martes, 11 de abril de 2017

Todas las cartas



 Al Vikingo lo conocí en el ciclo secundario, cuando todavía era un alumno modelo que se comportaba como un “señorito” que hacía honores al linaje de su apellido anglo. La primera vez que fuimos a su casa, nos recibió en la puerta como si fuese el vigía encargado del foso del castillo familiar, y no pudimos pasar del “hall”. Hicimos toda clase de conjeturas sobre el carácter severo de sus padres, sin darnos cuenta que sólo se trataba de la timidez de Glen.

Tiempo después, se mudaron un poco más lejos del colegio y fue esa casa la que conocimos como un hogar hospitalario con los jóvenes y sus conflictivas adolescencias. No entendíamos muy bien eso de que fueran presbiterianos, al menos oficialmente porque podríamos decir que en aquella sala reinaba una santa trinidad protestante, agnóstica y esotérica. Antes de conocer la trepidante locura de Glen, conocimos la de su madre, nuestra madrina y leal amiga.

Keira trabajaba en una agencia de viajes, y una parte de su mente siempre estaba en otro lado o, al menos, estudiando esas otras posibilidades que trataba de mostrarnos a nosotros. Glen estaba aún bajo la égida paterna (como lo estaba, y lo seguiría estando, su hermano William), pero comenzaba a necesitar otros horizontes. Lo obsesionaba una foto de “sus abuelos”, dos varones mellizos que habían llegado de Noruega huyendo de la guerra.

Uno de los mellizos había seguido el camino del sedentarismo y la acumulación y el otro, su verdadero abuelo, se había largado a recorrer las costas del oeste completamente en cueros y con sólo un cuchillo en la mano. Cuando Glen finalmente acudió al llamado de sus raíces vikingas, se marchó hacia el sur, siempre al amparo de sucesivos amores y en busca -y acaso en hallazgo- de aquellas cosmogonías celestes que dieron sustento a su raza.

De aquellos años datan sus primeras fotos y sus primeras cartas, como una permanente disputa por la primacía entre las imágenes y las palabras, aunque las primeras registrasen soledades y las segundas fuesen hilvanando un discurso amoroso que hasta entonces había permanecido vedado por la proximidad, encriptado por la cercanía. A partir de entonces, la correspondencia de Glen hizo pie en la poesía y en la búsqueda del ser.

Ese estilo suyo fue impregnando el nuestro porque, de alguna manera, nos incluyó en sus reflexiones sobre la experiencia del soñar, del enamorarse y del partir. Cada uno a su tiempo, todos nos fuimos yendo y empezamos a despachar cartas a modo de epístolas sagradas, pues así eran recibidas, leídas y compartidas por aquellos que, por ahora, se quedaban. Y debe haber sido en esa época que Glen dijo aquello de que “Todas las cartas son cartas de amor”, y esa frase fatal quedó resonando en nosotros hasta el día de hoy.

Debo decir que cada tanto vuelvo a ella o, mejor dicho, de distintas formas ella vuelve a mí. Cada vez que reaparece, intento refutarla por cursi, por sentimental o por excesiva, pero no encuentro ningún fundamento serio que la invalide. Y entonces, por dentro, siento el regocijo de esta dulce derrota que vuelve a poner las cosas en su lugar, dejando asentado que el amor vive para siempre en las palabras y que las mejores palabras son obra del amor.   

Neil Collins