viernes, 30 de mayo de 2014

Un compromiso de amor



Sobre Luis A. Castro

 

Lucho no caminó hasta los seis años. Se desplazaba sentado en el suelo, porque había nacido con una deformación en su pie derecho, en lo que se conoce como pie bot. Pero lo que no caminaba, lo hablaba. El verbo fue fundamental en su vida. Pero no cualquier verbo, tan rápido como logró desplazarse por la casa apoyado solo en sus posaderas, salían las palabras a borbotones de su boca. Es que su mente iba a una velocidad que lejos de disminuir con los años, fue aumentando. Como no caminaba, leía. Y su mente iba al ritmo de sus lecturas, que luego traducía en palabras. Con los años, las distintas operaciones le pusieron de pie, pero siguió hablando a la misma velocidad.

Cuando empezó a caminar, también empezó a bailar. Y lo hacía como para hacerle rueda. Amaba bailar casi tanto como hablar. Era su forma de disfrutar de la vida.

Aunque como herencia de su infancia de niño limitado en sus movimientos, nunca gustó de los deportes, sí aprendió a patinar. Y por la calle Euclides de San Miguel, vacía de coches, como buena calle dormida de los años cincuenta, él se desplazaba libre conmigo en brazos. Apretada a su cuello, yo sentía que todo el mundo giraba y que éramos aviones prontos a despegar.

Pero por sobre todo me gustaba escuchar a Lucho. Sus palabras iban siempre acompañadas de sonrisas, sus bellos dientes brillaban casi tanto como sus ojos también hermosos, almendrados, alegres, siempre tan jóvenes, incluso cuando cumplió ochenta años. Me gustaba escuchar los versos, las anécdotas, las explicaciones, las complicidades.

Lucho convencía de cualquier cosa con su verbo, pero tuvo algunos  grandes fracasos. El más sonado fue cuando debía conseguir a cualquier precio una certificación decente para que su hija expulsada por cimarrera, fuera aceptada en otro Liceo. Pero fue un fracaso glorioso, porque él consiguió diez puntos positivos en el alma de la hija, contra unas tantas omisiones y ausencias.  Su verbo se jugó entero por convencer que aunque su hija se saltara todas las normas, era la que iba por el buen camino, porque su ausencia de clases era síntoma de libertad, la necesaria para desarrollo de su intelecto y  felicidad futura. La Dirección, implacable, no cedió ni ante su verbo, ni su sonrisa, ni su galantería. El certificado fue inmostrable y el resultado provocó una levantada de cejas de nuestra  madre, quien contra sus propias normas, había delegado (avergonzada), tan delicada misión por única vez en este ex marido, poco fiable para sus estándares, difíciles de alcanzar  hay que decirlo.

Pero también tuvo éxitos grandes: como esa noche de octubre del año 1971, en que preso por extremista!!... (él que era un honorable socialdemócrata del Partido Socialista), lo vimos salir cerca de la medianoche, del cuartel Zañartu de investigaciones, como anfitrión que sale a dejar al invitado, mientras se hacía acompañar por el subprefecto. Luego, la velada fue inolvidable en nuestra casa de Avenida Matta. El relato de su interrogatorio, divino. Por ahí deben andar los apuntes que de ese relato hice en algún momento de añoranzas y recuerdos.

Ni siquiera en Chacabuco se quedó callado. Cuando lo vi en la sala de la Filarmónica, la sonrisa estaba en receso, su lengua andaba a una velocidad más moderada, pero su verbo seguía intacto.

Luego, vinieron ocho años de exilio interno. Otros arrestos, algunas soledades. Pero su relato interminable y su sonrisa, me hicieron menos pesado el camino.

También vino en los años ochenta su exilio y luego el mío,  las cartas reemplazaron entonces su voz. Pero tenían su tono y su velocidad, así que más que leerlas, las escuchaba. Nos vimos en Francia, luego vino una vez a Chile y dos veces fui yo a verlo a Canadá. Esto, entre sus 58 y 86 años. Fueron torrentes de palabras. Del año 2011, tengo casi veinte grabaciones. En algunas de ellas, tengo que decirle que pare, que deje hablar a su mujer!... esto le provocaba risas, muchas risas. Sabía que era un hablador, uno de los más desbordantes habladores.

