Villejuif, otoño 2016
Ahora que había llegado seguramente se
relajaría. Pero comenzaría el dolor. ¿Sensación..? Difuso, constante, en ningún
lugar preciso del cuerpo sino en su alrededor, como si doliera el aire de su
contorno. Lo combatiría con el trabajo físico, que se siente en los músculos,
las manos brazos cintura muslos. Aliviaría de lo otro, que lo atristaba.
Despeja el camino que atraviesa el jardín,
llena cuatro grandes bolsas con hojas caídas, de bellos colores. Decide dejar
las que cubren la hierba unos días más y comienza a podar la higuera desnuda,
desmesurada.
Amaba esa época del año. El frío comenzaba a
ser intenso, caía temprano el sol de fin de otoño -ya no subía mucho- y pegaba en
los ojos, molesto. Y si no, era la lluvia y los grises, o el viento del este y
la nieve y con ésta el silencio. Y la blancura del jardín por las mañanas y las
huellas de gatos, pájaros y otros transeúntes de la noche y el amanecer, el
olor de la leña y el humo de la chimenea contra el cielo. Ahora, sin la mirada
honda de ella, nada era igual ni asombroso en ese suburbio europeo. Como que la
belleza, lo que late en las cosas no existiera. Se dio cuenta de eso antes de
regresar...
Buenos Aires, un domingo bello, fresco y
soleado de primavera. Salió muy temprano al silencio matinal, huyendo de una
noche de mal dormir, para entrar a lo que consideraba el peor día de la semana.
Sin decidirlo especialmente se encontró andando en la ciudad, atravesando los
barrios de la infancia -Floresta, San José de Flores- en los que algunas de sus
calles se conservaban agradablemente intactas.
Caminó un buen rato, cuestión de ordenar sus
ideas. Tomó por la calle Avellaneda , desde Nazca hasta Acoyte, dobló por ésta
y marchó hacia Rivadavia. Cuando llegó, dobló a la izquierda decidido a visitar
el Parque, distante 200 m. Entró. Los ajedrecistas ya estaban jugando, se
detuvo a observar las distintas partidas en silencio. Luego los viejos discos y
libros en sus escaparates y mesas, llenas de todo lo que se puede imaginar; los
libreros amables u oscos, siempre buenos informantes, un par de parrillas que
comenzaban a humear... Se quedó un buen momento en eso, sin noción del tiempo,
como perdido y disimulando su situación ante él mismo, ya que nadie lo
observaba; marchó con parsimonia entre las flores, los árboles diversos
ferozmente frondosos, los niños que correteaban alegremente bajo el sol y sus
padres que los vigilaban.
Llegó a una de las salidas sobre Rivadavia, reconoció
le pequeña calle, Florencio Balcarce, y en la ochava norte el bar "El
coleccionista"; cruzó la avenida descuidado, solo oyó el insulto de un
ciclista que lo evitó, sintió que no tenía la menor importancia. Llegó al bar,
se acercó a una de las ventanas, miró dentro como buscando...
Se sintió angustiado. Y un idiota. Mientras
giraba y retornaba por Rivadavia lentamente pero con paso seguro hacia el
oeste, pensaba ¿por qué toda esa banalidad? Pensó que el aspecto de las cosas
siempre es el mismo. La carga emotiva o estética, o su falta, depende de la
mirada. La mirada solitaria, la mirada de los otros, la mirada compartida con
alguien, para bien o para mal. Por eso nunca se perciben de igual manera las
cosas que conocimos otra vez. Todo lo determina la mirada diversa...
Descendió, guardó la escalera, las
herramientas, los guantes, puso a calentar agua en el mechero a gas que tenía
en el pequeño atelier, y preparó el mate. Pensaba cómo hacer para convivir con
esa obsesión dulce, instalada en él. ¿En su cabeza? Y sí, no era en el corazón,
como siempre se relató y se dio como ejemplo de tragedia, drama o comedia. Era
en el pensamiento, siempre allí, durante el día, durante la noche. Le hablaba,
discutía con ella. Si leía, o escribía, o hacía su oficio, siempre estaba. Era
como tener dos o más percepciones simultáneas, paralelas, perfectamente
separadas . Una percepción del afuera de sí, que captaba con sus sentidos todo
lo que pasaba en su exterior, para ser inmediatamente analizado, y poner en
movimiento todo el aparato sensorial, provocar las reacciones correspondientes:
miedo, alegría , perplejidad, odio, asombro, curiosidad, aburrimiento,
ansiedad, etc. Y la otra percepción, la de no estar solo, sino con ella
instalada dentro de él, en su cabeza, testigo ella, observadora de toda su
percepción y las reacciones que producía en él, callada, absolutamente activa
en su observar, atenta, pero sin un gesto, sin opinión, sin reacción... ¿Como
constatando..? Estaba allí, porque él la llevaba, estaba con él porque era su
deseo, porque no quería olvidar. Convivía con esa "obsesión dulce"
porque lo deseaba intensamente, sin drama, sin grandes gestos, sin sufrimiento
ni alegría, pero firmemente, porque de otra manera no podía ir más allá, era
como que le faltaba un costado. Porque no estaba...
No concebía que la cuestión amorosa
fuera ni una batalla, ni una conquista, sino algo mucho más raro, intenso,
inevitable, profundo e improbable: un encuentro. Si no, es solamente atracción,
pasión, necesidad, cuestiones estas que pueden estar contenidas en un
encuentro. Pero que no lo son.
Pensaba que cuando alguien está en su
situación es porque no abandona, no puede abandonar, porque es traicionar la
capacidad de tener sentimientos muy anclados. Y ese sentimiento que porta en
él, que no es común, que se desploma sobre uno en muy contadas y excepcionales
ocasiones durante una vida, no se deja traicionar. Solo una palabra que
manifieste dulcemente o con hastío e indiferencia, con enojo, o hasta con sorna
pero claramente, puede decidir a "abandonar la partida".
Nunca el
silencio.
Nunca.
La tarde había declinado, solo un resplandor
al oeste, la noche y el frío se posaban sobre las cosas.
Cerró el atelier.
Entró en la noche.
elprofe, bar Atilano, Freire e Iberá