“Tu
buen corazón, no lo mates”, dice la carta. “Que esté presente, ya sea en parte, ya sea entero, en todos los amores
de tu vida…”. Quien escribe es una mujer. Se está despidiendo. Es una carta
de ruptura. Es también –a su modo– una carta de amor. La mujer le dice al
hombre que siga siendo lo que ha sido. ¿Un libertino? No exactamente. La frase no
termina ahí: “…y que siempre juegue
su rol noble…”. Ese hombre y esa mujer fueron conocidos por sus obras. También por su forma
de ser. Y de amar.
Hay tantas formas de amar…
“Tantas como personas”, decía anoche –en la cocina donde tan a gusto
compartimos cuanto hay para compartir– el autor de cierta nota publicada hace
unos días… Escuchándolo, leyéndolo, uno se queda pensativo. Pero si realmente existe
“lo inevitable de los sentimientos”, ¿a qué nos referimos cuando hablamos de
amores imposibles? ¿Qué es lo que, en ciertos amores, resulta imposible?
A lo mejor, el despliegue. Hay amores
que pueden desplegarse lo mismo que esas telas con las que se hacen bellos
vestidos. Y hay amores contraídos. Concentrados, apretaditos, ¿acurrucaditos?
Se me ocurre también que no todos los amores pueden vivir en una casa, tomar
café con leche, compartir una tostada o salir de paseo. Hay amores así.
“Apprivoisés” diría el Principito. Algunos de esos amores, son amores
pacientes, amores que se construyen lo mismo que los pajaritos su nido. Otros
no. O no tanto o a veces sí y a veces no.
Intuyo que hay amores sin domicilio
fijo. Amores vagabundos que surgen en el camino.
Recuerdo que un hombre (bellísimo) me
contó esta anécdota. Años atrás supo tener entre sus amigos, una amiga. (Algo
así como la Rosita de la canción… para los entendidos…). Una noche, durante una
cena, ella tuvo que irse antes que los demás y, cual caballero, este abnegado y
principesco morocho, ofreció acompañarla a tomar un taxi. Justo antes de entrar
en el taxi, ella lo besó. No precisamente en la mejilla.
¿Cuánto dura un beso así? ¿No es este
beso, algo “para toda la vida”? Me gusta pensar que el morocho tuvo un beso. Un beso solo. Un beso como un sello. Como sentencia, sí, de no olvidar.
También he sabido de amores sin casa,
sin boca, pero con ojos. Se puede estar a gusto en los ojos de una persona. Algo
así dijo Brassens. No, no lo dijo. Lo cantó (Les Passantes). Luego escribió que ciertos amores no
deben intentar amarrarse (La non-demande
en mariage / Tengo el honor de no pedir tu mano). Y como el tema del amor
lo preocupaba “harto” y le dedicó gran parte de su repertorio, también cantó La marine. Una canción (poema de Paul Fort) que habla de cómo aman los marineros:
On les r'trouve en raccourci / Se las encuentra,
como abreviadas,
Dans nos p'tits amours d'un jour / en nuestros amores de un día,
Toutes les joies, tous les soucis / todas las alegrías, todas las
preocupaciones
Des amours qui durent toujours / de los amores que duran toda la vida.
Sin duda hay amores que pasan. Lo
mismo que el viento en los pueblos. Son rumores. Cuchicheos. Ruidos
sordos. Luces y sombras, en días de tormenta. Presencias fugaces, palabras
fugaces.
Por mi parte, tiendo a pensar que no
hay amores imposibles. Que lo imposible tiene que ver con cierto afán de
transformación. Con cierta idea de la cercanía. Los amores son... no más. Son lo
que son y quizás no haya que esperar que se conviertan en otra cosa.
“…Para
que un día puedas mirar atrás y vivir como yo: he sufrido a menudo, me
equivoqué algunas veces, pero amé, soy yo la que vivió y no un ser ficticio
creado por mi orgullo y mi hastío”.
Así escribió Sand a Musset, el 12 de
mayo de 1834.
AGC