Ayer me dijeron que no quiere hablar. Tampoco comer. Ni levantarse. Pero ni lo segundo, ni lo tercero, me hablan tanto de su estado, como el que ya no quiera hablar. Por eso, hoy, yo heredera de su hablar rápido y mal modulado y de su pasión por dialogar y también por bailar, que aprendió a patinar en sus brazos, quise verbalizar de esta manera, porque a él, vanidoso,  le habría gustado escribir sobre sí mismo, incluso en esta etapa. Es mi propia forma también, de dialogar con este hombre que ha sido mi padre y a quien pareciera, también en mi mayor fracaso, no lograré cumplir el compromiso de amor, de tomar su mano y decirle, aquí en Chile: “estamos en paz” y dejarlo partir.


Luisa Castro Nilo

jueves, 29 de mayo de 2014

Las voces amadas



Se van los amigos después de los fideos con tuco y el vinito rico, del lemon pie con su cafecito, y de los mates que ayudan a prolongar la conversa hasta bien entrada la hora de las confesiones. La casa queda habitada por un susurro de cosas dichas y cosas no dichas, cuestiones que es preciso hilvanar en comentarios y pareceres antes de que se nos pierdan entre el barullo de las obligaciones y los apuros cotidianos. Esto puede suceder mientras lavamos los platos y acomodamos las sillas, o bien a la mañana siguiente, durante el desayuno, pero hasta que esa charla no se da, la reunión no ha terminado. Se prolonga adentro de cada uno, como deseamos que perduren lo bello, lo lindo y lo bueno.

Mientras escribo sobre estos asuntos, aparece una imagen que ha quedado del lado amable de la vida. Son Thelma y Louise, libres, locas y lindas, sonriendo para su única foto dichosa. Están a punto de vivir esos “dos días en la vida (que) nunca vienen nada mal” y que han quedado en la historia del cine y de quienes nos metimos en el Thunderbird de Louise, deseando para ellas un final feliz que nunca llegó. Cuando aquí se estrenó la película, aún no existían los dispositivos de captura y “viralización” de imágenes que tenemos hoy en día, de modo que a la salida de la función me afané una foto de esas que antes pegaban en las puertas de los cines. Se la regalé a mi novia de entonces, pero tiempo después volvió a mis manos, y es la misma foto que ahora surge en mi pantalla y me hace pensar en esas dos “chicas” grandes destinadas a no poder dar marcha atrás. Cada paso que dan las va acercando al barranco, todo las empuja hacia allí, y sólo el amoroso Harvey Keitel les tiende una mano. Quiere hablar con ellas, les ruega poder conversar para solucionar el balurdo en el que andan metidas, pero la palabra de un hombre ya no vale gran cosa para estas mujeres curtidas en desengaños. La persecución del cierre es desproporcionada, absurda y brutal. Desamparadas y acorraladas, Thelma y Louise hacen de su debilidad fortaleza y deciden marcharse para siempre.

Vuelvo a revivir el rosario de injusticias que ha marcado sus vidas, y retorna la pregunta por el diálogo que no pudo ser. Regresan las palabras que compartimos durante el día con los amigos acerca de mantener una buena conversación con quienes queremos, ya sea que los amemos en la amistad, en el amor de pareja o en los vínculos familiares. La estrepitosa manera de transitar esta época acelerada, nos encapsula y aísla, y de un modo u otro todos andamos en busca de la conversación perdida. Porque, más allá de la genialidad de Fito para trocar cine en música, no ansiamos sólo “dos días en la vida”. Cuando queremos, queremos, y deseamos ser acompañados por las voces amadas, en todo el amplio arco de sus risas, sus decires y ocurrencias. Y que así sea “todos los días de la vida”, porque nacemos de antiguas conversaciones, y las palabras nos acompañan desde la cuna hasta el sepulcro. Con palabras nos arrullan, y con palabras nos educan; y luego, conversando, llegan los amigos, y nos enamoramos conversando, y conversando hacemos los hijos, a quienes cobijamos entre palabras de bienaventuranza que aprendimos cuando, siendo niños y a escondidas, escuchábamos las conversaciones de nuestros mayores.                                                                                                                                               

 Carlos Semorile

jueves, 22 de mayo de 2014

Los puros ojos


No recuerdo en qué obra de títeres, un personaje, admirando un bello paisaje, se decía a sí mismo: “¡cómo me gusta este lugar!”. Pero eso fue lo que pensé el otro día cuando, llevando a mi hija a la escuela, pasamos frente a unos afiches que anunciaban un concierto de Jaime Torres. Un poco más allá había un anuncio inusual. Se trataba del mismo concierto pero no lo anunciaba un afiche sino un pequeño mural. El nombre de Jaime Torres estaba escrito a mano (pintado) por un tiempo más largo a lo que dura un afiche. Hasta el próximo concierto, me imagino, el próximo anuncio. 



