Defensa y San Lorenzo |
En este devenir de escritos donde venimos hablando del paso del tiempo
–preferentemente apaciguado- y de los cafés, no me sorprende haberme topado con
un libro raro de Alberto Mario Salas –otro más, aparte de “Crónica y diario de Buenos Aires: 1806-1807”-, libro en el cual va
narrando a esta ciudad como si la fuese conquistando a fuerza de revelaciones
acerca del río, los vientos, las calles –y una distinción para los “pasajes”-,
el centro, los barrios, los tranvías y, claro, sus cafés.
Se trata de su “Relación
parcial de Buenos Aires”, que pese a lo de “parcial” contiene bastantes
elementos que aspiran a brindar una imagen total del universo porteño, de su
cosmogonía y de su gente. Salas sabe que su empeño evocativo va en sentido
contrario al espíritu comercial de una ciudad cuyo “rostro más definido e inmediato, es algo construido con una historia
joven y local, las historias de una o dos generaciones, a lo sumo, negada a más
añejos elementos, luchando con ellos”. Los hechos quedan sepultados bajo el
trepidar de lo inmediato y, de ese modo, “las
Invasiones Inglesas, el aceite hirviendo desde las azoteas, las mujeres
belicosas y el famoso 71, parecen ir perdiendo terreno, junto con las balas en
Santo Domingo, para ir ubicándose definitivamente en la historia”. Una
historia que ya no interpela a nadie.
Aunque no siempre estemos de acuerdo con sus observaciones, hay
que reconocer que Salas no es de los que desisten, ni de los que se dejan
correr por ajenos afanes. Por algo cita a Thoreau (“Nada puede ser más útil a un hombre que la decisión de no permitir que
le den prisa”), y rescata a los viejos tranvías cuando “la velocidad y el estado de las vías proporcionan al vehículo un
compás peculiar y cambiante en cada calle. Le dan el vaivén del sueño y del
ensueño, cuando es posible, cuando se viaja en estado de beatitud y
proporcionan una frase que se repite en la abstracción de un recuerdo o en la
necesidad de una esperanza (…) Son esos momentos casi milagrosos, misteriosos,
en que apena abandonar el tranvía, llegar a destino”. Si aquí no hay una
sociología del pausado traslado urbano, pues entonces quién la tiene…
Algo similar ocurre cuando habla de los barrios, “lugares en que la vida, aunque cueste
creerlo, está siempre relatada por la letra de algún tango, en la cadencia de
una voz, la nostalgia de tiempos y amores idos”.
Pero, sin dudas, su añoranza más alta es la de los cafés, “el lugar concreto de la nostalgia, el de
volverse para adentro cuando se está solo, en el momento de los recuerdos, de
dudar de los triunfos y de medir los fracasos, mientras se revuelve el café
disolviendo el azúcar”. Salas recorre sus antecedentes, y tipifica sus
distintas modalidades desde la pulpería en adelante, pero concluye por decir
que “lo que define a la institución con
más lealtad es su tiempo, el tiempo del café”. Veamos:
“El café puede ser la
negación del tiempo, o si se quiere, su libre disponibilidad, sin retaceos ni
urgencias (…) Es evidente que el tiempo posee en el café un valor propio,
difuso e inesperado (…) Lo mide la amistad, la conversación, la polémica sobre
recientes erudiciones o el simple deseo de soledad y quietud. El café, en su
más pura expresión, es el lugar del hombre que no mide el tiempo, de los
hombres que vulgarmente son denominados haraganes, despreocupados, y que, por
una incalificable degeneración de la palabra, algunos designan con el vocablo
‘criollos’ (…) El hombre que frecuenta el café es hombre que entrega su
posesión más difícil, su tiempo. Va contra el tiempo ‘útil’ de los otros, el
tiempo victorioso de las cuentas bien sumadas, de la propiedad y las inmediatas
conquistas del confort”.
Escrito en 1951, este texto no incluye a las mujeres que también
entregan al café su posesión más difícil: su propio tiempo, “sin retaceos ni urgencias”, para estar
consigo mismas de un modo particularmente intenso. Esto me lo enseñó Moni,
quien supo cultivar todas las facetas de su “libre
disponibilidad”, sola o acompañada, del tiempo del café.
Carlos Semorile