La primera noticia que tuve de la existencia de un tal José
Gabriel, fue a través de un reportaje a Buenaventura Luna en el diario Crítica en 1945. Allí, Luna lo rescataba
como uno de los pocos intelectuales argentinos que no abonaban “la falta de fe en nosotros mismos y un sentimiento
de inferioridad que nos hace subalternizar siempre la propia obra a los modelos
extranjeros”. Su nombre me quedó sonando…
Años más tarde, leyendo la Vida
de Scalabrini Ortiz de Norberto Galasso, supe que José Gabriel se había
acercado a lo nacional “leyendo a Trotsky”. Semejante proeza corroboraba el juicio de Buenaventura: Gabriel no se
ataba a modelos extranjeros. Ya en 1935, había escrito: “¡Ingleses civilizadores y canallas! Su isla es modelo, dicen, de
civismo y bienestar. Dan al mundo ejemplo de equilibrio político y vivir pleno.
Pero en el extranjero envilecen todo lo que tocan… Porque para Inglaterra el
mundo es su enemigo o su factoría. Y en una factoría no puede haber dignidad ni
del amo ni del esclavo”. Retomaba lo dicho por el Inca Yupanqui: “Un pueblo que oprime a otro no puede ser
libre”.
Nunca más me lo crucé en ningún
texto, ni redimido tan siquiera por una cita. Hasta que hace poco tuve la dicha
de leer un reportaje a Guillermo Korn, entrevista en la cual se mencionaba su
trabajo sobre textos de José Gabriel dedicados al tema del lenguaje, “De leguleyos, hablistas y celadores de la lengua”. Como
dice Korn, dentro de los valiosos trabajos académicos que recopilan los debates
en torno al “idioma nacional de los argentinos”, no hay ni una sola mención a
los aportes de Gabriel. Como el propio Luna, es un “olvidado” que no forma
parte del panteón oficial. Y dado que no se lo conoce, no se lo valora.
Contra la opinión de muchos
“chamuyadores” que postulaban que el castellano que hablamos los argentinos es
una deformación de la lengua que se hablaba en España, Gabriel sostenía que “el idioma de Cervantes
que se nos quiere presentar como modelo es –por gracia de Dios- el idioma de
los rústicos españoles, de los arrieros brutales, de los cautivos argelinos, de
los forzados en galeras, de toda el hampa suelta y encarcelada de Sevilla”. Y con ejemplos tomados del propio “Don Quijote”, demostraba que los labriegos que llegaron a estas
pampas olvidadas mantuvieron unas formas de decir y de hablar muy propias y, a
la vez, muy diversas a las que empleaban las castas burocráticas que arribaron
a otras ciudades bastante más ricas, pero también más estratificadas y mucho
más sujetas a un mundo de rígidas jerarquías.
Por esa razón, pese a haber
adherido a la Revolución del 4 de Junio de 1943, se retobó cuando algunos
trasnochados comenzaron a perseguir las expresiones lunfardas del tango, y en
particular a Niní Marshall por su deslenguada Catita: “¿Por qué escribo yo estas líneas? Algún día, pasados los años,
cumplido el progreso que tiene que venir, volverán a ser leídas y se dirá: Pero
¿era necesario ponerse a escribir para demostrar que el sol sale de día y la
luna de noche?... Y sin embargo, es necesario hoy en la Argentina esta insigne
perogrullada (…) Necesitamos mucho más, necesitamos el 4 de junio de la
cultura”.
Cuando leo esta última frase, sigo creyendo que nuestros mejores
escritores son, también -y aunque no se lo propongan-, filósofos, sociólogos,
pensadores, políticos, antropólogos, estadistas y profetas. Busquen el
formidable libro de Korn y vayan al encuentro de las reflexiones de José
Gabriel en torno al fenómeno de la “civilización”, y vean cómo valoriza nuestro
propio origen rural como sino de nuestra existencia colectiva: “Conocemos el desdén de los civilizados”.
Y agrega: “Pero no nos asusta”. Lo cual me recuerda aquel dictamen de
Buenaventura Luna, cuando decía: “Una
forma de civilización puede derrumbarse, y se derrumba; pero la cultura no. A la larga el hombre
siente la necesidad de buscarse en lo nacional, en sus cantares y en sus coplas”. Y en sus profetas que suelen ser, a la vez, eruditos y populares.
Carlos Semorile