Cuando regresé del
continente, conocí a Sheila y fue como si ella me hubiese estado esperando. En
realidad, me antecedía la fama de mis andanzas y aquel espíritu aventurero que
las estudiantes de ciencias duras tanto valoraban en los alumnos de letras. Ese
fue sólo el primero de una larga serie de malos entendidos que nos mantendrían
unidos, y a la vez separados, durante casi tres años. Al principio, ella tenía
un novio formal –pues, de hecho, no me
estaba esperando- y como se sentía fatal en esa encrucijada de lealtades le
dije que tal vez no debía quedarse con ninguno de los dos. No me hizo caso,
comencé a ser su novio oficial y rápidamente se me fue esfumando el ánimo
trashumante que me hacía decir cosas tan sabias como aquélla.
Se lo reprocho a ella, pero
debí haber seguido mi propio consejo: a mí también me perseguía el dilema de continuar
con Sheila o volver con Aibhilín. No supe hacerlo cuando todavía estaba a
tiempo, ni tampoco Aibhilín consiguió decidirse entre nuestro pasado y su
presente, y así, todos dislocados e indecisos, nos zambullimos en amores
tormentosos y fuera de tiempo. ¿Uno es joven porque olvida y vuelve a amar, o
ama de nuevo y olvida rápido porque es apenas un joven? La pregunta parece
morderse la cola, pero tuvieron que pasar muchos años para lograr formularla
con alguna claridad. Por entonces, lo único que creíamos saber es que el tiempo
corría delante de nosotros, y que sus huellas eran un puñado de cartas que,
¿silenciosas?, nos interpelaban.
También nosotros
interpelábamos al amor o a las amantes (¿son lo mismo?) con nuevas escrituras
en dedicatorias, cartas o declaraciones más breves. Algunas, inclusive,
brevísimas, como aquella que quedó fijada en un fósforo que no llegó a
encenderse para poder brindar su mensaje. Así era también el romance con Sheila : las vísperas de un incendio que no llegaba a
producirse del todo y que vivía más en sus crónicas que en sus besos. Estaba,
sí, el beso dibujado al lado de un corazón, y unas palabras que prometían arrumacos
y caricias que después se postergaban. ¿Uno es joven porque escribe esas
promesas de amor, o cree en ellas y luego las reclama con vehemencia porque es
joven? No se enojen, no estoy jugando, apenas intentando comprender.
Tampoco ayudaba nada que su
familia fuera unionista y la mía republicana, ni que sus padres me viesen como
si cada día desayunara huevos revueltos con molotovs. Pero nuestro mayor desacuerdo,
insisto, era temporal. Nos habíamos encontrado a la hora equivocada, y en
cualquier otra encrucijada hubiésemos podido ser amigos, algo para lo que nunca
supimos encontrar el camino adecuado. Si no me creen, ahí están sus cartas, una
verdadera antología de reconciliaciones por escrito que ella me fue dejando -en
esquelas cada vez más breves- por debajo de la puerta. Siempre había salido y
las hallaba al regresar, fastidiado por tener su letra y no sus labios. Ya era
tarde para ir a buscarla y muy temprano para afrontar otra larga noche de
insomnio.
Tarde y temprano, ésos fuimos
nosotros del principio al fin. Su última carta llegó cuando ya me había mudado
de Temple Bar y andaba noviando con Fiona, una sonriente muchacha republicana que
no escribía tan seguido pero no se enojaba tanto. Tiempo después nos cruzamos
con Sheila y me habló de su postrera visita a mi casa y de esas líneas que pasó
por debajo de mi puerta. Ella no me dijo qué había escrito, ni yo le quise
preguntar. Por las dudas.
Neil Collins