La mujer que se pintaba demasiado
es, además de un tipo de mujer, una excusa para hablar de ciertas cosas.
Anoche por una calle de mi barrio
tuve la ocasión de escuchar un breve intercambio entre dos mujeres. Una le
decía a la otra: “es que no podés, no podés, fíjate el color que se pone: rojo,
pero porqué tan rojo… loca, pará un cachito”. A lo que la otra acotaba: “bueno,
yo también me pinto como una puerta pero me visto como una monja... a mí no me
ves una teta (sic) ni de casualidad, tenés que pasar siete camisetas para ver
un teta”. El tema de la conversación –como se entenderá– era una tercera mujer.
Mujer ausente, que se pintaba demasiado.
Aunque no había bondad en el
intercambio, el asunto me causó gracia. Recordé esa época lejana en que por
ningún motivo me hubiera pintado, salvo en alguna ocasión especial y, aun así, apenitas.
Hasta que un día me crucé con Valeria (la mesma). Hacía un tiempo que no nos
veíamos. Me sorprendió. Es más: quedé maravillada. Porque hasta ese momento Valeria
había cultivado el mismo estilo pantruca que yo. O sea (para los que no tienen
la desdicha de haber probado ese plato) : palidez, languidez, incluso liquidez,
falta de colores, vocación a ser transparente y a fundirse con el entorno. Mi
amiga Valeria se presentó a esa cita arriba de unos tacos que parecían llegar
al cielo y pintada su carita con unos colores vistosos, especialmente sus
ojitos (oscuros) y sus labios (rojos, pero de un tono oscuro también). La metamorfosis
era total.
A los pocos días pedí permiso para
copiarla. Cosa que me era fácil por dos motivos. Uno: nos queremos mucho. Dos:
no vivimos en el mismo país. Valeria no solamente accedió a ser copiada sino
que me llevó de la mano al negocio de la calle San Diego donde se conseguía el
rouge con ese tono tan bonito.
Sin duda hay mujeres que dan qué
hablar y otras que se prestan a habladurías. También están las que no comentan pero –no
necesariamente es mejor– piensan. Yo, por ejemplo, no puedo evitar la
perplejidad ante ciertas cabelleras verdes, violetas o rosas. Vaya uno a saber
qué extraña fantasía se teje ahí. A menudo me pregunto si son tinturas que
salen mal o si el asunto está hecho exprofeso. ¿Puede ser que sea la marca de
una amiga, de un amigo? En mi caso, siempre fue así. En eso pensaba hoy mientras
trataba de encontrar el segundo arito fucsia. Porque no había nada que hacer:
el arito no aparecía y de chiquita me enseñaron que las cosas tienen que
combinar. Hábito que conservé durante mucho tiempo, hasta que un día La Gallega hizo
su aparición en nuestra vida (la vida de los habitantes de mi casa) y nos
mostró que ninguna ley podía evitar la coexistencia de un pantalón violeta con
una remera naranja, la pollera roja y la blusa verde (o cualquier otra libre
asociación de pilchas y colores). Fortalecida por el recuerdo de esta mujer arcoíris,
revisando estuches y escondites, recordé también que Romina no se pone dos
aritos iguales. No señor. ¿Para qué? Salvo que haya un motivo especial (a veces
lo hay), Romina equivoca los aros. Los equivoca como si fuera una mujer
enceguecida frente al espejo que no acierta modelos y colores. Romina es
siempre Romina en su conjunto y en sus detalles. Por eso, me resigné, incluso
con alegría. Como quien hace una travesura equivoqué yo también los aritos. De un
lado, uno largo (fucsia). Del otro, uno corto y violeta. Y un guiño en el espejo.
Sí, muy posiblemente, en estas
extrañas composiciones que improvisan algunas mujeres, hay que buscar la
huella de una amiga, de un amigo.
Años atrás tuve una amiga. Se
llamaba Alberto. Alberto, el pintor, solía contarme por teléfono toda
clase de aventuras. Algunas de ellas no eran historias para señoritas pero
Alberto me decía que me consideraba una hermana e incluso “un amigo”. De ahí
que yo también sintiera que él podía ser una amiga. Sobre todo cuando, en medio
de una historia o en alguna pausa, se le daba por revisar la fachada completa.
La mía. Así fue como una vez en un bar del bajo me dijo: “Estás triste. No
estés triste. De todas formas, principessa, te queda bien la tristeza”. Me
impresionaba en Alberto, esa mirada que todo lo transformaba en lienzo. Todo.
Absolutamente todo. Hasta el día de hoy sonrío cuando me acuerdo que la tristeza,
vista por Alberto, podía sacarse y ponerse lo mismo que un vestido.
Tiendo a pensar que, para bien o
para mal, en algunos gestos de las mujeres, vive mucha gente. Madres y abuelas,
tías y primas, padres, novios, maridos, etc. Pero sobre todo amigos, amigas. Algo
de ellos se hace presente en tal o cual detalle, exceso o carencia.
(La mujer que se pintaba demasiado
extrañaba quizás a sus amigos).
Cándida