miércoles, 31 de diciembre de 2014

Del canto y del silencio



Mis tías y mi madre hicieron la primaria en el Colegio María Auxiliadora de Barracas, calle San Antonio 976. Cada una de ellas tuvo y tiene su propia imagen de lo que fueron aquellos años pupilas con las hermanas de la orden de Don Bosco. Aunque también hay recuerdos concordantes: la disciplina, una vida cotidiana encuadrada en horarios y actividades, la división de las niñas en “chiquitas, medianitas, medianas y grandes”. Al amanecer, unas campanadas y en seguida las monjas pasando por los dormitorios a la voz de “arriba los corazones”, que las niñas debían responder diciendo “ya los tenemos puestos en Dios”. El baño –pudoroso, con unos camisolines puestos–, de inmediato la misa, luego el desayuno con productos de la vecina fábrica Canale, las clases, el almuerzo con lectura incluida, después gimnasia, “labores”, horas de estudio en silencio y, al anochecer, el rezo final que incluía cada día algún responso. 

Un momento esperado era la hora de música. En la galería contigua a la iglesia, y con acompañamiento de armonio, el coro ensayaba bajo la amorosa dirección de Inés Simonetti. El repertorio era mayormente sacro, y entre las chicas cubrían todos los registros. Cantaban en latín la Misa de Réquiem, y sonaban tan bien que hasta fueron a escucharlas especialmente del Teatro Colón. Cuando los domingos recibían la visita de la familia, un joven Marucho Maestre se extasiaba con las voces de sus hermanas y, aún pasados muchos años, siguió disfrutando de los villancicos que entonaban para las Navidades. En cierta oportunidad ensayaban El Clarín del Yaguaraz, uno de los temas que Buenaventura Luna le dedicara a la gesta Sanmartiniana, y la hermana Inés insistía en que fueran más arriba en los agudos. Al finalizar, otra de las religiosas se acercó a Mónica y le dijo: “Esta canción es de tu papá”. 

Por sus travesuras, Mónica vivía sancionada: la sacaban de las clases y caminaba de ida y vuelta por la galería del piso superior. Allí la encontraba el padre Miguel Oliveri, y Moni aprovechaba para narrarle las injusticias contra ella cometidas. ¿Tanto lío por usar el pelo como bigote en la clase de bordado y hacer reír a las chicas? ¿Tanto escándalo por arrastrarse bajo las camas durante la noche y asustar a las compañeras tomándolas de las piernas? Él la absolvía siempre y si ella le manifestaba que se había quedado con hambre, Oliveri le decía: “Decile a la hermana Carmen que te dé un sándwich de lomito a las 11 de la mañana”. Moni se sentía protegida, y de algún modo lo era pues el resto de sus rebeldes amigas –las de su barra- ya habían sido expulsadas. Pero para las monjas, de la primera a la última, Mónica era “Napoleón”, pues la acusaban de preferir ser la cabeza de un ratón a la cola de un león. 

Betty no era traviesa, pero era “contestadora” y cuando veía alguna injusticia entraba en controversias. “Algo en los genes”, reflexiona hoy cuando recuerda la repetida orden de la Madre Superiora: “Baje la vista”. Pero no la bajaba y continuaba argumentando: “Yo no le falto el respeto, sólo le respondo”. La situación concluía, invariablemente, con el mote de “soberbia”, el mismo que también recibían Marta y Mónica. Salvo estos “encontrones”, el resto de los recuerdos de Betty son amables. Le gustaba ir a la campana que estaba en el límite entre los dos patios, y dar dos toques largos y uno corto. O cruzarse con la religiosa Anita, la hermana del famoso Lorenzo Maza, y decirle “ganó San Lorenzo” para alegrarle la jornada. O el día en que una amiguita se despedía del colegio y desgarrada en llanto le rogaba que se fuera con ella. En su formidable inocencia, Betty le decía: “No puedo, yo acá trabajo de pupila”.

