Los musulmanes usan a menudo un
dicho: “la gente apurada es gente
muerta”. En realidad, más que un dicho, es una sentencia que repiten –con
cierto desdén- a los occidentales que visitan los países árabes y que reclaman
porque todo demora más de lo que tenían presupuestado.
A diario, me voy al trabajo
caminando. Cruzo la Plaza de Armas y dos calles peatonales. Pero entre medio,
me toca pasar por un par de arterias bastante transitadas. La gente tiende ahí a
aprovechar, cuando no se ve automóvil alguno a varios metros, de atravesar
corriendo aunque el semáforo esté para uno en rojo. A veces yo también lo hago,
pero otras veces espero tranquilamente que se me dé la luz verde. Hoy, a mi
regreso a casa, cuando estaba justo en la esquina de Ahumada con Compañía,
resultó que estaba en rojo y tenía para rato. No venía nada por la pista, pero
yo estaba algo cansada, así que decidí esperar. Como faltaba bastante, se me
ocurrió mirar hacia la plaza. Y se produjo un momento casi milagroso. El
paisaje era una divinidad. Era justo esa hora en que todavía está de día, pero
el alumbrado público está encendido como si fuera de noche. Los árboles, los
edificios –la Catedral, el Correo, la Municipalidad-, destacaban del cielo como
esos libros infantiles que traen figuras recortadas que se despliegan en cada
página y forman una suerte de maqueta. Fue tal la conmoción que cuando volví a
la realidad, ya podía seguir andando y eso hice, algo melancólica porque ese
atardecer quedaba atrás.
Recordé que a mediados de los 90´, había
leído una novela de Milan Kundera: “La
lentitud”. Comienza con una pareja que viaja en automóvil para pasar una
velada placentera en un castillo transformado en hotel. Uno de esos tantos
castillos transformados en hotel que existen en Europa. La carretera, la
velocidad, la imprudencia de los conductores, comienzan a generar en el
protagonista una serie de preguntas acerca del aceleramiento de la vida. Por el
espejo retrovisor observa otro vehículo que lleva rato intentando pasarlo
desesperadamente. Transporta a un hombre (al volante) y a una mujer. Se
pregunta entonces por qué el tipo no aprovecha ese recorrido para contarle a
ella algo divertido. Por qué no coloca su mano sobre su rodilla, en lugar de ambos
obsesionarse –amargados, fastidiados- con el conductor que va adelante. Se
pregunta por qué “desapareció el placer
de la lentitud”. Adónde se fueron los “vagos
de antaño, los héroes holgazanes de las canciones populares.” Recuerda un
proverbio checo que explica que el ocioso no se aburre porque está contemplando
las ventanas de Dios. Es feliz. Así como dichoso es el hombre islámico que no tiene
prisa.
De un modo u otro, muchas personas
hoy en día quieren hacer algo para que el mundo sea un lugar mejor. No tienen
muy claro cómo. Sienten que están solas. Que el entorno entero es demasiado
adverso. Sin embargo, desean hacer algo, aunque sea mínimo. Tengo una amiga dedicada
a rescatar gatos. Otra, que ha tomado como una cruzada el lema de “Cero basura”. Tan en serio que fabrica
su propia pasta de dientes con elementos naturales y reutilizables. Ambas
motivaciones me interpretan, aunque las apoyo con suma pasividad. Pero hoy se
me ocurrió que quizás existía una vía para mí de ser de algún modo insurrecta:
ir lento. No es una idea genial ni innovadora. De hecho, un famoso chef propuso
–y vende- hace ya algunos años el concepto de slow food para contrarrestar la tan nociva nutricionalmente fast food. Pero yo no quiero hacer
ningún negocio rentable ni menos pretendo generar una revolución. Sólo quiero
que muchos agobios –impuestos, triviales, despiadados- se hagan a un lado y que
no entorpezcan lo que realmente me importa: maravillarse con la vida cada día.
Valeria Matus