En esos mismos días, en otro lugar,  otro afiche había aparecido. De un modo distinto, también se trataba de un anuncio inusual. Había sido hecho de manera artesanal por los artistas de La Musaranga para anunciar el ciclo que están realizando junto a Tata Cedrón y otros (muchos) queridos músicos. Esto quiere decir que se podía en ese momento, acá, en este lugar (Buenos Aires, Argentina), escuchar en vivo a dos artistas como son ellos, los anunciados. Los músicos de la pared.



De pronto me sentí con suerte. Muchas veces he tenido la ocasión de ir a escucharlos. Y mi hija también. Pensé (no sin orgullo): “por siempre, podré decir que pertenezco a una generación que escuchó a Tata Cedrón, a Jaime Torres y a cada uno de los músicos que los rodean: en vivo. Nadie me lo contó, no tuve que poner los discos, estuve ahí, cerquita de ellos”. En la sala, claro. Como auditora. Como público. Y al rato me vino uno de esos pensamientos absurdos que más bien preocupan: “¿cómo será no haberlos escuchado nunca en vivo?”. No me gustó ese pensamiento y lo mandé a pasear a otro lado. Me quedé con la sensación primera: “¡cómo me gusta este lugar!” Este país donde todavía los anuncios pueden hacerse a mano. Y donde los músicos, los entrañables músicos, se presentan “en vivo”. Por eso, como se dice en mi patria, hay que “puro” tener ojos para mirar. (Y oídos para escuchar...)

Antonia

miércoles, 7 de mayo de 2014

La cocina

La vida es una suma de tiempo que deja rastro visible en los cacharros de la cocina



Vuelta y vuelta se cocinan los días. Condimento a gusto de esperanza, sueños, miedos, muertes silenciosas. Cacharros en tensión: en ello pienso cuando miro la vida del que cuenta historias: cuántas más saldrán del caldero, cuántas más entrarán en el silencio tiznado de la historia. Cuánto dura la cocina de la escritura, cuánto tarda en cocinarse un personaje creíble en una cocina económica que respira con la leña justa. Un hombre de tinta que muchas veces tarda en tener nombre y que nace en los recreos del que tiene que ganar la moneda para su sustento. La idea es sorprender al arte con la mejor caricia. De caradura este escritor mete mano, toca, ofende, raspa, la pollerita de los días y noches sin fisuras: revuelve, sin paz, con el pensamiento, en el papel, con la tinta, con teclas, repitiéndose ideas sobre los cacharros fundacionales de su cocina. Una batería chamuscada le resguarda la inventiva, las dudas: a qué inventar, si la mejor literatura esta en la calle, en las brasas, la leña, en el fuego inesperado de mi propia cocina. El escritor sabe de la última cena. Sabe que llegará sin aviso, lenta o rápido serán detalles que solo importarán a los demás, los que todavía tengan lugar en la mesa, los que sigan manchando cacharros de cocina. Con el barco escorado habrá que encarar la última página en blanco, mancharla, dejar constancia del límite de la sombra en la pared más cercana. Habrá que utilizar una brasa apagada mientras bajo la económica quedan tres tirantes y el corte de una rama.
Edgardo Lois 

lunes, 5 de mayo de 2014

"Una trigueña que les quite el sueño"