 Sin quererlo, tal vez se refería a las labores, más precisamente a esos bordados en punto filtiré que las monjas exigían perfectos: “Si alguien se equivoca y pone el mantel al revés, no debe notarse la diferencia”. Trabajaban sobre buenos bastidores, y con los mejores materiales debían dibujar claveles con punto arenilla, y esos manteles y pañuelos con iniciales luego se vendían en la feria de Navidad. Otra exigencia era la de concurrir a misa aún en época de vacaciones, y regresar con el carnet firmado por el cura de la parroquia correspondiente. Las Maestre iban a La Redonda de Obligado y Juramento, y en el camino degustaban las melodías que se tocaban en los pianos de los viejos caserones de Belgrano. Fue uno de esos veranos que Yayi, un amigo del Marucho, se quedó prendado de Brígida, tanto que hubo noches en que fue a cantarle bajo su ventana del internado los versos del vals Un momento

 La rutina siempre igual del internado incluía la visita de mamá y los hermanos. Cada domingo, Olga Maestre tomaba el troley hasta Plaza Falucho, y ahí enganchaba el 12 que los dejaba a ella y a sus hijos menores –el Negro y Pablito– cerca del colegio. Con gran sacrificio de su parte (y salvo el día que el  bondi chocó y volcó), les llevaba dentrífico, jabones Lux, y comida y dulces ya preparados en porciones para cada una. Las chicas le retribuían destacándose en las materias. Olga se avergonzaba en la fiesta de fin de año cuando el apellido Maestre se repetía a cada rato porque las cuatro salían elegidas reinas en todas las disciplinas (y a “Napoleón” le dieron una corona de laureles). Y si las monjas se las llevaban a Uribelarrea, Marta le escribía: “En la cartita que recibí venían $3 con los que compré dulce de leche y algunas golosinas, pero aún me queda algo que creo que me bastará para el tiempo que nos queda”.

Las monjas eran rigurosas y, por ejemplo, había que reflexionar muy bien si una se había comportado lo bastante bien como para quitarle una espina al Sagrado Corazón de Jesús en su día. Y si bien no todo era monolítico y había religiosas más permisivas y bondadosas, la hermana Salvadora era bravísima y como Madre Superiora imponía la tónica. Tenía sus manías y, como también tenía su ideología, el 26 de julio de 1952 se saltó el habitual responso de difuntos. Fue entonces que Miguel Oliveri sacó los elementos necesarios de la sacristía y comenzó la misa diciendo: “Hoy ha muerto una gran mujer”. Salvadora, los brazos en jarra, se paró delante del cura pero no pudo impedir que éste hiciera una encendida alabanza de Eva Duarte. Este era el mismo padre Oliveri que siete meses antes le había escrito a Olga Maestre: “A todos, y en especial  a Usted, lleguen mis votos de prosperidad y cristiana alegría”.

Oliveri sabía que las chicas, todas ellas pero en especial las pupilas, estaban a resguardo del mundo exterior y sus complicados avatares. En sus sermones, solía insistir sobre este punto para que el encuentro con el afuera nos las tomara desprevenidas. Mi madre fue una de esas niñas que estaban como ajenas a todo. Brígida siempre conservó una zona de inocencia y de pureza, como cuando representaba a la Virgen o cuando cantaba las secretas plegarias del coro. O como si aún estuviese en la clase de bordado o en las lecturas del almuerzo, imbuida en el misticismo del silencio. Los rezos que aprendió de niña la acompañaron toda la vida, si bien se casó con un ateo militante y nunca nos inculcó ninguna creencia. Sus religiones fueron esas, el canto y el silencio. Pero también sumó, por aquello de la trinidad, el sortilegio de las palabras y los libros. Y como tuvo buenos dioses, cantó, escribió, y supo respetar el silencio.

