miércoles, 22 de agosto de 2012

"Salvemos la política" por Danilo Bahamondes


Hoy se cumple un nuevo aniversario de la muerte de Danilo Bahamondes ("el Gitano"), quien tuvo un rol central en la gestación de la Brigada Ramona Parra y –posteriormente– en la creación y desarrollo de la Brigada Chacón en Chile. Dejamos para más adelante el homenaje que se merece y nos limitamos a recordar algunas palabras pronunciadas en los años 90, respecto a lo que era entonces la coyuntura política chilena. Cualquier parecido con su presente, ya bien iniciado el siglo XXI,  no es mera casualidad.


“No estamos llamando a salvar a los políticos, los políticos ya están desprestigiados. Bueno, salvemos la política. Porque si la política se sigue desprestigiando, el país, los ciudadanos, quedan a merced de payasos, saltimbanquis, de animadores de televisión, de modelos top one; el país queda a merced de populistas, o de alguien que cante muy bien boleros. Se supone que si un candidato es de la UDI, hay un proyecto político detrás, un fundamento histórico, que existe incluso detrás de ser de derecha; y el que es de izquierda, se supone que tiene un fundamento histórico para pensar en otro tipo de municipio, otro tipo de alcaldía, otro tipo de participación ciudadana en su comuna. Tiene que haber diferencias para poder elegir bien, y eso hoy no existe”.


Danilo Bahamondes



* Citado en: Palabras escritas en un muro, por Alejandra Sandoval, Ediciones Sur, Santiago de Chile 2001

miércoles, 15 de agosto de 2012

"Lo Popular" por Homero Manzi


“Alguna vez, alguien que sea dueño de fuerzas geniales, tendrá que realizar el ensayo de la influencia de lo popular en el destino de nuestra América, para recién entonces, poder tener nosotros la noción admirativa de lo que somos.
Esta pobre América que tenía su cultura y que estaba realizando, tal vez en dorado fracaso, su propia historia y a la que, de pronto, iluminados almirantes, reyes ecuménicos, sabios cardenales, duros guerreros y empecinados catequistas ordenaron: ¡Cambia tu piel!... ¡Viste esta ropa!... ¡Ama a este Dios!... ¡Danza esta música!... ¡Vive esta historia!
Nuestra pobre América que comenzó a correr en una pista desconocida, detrás de metas ajenas, y cargando quince siglos de desventajas.
Nuestra pobre América que comenzó a tallar el cuerpo de Cristo cuando ya miles y miles de manos afiebradas por el arte y por la fe habían perfeccionado la tarea en experiencias luminosas.
Nuestra pobre América que comenzó a rezar cuando ya eran prehistoria los viejos testamentos y cuando los evangelistas habían escrito su mensaje; cuando Homero había enhebrado su largo rosario de versos y cuando el Dante había cumplido su divino viaje.
Nuestra pobre América que comenzó su nueva industria cuando los toneles de Europa estaban transpasados de olorosos y antiguos alcoholes; cuando los telares estaban consagrados por las tramas sutiles y asombrosas; cuando la orfebrería podía enorgullecer su pasado con nombres de excepción; cuando verdaderos magos, seleccionando maderas con cavidades y barnices, sabían armar instrumentos de maravillosa sonoridad; cuando la historia estaba llena de guerreros, el alma llena de místicos, el pensamiento lleno de filósofos, la belleza llena de artistas, y la ciencia llena de sabios.
Nuestra pobre América, a la que parecía no corresponderle otro destino que el de la imitación irredenta.
No podíamos intentar nada nuestro. Todo estaba bien hecho. Todo estaba insuperablemente terminado. ¿Para qué nuestra música? ¿Para qué nuestros dioses? ¿Para qué nuestras telas? ¿Para qué nuestra ciencia?¿Para qué nuestro vino?
Todo lo que cruzaba el mar era mejor y, cuando no teníamos salvación, apareció lo popular para salvarnos.
Instinto de pueblo. Creación de pueblo. Tenacidad de pueblo.
Lo popular no comparó lo malo con lo bueno. Hacía lo malo y mientras lo hacía creaba el gusto necesario para no rechazar su propia factura, y, ciegamente, inconcientemente, estoicamente, prestó su aceptación a lo que surgía de sí mismo y su repudio heroico a lo que venía desde lejos.
Mientras tanto, lo antipopular, es decir lo culto, es decir lo perfecto, rechazando todo lo propio y aceptando lo ajeno, trababa esa esperanza de ser que es el destino triunfador de América.
Por eso yo, ante ese drama de ser hombre del mundo, de ser hombre de América, de ser hombre Argentino, me he impuesto la tarea de amar todo lo que nace del pueblo, todo lo que llega del pueblo, todo lo que escucha el pueblo.”

Homero Manzi
Sur (Barrio de Tango). Poesías para Hombres
Corregidor, 2000

lunes, 6 de agosto de 2012

El ensayo


 Siempre es problemático el tema de los legados, cómo se los transmite, la forma en que se los recibe, el modo en que en última instancia se los tramita. Respecto de nuestro paso por la secundaria, coincidente con el inicio y la continuidad de la Dictadura, esa herencia es lo suficientemente compleja como para admitir dos vertientes: la represiva, continua y permanente, y la rebelde, esporádica e inesperada, aún para sus ocasionales protagonistas.  


