En una de sus pocas cartas
fechadas, mi abuela Olga me escribía desde tierras aztecas el 4 de octubre de
1979 y me incentivaba a conocer “…algo de
Méjico que es muy verde, hay plantaciones hasta en los cerros y flores por todas
partes, calles angostas y anchas, callejones, y vas por una calle y de repente
se desvía porque hay árboles en medio de la calle, qué te parece?” Me
pareció maravilloso, y un año más tarde recorría esas calles empedradas, con
sus árboles respetados y sus muros tapizados de preciosas Santa Rita.
El resto de “nuestra
correspondencia” carece de fechas, pero está claro que se trata de las cartas
que me escribió cuando yo estaba en la colimba esperando la baja que se
demoraba en llegar: “Sol de tu abuela, te
extraño mucho y te quiero más y quisiera que pronto estés de vuelta en casa
para alegría de todos los que te queremos”. ¿Lloraba cuando recibía estas
caricias, o me la aguantaba como un machito argentino y novel infante de
marina?
La Bubú, como la llamaba,
no pudo estudiar más allá del “primero superior” pero sabía bien cómo escribir
una carta que iba a pasar por la censura militar, y entonces ponía frases tipo “como los sé justos” y poco menos que
les detallaba mi historia clínica. También se las arreglaba, pese a nuestros
disensos religiosos, para llenarme de bendiciones: “Yo ruego a Dios te proteja y ampare y que te ayude en todo momento (…)
mereces que Dios te bendiga”. Encerrado en una base naval, no venía a Dios
ni de soslayo. Hoy, le respondería “Amén”.
Como en las epístolas
carcelarias, otro ítem reiterado era el de las visitas, su proximidad o
lejanía: “Te extraño mucho porque me
hacés falta y tu compañía me hacía mucho bien, ya estoy contando los días que
faltan para poder verte de nuevo”. Una de las imágenes más lindas que
conservo de aquellas visitas mixtas (la familia más los amigos), es la de Olga
conversando con María Vaner, quien visitaba al hijo que había tenido con
Leonardo Favio. La Vaner conocía la historia de Olga y, muy amorosa, le tomaba
las manos mientras la escuchaba.
Releo estas cartas, muy
similares entre sí, y me encuentro con ese modo suyo de pedirme que me cuidara,
que comiera porque había adelgazado mucho y ya era puro “piel y huesos”, y de repente me encuentro con esta inusual
confesión de su vida cotidiana: “Yo hago
la vida de siempre, tomo mate, hago los mandados, después la comida y espero a
la tía Moni, así todos los días y te extraño mucho”. ¿Llegamos a decirle lo
mucho que nos hacía falta ella a nosotros y la necesidad que teníamos de su
sencilla “vida de siempre”?
En la inmensidad de su
cariño, no tenía empacho en despedirse formalmente y arrancar de nuevo desde el
encabezado hasta llegar a una segunda o tercera despedida, que es lo que -a
veces- nos permitimos hacer al final de las reuniones cuando salieron hermosas
y no queremos que los amigos se vayan. Y de entre todos esos finales inciertos,
elijo éste y a él me abrazo: “Un abrazo
grande de tu abuela que no sabe vivir sin tu presencia querida”.
Carlos Semorile