Carlos Semorile

lunes, 15 de diciembre de 2014

Sobre la Musaranga

Acá la compañera Cándida López nos señala, por un lado, un imperdible programa dedicado a La Compañía nacional de autómatas La Musaranga ("El Refugio de la Cultura", ed. 28/05/2011) y, por otro, un texto o variación sobre un mismo tema  (para leer el texto pulse AQUÍ)


sábado, 13 de diciembre de 2014

En este lugar


En este lugar aprendí a leer, escribir, contar y amar al prójimo: todo lo que hace falta en la vida. Fue mi primera escuela, donde cursé parte de la enseñanza básica.

Creo que haber contado en otros textos la historia: en 1975, llegué a Francia desde Chile. No hablaba nada de francés. Por esa razón, decidieron colocarme en seguida en el jardín infantil. Los demás niños me conversaban y yo no entendía nada. Pero en la infancia uno se adapta rápidamente o así pareciera. Tal vez es sólo que las heridas se van a un lugar tan profundo que no molestan por un buen tiempo hasta que resurgen en terrenos insospechados y uno no comprende por qué duele ahí donde supuestamente está todo como debe ser.

El hecho es que al poco andar, esta alegre pequeña se transformó en una silenciosa, aplicada y muy tranquila alumna en la escuela de Montchapet de Dijon, Borgoña.  Creo que en el fondo mi existencia de por sí me generaba preocupación: mis abuelos se habían quedado lejos llorando nuestra ausencia, mi madre se hallaba viviendo un mal matrimonio en el cual además tenía que hacerse cargo de criar a una hija en un continente extraño, mi padre y sus fantasmas no superados lo volvieron un hombre alcohólico con violentos cambios de humor. Volverse un niño bullicioso e inquieto hubiera sido agregar una dificultad que la familia o lo que había de ella no hubiera resistido.

Entonces, en uno de esos pupitres, me dediqué a escuchar disciplinadamente al profesor (en esa época, sólo el profesor hablaba en clases) y a aprender desde el más profundo anonimato la gramática, la redacción, las ciencias naturales, la geometría. En álgebra nunca me fue muy bien y lo lamento siempre. Sería bello poder ver el mundo a través de las ecuaciones de la misma manera que puedo verlo a través de una novela, una pintura o una sonata. Pero quizás estoy pidiendo mucho y he logrado ya bastante. Porque como fuera, aún con mi ciclo adolescente igual de anónimo y silencioso, pero menos estudioso que el anterior; aún con ciertos periodos de vida adulta un tanto trastornados e incluso algunos totalmente desquiciados, esos años de formación primaria son los que me dieron los cimientos con los que pude construirme y reconstruirme después, una y otra vez. O al menos saber que esa posibilidad existía. Me entregaron esa capacidad de salir del paso razonando, de discernir entre lo que importa de lo que no importa, la lucidez para no quedarse en la oscuridad porque el mundo siempre tiene luz que ofrecer y usualmente esa luz la otorga alguien que tiende inesperada y desinteresadamente una mano en el minuto necesario, pero para que eso ocurra se debe tener suficiente claridad y gratitud con la vida para poder identificarla.

En Chile, se habla a diario de la educación de calidad, entre otras cosas. Un docente mexicano con el que me tocó conversar hace poco comentó que a él no le parecía eso de “calidad”. Primero porque “calidad” de por sí es un término industrial, que tiene que ver con productividad y procesos eficientes (obtengo lo más posible al menor costo posible). Y porque por calidad podemos entender muchas cosas. Que enseñen mucho cálculo y nada de solfeo, puede ser considerado calidad y no lo es forzosamente. O definitivamente no lo es.

La educación debe ser formadora, generadora de mentes analíticas, reflexivas, críticas, espíritus rigurosos con su propio desempeño y a la vez almas sensibles a su entorno. En suma, la educación debe ser salvadora, es el derecho a erradicar de sí mismo la condena, el abandono, el letargo, en suma, la ignorancia en toda su amplitud porque, como decía Louise Michel, la ignorancia es la calamidad de la humanidad.

