Al Vikingo lo conocí en el ciclo secundario, cuando
todavía era un alumno modelo que se comportaba como un “señorito” que hacía
honores al linaje de su apellido anglo. La primera vez que fuimos a su casa,
nos recibió en la puerta como si fuese el vigía encargado del foso del castillo
familiar, y no pudimos pasar del “hall”. Hicimos toda clase de conjeturas sobre
el carácter severo de sus padres, sin darnos cuenta que sólo se trataba de la
timidez de Glen.
Tiempo después, se mudaron
un poco más lejos del colegio y fue esa casa la que conocimos como un hogar
hospitalario con los jóvenes y sus conflictivas adolescencias. No entendíamos
muy bien eso de que fueran presbiterianos, al menos oficialmente porque
podríamos decir que en aquella sala reinaba una santa trinidad protestante, agnóstica
y esotérica. Antes de conocer la trepidante locura de Glen, conocimos la de su
madre, nuestra madrina y leal amiga.
Keira trabajaba en una
agencia de viajes, y una parte de su mente siempre estaba en otro lado o, al
menos, estudiando esas otras posibilidades que trataba de mostrarnos a
nosotros. Glen estaba aún bajo la égida paterna (como lo estaba, y lo seguiría
estando, su hermano William), pero comenzaba a necesitar otros horizontes. Lo
obsesionaba una foto de “sus abuelos”, dos varones mellizos que habían llegado
de Noruega huyendo de la guerra.
Uno de los mellizos había
seguido el camino del sedentarismo y la acumulación y el otro, su verdadero
abuelo, se había largado a recorrer las costas del oeste completamente en
cueros y con sólo un cuchillo en la mano. Cuando Glen finalmente acudió al
llamado de sus raíces vikingas, se marchó hacia el sur, siempre al amparo de
sucesivos amores y en busca -y acaso en hallazgo- de aquellas cosmogonías
celestes que dieron sustento a su raza.
De aquellos años datan sus
primeras fotos y sus primeras cartas, como una permanente disputa por la
primacía entre las imágenes y las palabras, aunque las primeras registrasen
soledades y las segundas fuesen hilvanando un discurso amoroso que hasta
entonces había permanecido vedado por la proximidad, encriptado por la
cercanía. A partir de entonces, la correspondencia de Glen hizo pie en la
poesía y en la búsqueda del ser.
Ese estilo suyo fue
impregnando el nuestro porque, de alguna manera, nos incluyó en sus reflexiones
sobre la experiencia del soñar, del enamorarse y del partir. Cada uno a su
tiempo, todos nos fuimos yendo y empezamos a despachar cartas a modo de epístolas
sagradas, pues así eran recibidas, leídas y compartidas por aquellos que, por
ahora, se quedaban. Y debe haber sido en esa época que Glen dijo aquello de que
“Todas las cartas son cartas de amor”, y esa frase fatal quedó resonando en
nosotros hasta el día de hoy.
Debo decir que cada tanto
vuelvo a ella o, mejor dicho, de distintas formas ella vuelve a mí. Cada vez que
reaparece, intento refutarla por cursi, por sentimental o por excesiva, pero no
encuentro ningún fundamento serio que la invalide. Y entonces, por dentro,
siento el regocijo de esta dulce derrota que vuelve a poner las cosas en su
lugar, dejando asentado que el amor vive para siempre en las palabras y que las
mejores palabras son obra del amor.
Neil Collins