Almuerzo dominguero con dos amigos, y la charla que primero se demora, luego merodea, y finalmente entra de lleno en el tema de la dificultad para –una vez separados- volver a armar pareja. Los tópicos se repiten, al igual que las situaciones y los desencuentros. Además, electrónica mediante, todo se precipita: con relativa facilidad, dice uno de ellos, se cree haber obtenido cierta intimidad con una persona hasta hace nada desconocida, pero con la misma liviandad ese vínculo se diluye, y ese nombre –o acaso ese rostro, si se produjo el encuentro- vuelve a perderse en la multitud. Escritas hace más de un siglo y medio, las palabras del filósofo alemán siguen resultando proféticas: “La época de la burguesía se caracteriza y distingue de todas las demás por el constante y agitado desplazamiento de la producción, por la conmoción ininterrumpida de todas las relaciones sociales, por una inquietud y una dinámica incesantes. Las relaciones inconmovibles del pasado, con todo su séquito de ideas y creencias viejas y venerables, se derrumban, y las nuevas envejecen antes de echar raíces. Todo lo sólido se desvanece en el aire, todo lo sagrado es profanado, y al fin, el hombre se ve forzado, por la fuerza de las cosas, a contemplar con su mirada fría su vida y sus relaciones con los demás”. Mi amigo no usó estas frases, pero la idea es la misma: “Todo lo sólido se desvanece en el aire”.

El problema es que no estamos hechos para mirar despasionadamente nuestras vidas y las de quienes queremos o podríamos llegar a amar. Tampoco estamos preparados para la frialdad, de la que rehuimos y que sólo soportamos cuando no nos queda más remedio. “¿Cómo podemos imaginar cómo debería ser nuestra vida sin la iluminación que nos procura la vida de los otros?”, se pregunta uno de los personajes de “Años luz”, una muy buena novela de James Salter que, anécdotas al margen, indaga en los modos que toma la vida de pareja ante el trepidar incesante del tiempo. Así son las cosas, al menos este mediodía en que el encuentro ilumina rincones de nuestras vidas, recovecos que gustosamente abrimos a la fraternidad que nos une. Nuestra amistad es esta larga conversación que venimos manteniendo hace tantos años, una plática que inclusive busca incluir a los amigos que, por una razón u otra, hoy no están sentados a la mesa. El otro amigo me pregunta qué pienso de los lances amorosos que nos cuenta y yo, libresco al fin, vuelvo a Salter y a su idea de que también el amor es una conversación mantenida a lo largo del tiempo. Es más: si ese diálogo es fluido, “es el pan de la vida sexual”. 

Como dice la canción, “yo quiero para mis amigos la mejor tierra, un mate calentito en el invierno, y una trigueña que les quite el sueño”, y entonces despliego estas ideas “salterianas” que he adoptado como propias. Bajo su luz, volvemos a discernir los posibles amores que están en danza, los que aún no se han desvanecido en el aire de este otoño porteño. Y es por ello que, cuando nos despedimos, siento que algo hemos avanzado, al menos en términos de una tibia esperanza. Porque aún cuando todo parece estar en contra de que dos personas comiencen una conversación que les dure toda la vida, y aún cuando nada lo anuncie, “siempre nos salva un accidente. Una persona a quien jamás hemos visto”.

Carlos Semorile

jueves, 1 de mayo de 2014

Sobre una forma de morir que es como otra vida



La Justicia reconoció los restos del compañero Miguel Ángel Bustos, secuestrado de su domicilio en Parque Chacabuco el 30 de mayo de 1976.


Miguel Ángel Bustos fue un extraordinario poeta y trabajador de prensa, con una destacada labor en ambos campos, y una de las tantas víctimas de la dictadura 1976-1983. Trabajó en Panorama, El Cronista Comercial y otros medios, fue autor de libros como Visión de los hijos del mal y El Himalaya o la moral de los pájaros y al momento de su desaparición militaba en el frente de intelectuales que apoyaba al Partido Revolucionario de los Trabajadores. Está reconocido como uno de los más grandes poetas de su generación.


VIENTRE PROFETA SIN TIEMPO

Yo no soy de ningún siglo.
Vivo ausente del tiempo. Soy mi siglo como soy mi sexo y mi delirio.
Soy el siglo liberado de toda fecha y penumbra.

Pero cuando muera, el profeta que hay en mí se alzará como un niño sin moral y sin patria. Un niño loco con lengua de alaridos. Entonces amanecerá en el millón de
Galaxias.

Madres del futuro; cuidado; cuando muera puedo volver.

Entonces, ay, vientre que me aguardas, dulcísimo catedral de tinieblas.
                                                                                                                                                                  
                                                                                        de "Visión de los hijos del mal" (1967) /M-A.B