Creo no equivocarme al decir que para todo ser humano, la escuela, la primera sala de clases, es un sello imborrable. Ese banco en el cual uno aprendió a escribir “mamá”, donde descubrió que dos más dos son cuatro y eso es una verdad, donde se conmovió por primera vez con un poema o se alegró con una canción, donde otro niño de otra familia, que no hablaba el mismo idioma pero que adivinó las lágrimas que se venían se acercó para prestar un pañuelo, es una metáfora del lugar que uno ocupará en su propia vida.

Y hoy, en esta era de tanta necesidad ficticia, de ambiciones virtuales, luego de haber sobrevivido a periodos de escasez y abundancia en todos los ámbitos (no en la misma proporción en todo los ámbitos, por cierto), más allá de lo que formalmente después se estudió o no se estudió, se aprendió o no se aprendió, ante cualquier vicisitud, respiro hondo, cierro los ojos y vuelvo a sentarme ahí, en mi primer pupitre, porque tengo la certeza que en ese lugar se encuentran las herramientas que permitirán continuar: leer, escribir, contar y amar al prójimo. Todo lo que hace falta.

Valeria Matus

domingo, 7 de diciembre de 2014

La nieta del peluquero armenio


 La niñita de la foto esta sentada en una sillita de su tamaño. Tiene una amplia vincha blanca sujetándole el pelo, zapatos negros con hebillas y las piernas cruzadas como una adulta. A sus pies, hay una muñeca de cerámica con un único bucle amarillo: no es de ella sino que ha sido y sigue siendo de su tía, pero le han puesto un vestido suyo. A un costado, en un aparador de madera y vidrio, están las diversas mercaderías que vendía su abuela Jatum, y al otro costado se ve uno de los sillones de peluquero de Dikrán, el abuelo. Atrás de la pequeña que entrecruza las piernitas, un mueble con algunos utensilios de barbero. Han pasado muchos años desde que Antonio, vecino y amigo de Jatum y Dikrán, tomara esta fotografía, y quedan muy poquitas cosas de aquella peluquería de Alvarado 1915. Sin embargo, la nieta del peluquero armenio mantiene todavía esa misma sonrisa de niña pícara, libre y feliz.

De vez en cuando, la nena acompañaba a Jatum cuando su abuela iba a hacer las compras para aprovisionar la mercería y el kiosco. Durante la semana, una señora le había preguntado si tenía, por ejemplo, cinta de diez centímetros de ancho coral; como no tenía, anotaba el “pedido” en una libretita. Luego, sus paisanos de la avenida Patricios le vendían no uno, sino cinco rollos de cinta coral y si la plata no le alcanzaba, no importaba: se lo apuntaban para cuando pudiera pagarlo. Y ya que estaba, Jatum se daba algún que otro gusto y volvía llena de deudas e ingenuidad a rendirle cuentas a su marido. Y cuando Dikrán se enteraba de los gastos, montaba en cólera diciendo frases llenas de interjecciones y consonantes, y al final largaba todo –clientes incluidos- y se mandaba a mudar enojadísimo. Mientras tanto, señalándose las orejas como una niña, la abuela Jatum decía: “A mí, me entra por acá y me sale por acá”.

“La peluquería –dice su nieta- siempre estaba llena de viejos del barrio, hablando en distintos idiomas como en una babel, y cada tanto algún vecino que pasaba por ahí se apoyaba en la puerta y se sumaba a la conversación. Dikrán no siempre se prendía, ni atendía con una sonrisa a los clientes del kiosquito de Jatum: a veces, me dejaba que me ocupara de esa parte del negocio porque yo daba bien el vuelto, pero la abuela no (la gente era mala con Jatum). Dikrán estaba más atento a su oficio, no le gustaba que le cambiaran las cosas de lugar, usaba una toalla en la que limpiaba su cuchilla de barbero, y me encantaba cuando en el gran espejo dibujaba flores con un vaporizador que echaba talco. Al mediodía, se preparaba una ensalada y un bifecito ancho que cocinaba en un calentadorcito que tenía ahí mismo en la peluquería. Y mientras comía, veía “Los tres chiflados” y se reía. Se reía mucho”.

