jueves, 27 de abril de 2017

"Yo hago la vida de siempre..."



En una de sus pocas cartas fechadas, mi abuela Olga me escribía desde tierras aztecas el 4 de octubre de 1979 y me incentivaba a conocer “…algo de Méjico que es muy verde, hay plantaciones hasta en los cerros y flores por todas partes, calles angostas y anchas, callejones, y vas por una calle y de repente se desvía porque hay árboles en medio de la calle, qué te parece?” Me pareció maravilloso, y un año más tarde recorría esas calles empedradas, con sus árboles respetados y sus muros tapizados de preciosas Santa Rita.

El resto de “nuestra correspondencia” carece de fechas, pero está claro que se trata de las cartas que me escribió cuando yo estaba en la colimba esperando la baja que se demoraba en llegar: “Sol de tu abuela, te extraño mucho y te quiero más y quisiera que pronto estés de vuelta en casa para alegría de todos los que te queremos”. ¿Lloraba cuando recibía estas caricias, o me la aguantaba como un machito argentino y novel infante de marina?
  
La Bubú, como la llamaba, no pudo estudiar más allá del “primero superior” pero sabía bien cómo escribir una carta que iba a pasar por la censura militar, y entonces ponía frases tipo “como los sé justos” y poco menos que les detallaba mi historia clínica. También se las arreglaba, pese a nuestros disensos religiosos, para llenarme de bendiciones: “Yo ruego a Dios te proteja y ampare y que te ayude en todo momento (…) mereces que Dios te bendiga”. Encerrado en una base naval, no venía a Dios ni de soslayo. Hoy, le respondería “Amén”.

Como en las epístolas carcelarias, otro ítem reiterado era el de las visitas, su proximidad o lejanía: “Te extraño mucho porque me hacés falta y tu compañía me hacía mucho bien, ya estoy contando los días que faltan para poder verte de nuevo”. Una de las imágenes más lindas que conservo de aquellas visitas mixtas (la familia más los amigos), es la de Olga conversando con María Vaner, quien visitaba al hijo que había tenido con Leonardo Favio. La Vaner conocía la historia de Olga y, muy amorosa, le tomaba las manos mientras la escuchaba.

Releo estas cartas, muy similares entre sí, y me encuentro con ese modo suyo de pedirme que me cuidara, que comiera porque había adelgazado mucho y ya era puro “piel y huesos”, y de repente me encuentro con esta inusual confesión de su vida cotidiana: “Yo hago la vida de siempre, tomo mate, hago los mandados, después la comida y espero a la tía Moni, así todos los días y te extraño mucho”. ¿Llegamos a decirle lo mucho que nos hacía falta ella a nosotros y la necesidad que teníamos de su sencilla “vida de siempre”?

En la inmensidad de su cariño, no tenía empacho en despedirse formalmente y arrancar de nuevo desde el encabezado hasta llegar a una segunda o tercera despedida, que es lo que -a veces- nos permitimos hacer al final de las reuniones cuando salieron hermosas y no queremos que los amigos se vayan. Y de entre todos esos finales inciertos, elijo éste y a él me abrazo: “Un abrazo grande de tu abuela que no sabe vivir sin tu presencia querida”.


Carlos Semorile