¿Qué podría narrar del
viaje al Norte que sea como un destilado de haber vuelto a caminar sus calles,
a escuchar los tonos y los modos de la gente, o habernos extasiado ante sus paisajes
hechos de tiempo y silencio? En principio, que el trabajo del tiempo en la
naturaleza, y el trabajo de los hombres en el tiempo, son huellas y senderos
gracias a las cuales es posible habitar el mundo y vislumbrar una manera de
acontecer sin las habituales pretensiones de sobresalir y eternizarse. Un viejo
amigo decía que el problema de los viajes es que siempre volvemos al punto de
partida, y Buenos Aires trabaja para el olvido de todo lo que caminamos,
sentimos, pensamos y dialogamos allí donde se mixturan el entorno y la cultura.
¿Será por eso que soñé que buscábamos dónde mudarnos hasta que, feliz de la
vida, encontraba “una casita, muy linda y chiquita”, enclavada en la falda del
Cerro de los Siete Colores de Purmamarca?
La segunda cuestión que me
plantea este regreso al Norte es del orden de la memoria, la justeza de algunos
recuerdos y lo insólito de algunos olvidos. Por ejemplo, recorrer una y otra
vez las cuadras de Tilcara y no poder hallar el hotel donde nos hospedamos hace
30 años: nos aseguran que está, que es tal y cual, pero no, no es ése que nos
dicen; y dónde deberíamos buscarlo si desde allí corrimos como poseídos, y
corriendo cruzamos el puente hasta llegar a la ruta porque no nos despertaron y
perdimos el micro y salimos a la caza de otro ómnibus que nos llevara a San
Salvador. O caminar por la placita de Humahuaca guiados por un providencial
“aparecido” y, como el primer día, volver a emocionarnos ante el hermoso y
significativo Monumento a los Héroes de la Independencia. O encontrar, de
chiripa, el hotel desde el que cada noche salía emponchado a otear el cielo
para tratar de ver la estela del cometa Halley.
¿Cómo pude olvidar tantas
cosas y sin embargo mantener un recuerdo tan vívido de Purmamarca, donde solo
estuvimos de paso porque el chofer tenía que orinar? Es misterioso que haya
recordado que en aquellos años los ómnibus se estacionaban frente a la plaza (algo
que, sin nosotros preguntarlo, nos confirmó un vendedor de artesanías), pero es
más misterioso aún que siendo apenas un joven fuese capaz de percibir ya no la
indudable belleza del pueblo, sino el modo en que los colores de sus cerros se
me metieron en el alma y desde entonces anduve queriendo volver. Los 30 años
transcurridos entre un viaje y otro son una explicación plausible y racional
para aquellos olvidos de la memoria, pero queda por fuera una dimensión sensible,
intuitiva y espiritual que es el tesoro más preciado de La Quebrada. Dejo
anotada nomás una misa de Nochebuena entre la fe y la devoción de los
purmamarqueños.
Y agrego dos salidas con
distintas comparsas de Humahuaca en el recodo mismo entre el año viejo y el año
nuevo, bailando por todo el centro hasta llegar hasta la misma plaza donde
nunca vi pasar al Halley. Y es que no estaba en el cielo lo que buscaba, al
menos no en ese cielo de los astrónomos, sino en el cielo americano de estos
danzantes que celebran la vida porque saben de la muerte. Es un cielo de
interioridades tan abismales como las absurdas cifras de la física, y sólo es
asequible si lográsemos decir “así es” y, al decirlo, aceptar el misterio de
estar vivos. Poder admitir “la verdadera ganancia de ser americanos”, cuyo
trofeo mayor es el “mero estar” y saber reconocer las pasiones y las personas
que hace 30 años o más se nos metieron en el alma.
Carlos Semorile