La voz de Ángel
Parra marcó mis años de liceo. Era finales de los 80 y, como la mayoría de los
adolescentes, en mi habitación no tenía ni televisor ni teléfono. Sólo disponía
de unos cuantos libros sobre un estante, una pequeña radio casetera y muchas
horas de divagaciones, interrogantes y nostalgias que aplacaba escuchando,
entre otros, a los Parra.
“Hombres y
mujeres no son solamente ellos mismos, son además el lugar en
el que nacieron, la casa urbana o de campo donde aprendieron a caminar, los
juegos infantiles que disfrutaron, los cuentos que les narraron los mayores,
las comidas que comieron, los colegios a los que asistieron, los deportes que
practicaron, las poesías que leyeron y el Dios en quien creyeron.” Así introduce la historia en “El filo de la navaja” (William Somerset Maugham) una de las
novelas que me conmovió en mi juventud, en esas mismas tardes que colocaba cassettes de la Nueva Canción Chilena.
En su brillante
discurso pronunciado en la Universidad Guadalajara, Salvador Allende menciona la
célebre afirmación: “Hay jóvenes viejos y
viejos jóvenes”. Indicaba así que no existe una “querella de generaciones”, sino que un “enfrentamiento social” entre quienes están desposeídos –de
alimentación, de educación, de vivienda, de recreación- y quienes se abocan,
indolentes, a sus propios beneficios.
Crecí con viejos
jóvenes. Fui formada por viejos jóvenes. En la escuela, en la casa. Mis padres,
los amigos de mis padres, los profesores que tuve, los artistas que admiré y los
escritores que leí, fueron mi motivación y referente. Me enseñaron con su
ejemplo la importancia de dar sentido de existencia y compromiso desinteresado
a cada acción, porque la superficialidad y la individualidad no permiten
proyección y menos revolución.
La muerte de
Ángel Parra me produjo un sentimiento de orfandad. Estamos quedando solos.
Desesperanzados. Desolados. Pero también me recordó ese otro Chile, que alguna
vez estuvo regido por otros discursos y poblado de otras canciones. Tras la
tristeza inmensa que me provocó la noticia de su fallecimiento, rememoré sin
embargo una calidez que tenía casi olvidada: el saber que alguna vez yo había pertenecido
a un pueblo más generoso, que había sido parte de una humanidad más altruista.
Los ángeles no
mueren. Son eternos. Son espíritus. Que el de él nos inspire a no desalentarnos
ante la bulliciosa arremetida de tanto joven viejo. Que nos anime a buscar, a
encontrar, a conectar. Que nos recuerde que siempre debe ser posible hallar y
que debemos entonces encontrar la manera de hallar, pares en quienes confiar y
hombres y mujeres en los cuales creer.
Valeria Matus