Hubo unos cuantos episodios perversos en aquel Vicente López opaco y monótono de los años dictatoriales. Uno de ellos fue el día en que, de sopetón, decidieron cambiarle el nombre al cole. Algún acuerdo entre bambalinas con el gobierno dominicano hizo que pasásemos a llamarnos “Juan Pablo Duarte y Diez”, a lo que no podíamos dejar de agregarle “fundador de la República Dominicana”, como para hacernos entender. El día de la imposición del nuevo nombre fue una jornada terrible. Tanto los invitados -las autoridades de la cancillería del país caribeño-, como los anfitriones -la militada vernácula-, se tomaron su tiempo para llegar al colegio, y también se tomaron otro tiempo considerable para cumplir con el puntilloso protocolo. Todo ese tiempo nos la pasamos en el patio, en estricta formación y bajo la atenta supervisión de profesoras, preceptores, personal de maestranza… e inclusive uniformados, que se paseaban entre nosotros con su castrense amor por las líneas rectas. Fueron horas de estar ahí parados sin comida ni bebida, y sin la más mínima chance de romper ni la monotonía de las filas, ni el abigarrado silencio. Y fue justamente ese silencio espeso el que iba a darles un marco sonoro a las caídas que se  fueron sucediendo cuando las compañeras y compañeros empezaron a desmayarse como muñecos de un teatro impiadoso. En la sala de profesores se improvisó una enfermería, y en el suelo del patio iban quedando sugestivos manchones rojos. Mientras la lipotimia hacía su trabajo, los que íbamos quedando dábamos un paso al frente y el rito, qué duda cabe, seguía con absoluta normalidad.

Hubo otra ceremonia a la que algunos tuvimos la dicha de asistir, aunque no estaba escrito que aquel fuera a ser un día memorable. En principio, porque ni sabíamos para qué se nos seleccionaba con tanto esmero. Un día se apareció la rectora en el aula y le pidió a la profesora de turno que señalara a los más responsables, a los mejores. Se ve que no eran tantos porque la rectora siguió buscando por su cuenta y riesgo. Traté de desaliñarme a los ojos de esta señora, pero algo me delató y fui seleccionado para el evento secreto. Tuvimos que dar números de documentos (como si no los conocieran) y llevar autorizaciones parentales: al fin y al cabo, se trataba de una actividad extracurricular de excepción. No recuerdo exactamente en qué momento nos enteramos que nos llevaban al estadio de River para un ensayo general de la apertura ultra gimnástica del Mundial. Pero sí me acuerdo que nos hicieron formar en las afueras junto a otros miles de chicas y chicos, y que esa fue la única vez que entré a una cancha de fútbol como si se tratase de un museo británico. Había excitación en el ambiente, como cada vez que hacíamos algo distinto de lo habitual, pero además el marco era magnífico: el Monumental colmado de bote a bote únicamente por jóvenes. Pese a que estábamos “rigurosamente vigilados” (como los famosos trenes checos), esa imagen era algo digno de verse.

Hicimos lo que nos pidieron: cantamos el Himno, aplaudimos como “claque” a las chicas y sus piruetas y, en resumidas cuentas, asistimos a una exhibición bastante más anodina y deslavada de la que luego veríamos por la tele. Todo podría haber seguido así de prolijito y aquietado, de no mediar la voz del locutor anunciando la simulada presencia de los popes de la Dictadura. Lo que siguió fue impensado y único: una formidable silbatina bajó de los cuatro costados del estadio hasta tapar cualquier otro sonido que no fuera el de nuestro rechazo más absoluto. Los silbidos se convirtieron en gritos y en seguida en abucheos, y esa fabulosa descarga sólo amainó por la fuerza de las amenazas que nos dirigieron los preceptores y profesores, amenazados a su vez por los soldados, suboficiales y oficiales que estaban apostados en las salidas de las tribunas. Pero no fue la sangre inyectada en los ojos de las bestias lo que nos hizo callar: el elemento decisivo para que consiguieran el silenciamiento fue que todos estábamos “marcados” de antemano. Y ése fue precisamente el latiguillo que debimos escuchar desde el apresurado cierre del ensayo hasta el regreso al colegio.

La anécdota prácticamente termina allí: las prometidas sanciones no llegaron nunca, acaso porque 24 amonestaciones para 60.000 pibes hubiera sido como levantar la perdiz del grado de repulsa social que cosechaba el régimen en pleno 1978 y a poco de la lavada de cara del Mundial. Como corolorio quisiera señalar que los que allí puteamos a Videla & compañía habíamos sido cuidadosamente escogidos como “lo mejor de cada casa”. Éramos, supuestamente, los virtuosos, los no problemáticos, los más aplicados alumnos de capital y el conurbano. No puedo hablar por mí –que los odié toda la vida–, pero a esas chicas y chicos nadie les preguntó nunca, entre otras muchas cosas, si querían estar cuatro horas parados al sol viendo cómo sus compañeros se descomponían ante la mirada impasible de los representantes del terror. Cuando se hable de lo que la sociedad civil hizo en esos años, también habría que recordar el fenomenal julepe que los milicos se llevaron aquel día de la cancha de River. De otra forma, estaremos cumpliendo con la programación cultural de quienes no quieren que este sea un pueblo libre y feliz: contarnos sólo la parte mala de la historia.

Carlos Semorile