“Yo lo cargaba porque su nombre sonaba como “Dirán”. Le decía: “Dirán lo que dirán… Qué dirán?”, pero Dikrán se limitaba a mirarme y me decía “Sandrita Chiquita”. Siempre estaba haciéndome una caricia, algún mimo con sus dedos rústicos. Recuerdo que me tocaba el pelo muy despacito con la uña. Los sábados al mediodía bajaban la cortina del local que alquilaban, y se iban con Jatum a su casita de Tristán Suárez. Apenas llegaban, Dikrán colgaba el saco y la corbata, se ponía sus ropas de trabajo y se zambullía en la huerta: con un hilito, un pedacito de alambre o un cachito de madera se las ingeniaba para estirar, corregir, enderezar. Al regreso, cargaban baldes repletos de ciruelas que regalaban a sus vecinos. Eran unas ciruelas amarillas, riquísimas. Sin embargo, el abuelo Dikrán siempre estaba enojado. Yo no sabía si estaba enojado conmigo, pero conmigo no era porque yo no había hecho nada”.

A Dikrán le sobraban motivos para tener rabia. Durante el Genocidio Armenio, su padre -en ese entonces, soldado- desapareció del mapa cuando cayó en manos de los turcos y sus socios alemanes, y sus dos hermanas menores cayeron víctimas del hambre y de las violaciones turcas. Con visas extendidas por el consulado francés del Líbano, sólo él y su madre llegaron a la Argentina. Aquí, Dikrán ejerció el oficio de peluquero de mujeres, hasta que sus manos de labriego se cansaron de hacer bucles y comenzó a cortar sólo el pelo de los caballeros. En esta tierra, gracias a una paisana amiga, conoció a la que sería su mujer, una jovencita que apenas salía de los juegos infantiles, y bajo este cielo nacieron sus dos hijas, a las que bautizó con los nombres de sus hermanas asesinadas. Y aquí nacieron sus nietos, como Sandrita Chiquita, quien solía estar libre, pícara y feliz en la casa de sus abuelos armenios.

Es verdad: en otra foto, la nieta y el abuelo están abrazados y sonríen a la cámara enfundados en unas pilchas que… mama mía!, dos linyeras felices. Porque a pesar del Genocidio, a pesar de los turcos y su orgía de sangre ajena, a pesar de las pérdidas y el destierro, aquí Dikrán volvió a reír. Y a disfrutar del pomelo Neuss, y de un postre que llevaba su nombre y que hacían con Mendicrim, pedacitos de banana y durazno, el almíbar de la lata de los duraznos, nueces trituradas y chocolate rallado encima. Vuelvo a mirar esta segunda foto en la que sostiene a su nieta con evidente orgullo. Hay bondad en sus ojos. Son de esas personas que uno hubiese querido conocer, pero no pudo ser ni será. Y le agradezco a mi buena estrella, Dikrán querido, que sean las amorosas manos de tu nieta las que me corten el pelo con la sabiduría que viaja en su sangre armenia y en los recuerdos atesorados en Alvarado 1915.

Carlos Semorile

viernes, 5 de diciembre de 2014

Del dolor y otros demonios

Miguelanxo Prado - "Trazo de tiza"

“Si sufro, qué tanta wueá, sufro no más. Total, siempre se pasa”, es la respuesta de la dibujante chilena Marcela Trujillo a una de sus alumnas sobre la experiencia en un grupo de terapia para adelgazar, al final de una larga y bellísima carta. Y es lo más lúcido e inteligente que he leído y escuchado sobre el dolor.

