
de ciertas generosas señoritas.
Pero no se trataba tan sólo de faldas: cuando todavía no estaba
fuertemente obstaculizado el consumo del tabaco, era posible que un transeúnte
le pidiese fuego a un parroquiano, un hábito de carácter solidario, cuando
todavía los pitadores no eran una secta en vías de extinción. Asimismo, era
común que unos y otros se pidiesen precisiones horarias porque nadie se fiaba
de los relojes, un hecho que dice bastante acerca de que hemos perdido mucho
más que tiempo.
Cualquiera que haya sido habitué de aquellos antiguos bares, sabe
que el transcurrir del tiempo era perceptible –casi tangible- a partir de
ciertas señales: la llegada o la partida de ciertos personajes, o de ciertos
grupos, que ocupaban siempre las mismas mesas, la intensificación del tránsito
a determinadas horas, la variable intensidad de la luz, el sugerente olor de
los tostados, o el cambio de turno de los mozos.
Cuando jóvenes, solíamos reunirnos en alguno o en varios de estos
cafés porque ése es el lugar que siempre ha albergado a todos los conspiradores
que han sido y serán. Nuestra revuelta era modesta, pero era mucho más de lo
que nos hubiésemos atrevido a soñar en plena Dictadura: juntarse, perder las
horas, hacer amigos, compartir lecturas, hacer y recibir confidencias,
enamorarnos y amanecer en los bares.
No logro rememorar de dónde sacábamos el dinero para solventar
tantas horas de cafés compartidos, tantas pizzas ídem, y tantas Quilmes
Imperial que preferíamos por sobre todas las demás. Tuvimos, éso sí, la fortuna
de que el barrio tuviese una pizzería que era más un antro que otra cosa. Se
llamaba “San Cayetano”, y si bien jamás nos sirvió para conseguir trabajo, al
menos no nos rompían la cabeza.
“Caerse” por allí era uno de los modos posibles de encontrarse
cuando todavía nadie estaba “conectado” a nada, pero “San Cayeta” entibiaba los
lazos y patrocinaba nuestros delirios. Es tan frágil la memoria cuando se la
fuerza, que apenas si recuerdo algunos rostros y algunos “restos” de
conversaciones que en su momento nos parecían trascendentes e irrevocables, lo
cual -desde luego- forma parte del destino de los cafés: cobijar las charlas y
hacer que alcancen su cenit.
Podría pensar inclusive que me inventé todos aquellos encuentros y
aquellas bandadas de amoríos en ciernes, si no fuera por una nota que una noche
escribimos a seis manos en una servilleta, como una suerte de advertencia que
nuestra juventud quiso enviar como mensaje hacia los años de la futura y lejana
madurez: “La exigencia lleva al suicidio”.
Carlos Semorile