Es un día de otoño. Soleado. Casi podría ser un día de
primavera si no fuera por los colores, el cielo pálido, las hojas en la vereda
y en la terraza. El crujido de las hojas. Ese murmullo cada vez que el viento
las quiere llevar a pasear. Mi hija construye un mundo mágico usando un juego
al que no sé jugar. Presumo que no aprenderé. Presumo también que lo que hace
no es tan diferente de las cosas que me gustan. Imaginar otros mundos. Otros
destinos. Construir escenarios. Mientras mi hija, al igual que su tío
arquitecto, construye casas, en un rincón de la habitación leo a Gianni Rodari.
Pienso: qué suerte estar acá, con esta hija, con esta luz, con este libro, y
hasta con la Luna (la Luna es el perro). A cada rato siento la tentación de
subrayar el libro. Me pregunto porqué hace años cuando lo leí por primera vez,
pasé de largo, y ahora no. Ahora cada idea me parece un milagro. Tampoco lo
pienso mucho porque una cosa lleva a la otra. Sigo con el libro en las manos,
pero interrumpo la lectura. Viajo en mente. La imagen se impone como si fuera
un recuerdo. Me veo en una habitación de muebles antiguos, hay una chimenea, un
sillón grande. En ese sillón hay un hombre. Debe haber otras personas
alrededor. Pero yo no las veo. Solo veo al hombre que cuenta una historia.
Estoy sentada a su lado, en uno de esos asientos bajitos. Me apoyo en mis
rodillas y tengo la cara entre las manos. Me siento feliz. Me gusta estar ahí escuchando
al hombre. Se llama Dostoievski y es mi amigo. Lo mismo que el fuego en la
chimenea, esa idea crepita y cobija. Me hace sonreír. Pienso en esa fantástica
posibilidad que ofrecen los libros de poner en contacto personas que no
vivieron un mismo tiempo, un mismo lugar, los mismos acontecimientos, personas
de hablar distinto que a veces sienten igual. Parecido. Suficientemente
parecido como para que se cree un lazo. No debe ser casual que uno termine
llevando los libros abrazados de un lado a otro o que se duerma en esa posición
(no solamente con un libro entre las manos sino también como aferrado al cartón
y al papel). Me rio, me vuelvo a escapar, pienso en Tennessee, pienso en cuanto
lo he querido, pienso en esa frase tan suya sobre los desconocidos… y me dan
ganas de decirle que hay otro tipo de desconocidos. Los personajes, claro. Pero
también los escritores (que a lo mejor son personajes). Todos esos desconocidos
en quienes uno puede confiar. Pienso en lo que solían decir las abuelas (todavía
se escucha). “Cuidado m’hijita, no hable con desconocidos”. Yo soy experta en
hablar con desconocidos. Viajo con ellos, los visito y me visitan. A toda hora
siento la maravilla de su existencia y de la relación. Me pregunto: ¿qué
haríamos sin ellos? Sin esos perfectos desconocidos que a veces te tocan el
hombro y entablan conversación. Algunos, más atrevidos, te toman de la mano y
te llevan por callejones oscuros, por bosques, por pasadizos secretos y hasta
por las cloacas donde bajan los parias. Y cuentan, cuentan, cuentan.
Cándida