Esta referencia era con respecto al hecho que ella, para reprimir muchas emociones y evitar sufrir, se atiborraba de comida. Esto fue hasta que decidió pedir ayuda por el tema del sobrepeso. Y ahí descubrió un nuevo orden de las cosas: primero eran las heridas y luego la gordura y no al revés. El testimonio caló hondo en muchos lectores y recibió a través de las redes sociales aplausos, lágrimas, emoticones de admiración y todo lo demás imaginable de parte de seres humanos ansiosos porque alguien les confirmara que se puede y se debe hacer frente a este tan temido villano del siglo XXI: el dolor.

Un sabio sacerdote me dijo hace poco: “para poder estar alegre, hay que antes haber estado triste. Si no hay tristeza, pues no hay alegría. O los tienes a los dos o no tienes a ninguno”. En otra ocasión, otro sacerdote hizo alusión a la cantidad creciente  de libro de autoayuda que existe hoy en el mercado lo que demuestra la absoluta desesperación de las personas por alcanzar el gran héroe de este siglo: la armonía.

La verdad es que siempre tuve desconfianza en los libros de autoayuda. Hasta que una amiga a quien respeto y quiero mucho escribió uno. Lo leí, por supuesto. Por amistad, por curiosidad, pero también con interés y sinceridad. No puedo negar que me sirvieron varias recomendaciones de las que ahí aparecen. Cosas de sentido común tal vez, pero que una suele pasar por alto cuando se pone tonta. Bueno, yo me pongo muy tonta muy seguido. Admiré también la generosidad con la que compartió su experiencia. Al fin y al cabo, se dio el trabajo de transmitir su conocimiento en beneficio de alguien que necesitara esos consejos y eso no deja de parecerme loable. Personalmente, siento haber aprendido muchas cosas en mi vida y nunca me he sentado a darme el trabajo de comunicarlas porque simplemente se me ocurre que quien no buscó las repuestas, no es mi problema.

Sin embargo, la lectura me dejó una pregunta: ¿por qué esa búsqueda tan ávida de la “armonía”? Digo “armonía” en el sentido post-moderno de la palabra. Todos buscamos la felicidad y en eso estamos de todos de acuerdo: el sacerdote, mi amiga autora de textos de autoayuda, Marcela la dibujante. Yo también, desde luego. Aunque tal vez ninguno tenga muy claro cómo definirla o si pudiera definirla, le daría connotaciones diferentes: espiritual, emocional, intelectual y todas me parecen válidas. Pero con la armonía tengo serios problemas.

La armonía, así como lo muestra el mundo de hoy, es la conexión perfecta con el cosmos, un estado –espiritual, emocional, intelectual– en que no existen represiones internas, ni frustraciones, ni complejos, ni dolores. Es la realización absoluta en todos los planos. La ausencia de tristeza, por lo tanto también la ausencia de alegría (si le creo al sacerdote). Y no deja de sorprenderme cada día la cantidad de publicidad y propaganda (porque no puedo usar otra palabra) que existe en todos los medios masivos en la que se invierte para convencer a millones de personas de perseguir ese ideal. La armonía, como meta colectiva e individual, está en todas partes: en las fotos publicitarias, en las seriales de televisión y para qué decir en la cantidad de talleres que se dictan a diario para enseñar en diez, en treinta, en infinitas lecciones, cómo incorporarla a la vida. Y tal vez esto sucede porque la armonía no es sólo la ausencia de alegría, es la ausencia de pensamiento.

La atormentada Sylvia Plath escribió: “If I didn´t think, I´d be much happier” (si no pensara, sería mucho más feliz). Los sicólogos determinan que ella era desequilibrada y bipolar. Seguramente lo era, no seré yo quien niegue un diagnóstico médico. Pero Sylvia también pensaba mucho. O su desquiciamiento no hubiera creado la poesía que heredamos de ella. Sylvia se cuestionaba, se preguntaba: por qué su padre había muerto, por qué su marido no la amaba, o tal vez la amaba, o a veces la amaba y a veces también amaba a otra. En suma, se preguntaba por qué la vida es como es. A veces amada, a veces no amada, a veces ambas, a veces ninguna de las dos y a veces todo era sólo imaginación. Pero en suma, más allá de su locura, ella buscaba comprender. Porque incluso alguien bipolar y mentalmente enfermo, cuando tiene un mínimo de sensibilidad, quiere comprender sin importar cuán trágicas sean las respuestas.

No escribo esto para hacer una apología al dolor. Siempre he pensado que en la alegría y la plenitud hay mucho más riqueza que en la oscuridad de la pena. Pero también pienso que las personas no deben ser engañadas hacia un mundo que no es. El dolor, las complejidades, los desencuentros, son parte de lo que ocurre todos los días, igual que los malentendidos como los relata tan bien el autor de cómic, Miguelanxo Prado, maestro en retratar las desarmonías. Es más, con cierto sentido del humor, incluso algunas situaciones pueden ser tomadas como un aprendizaje mucho mayor que ese estado etéreo y absoluto en que todo está tan perfecto que no sucede nada.

Y finalmente, retomando lo que decía Marcela sobre las emociones inevitables: “no es tan terrible, no pasa nada. Sentir es todo lo que hay que aprender a hacer”. Luego se olvida y para eso sirve el paso del tiempo. Bueno, si yo fuera Dios, para eso lo habría inventado.

Valeria Matus

miércoles, 12 de noviembre de 2014

Déjame que te cuente…



 

Hace una ponchada de años que viajamos al Perú con Moni y Julio, casi con el fin exclusivo de llegar a Cuzco y al Machu Pichu. Con Julio partimos unos días antes que Moni, y durante nuestra estadía limeña nos acomodamos en el departamento de una compatriota exiliada, amiga de mi familia. Ella estaba fuera del país en aquel momento y fuimos recibidos por su hija, una estudiante universitaria bien dispuesta a albergarnos y servirnos de guía. Pese a los intereses en común (la política, las culturas originarias, las ciencias sociales y las artes), había algo en la comunicación que no fluía. ¿Era ella, o éramos nosotros?

Ni ella, ni nosotros: el problema era el novio de nuestra anfitriona, un joven funcionario arrogante y prepotente, que se desvivía por hacernos sentir incómodos. Y dado que lo lograba, nuestros días estaban tan partidos al medio como la vida de la muchacha: con ella a solas la pasábamos bien, pero con su pareja la convivencia era sofocante. Aunque descartamos la idea de irnos a un hotel para no desairar a la joven, ganas no nos faltaban. Pero quiso la fortuna que él fuese reclamado a sus altas funciones (nada le gustaba más que darse la corte sabiendo o creyéndose imprescindible), y se nos abrió una chance que aprovechamos para visitar unas playas cercanas a Lima que todavía conservan sus nombres de antaño: “Caballeros” y “Señoritas”. Luego del chapuzón y de un ceviche exquisito, seguimos rumbo al sur, hasta llegar a un pintoresco pueblito de pescadores y a su rumorosa feria de fin de semana. Dimos unas vueltas por el puerto, nos tomamos una cerveza mientras mirábamos pasar la gente y, ya algo fatigados, emprendimos el regreso. Llegamos sobre el filo del crepúsculo, y hubo un acuerdo tácito para perpetrar una de esas siestas tardías de las que nadie sabe a ciencia cierta si se terminan ese día o al siguiente.

(Esa vez me tocaba el sillón de la sala, y ahí quedé profundamente dormido hasta que percibí que alguien acariciaba mi cabeza. Breve pero intensamente, soñé que mi novia se había arrepentido de su pertinaz negativa a sumarse a la travesía y que sus dedos –de la manera más delicada que imaginarse pueda– me anunciaban el inicio de otro viaje, el mismo pero distinto. Cuando abrí los ojos y vi la cara de nuestra amiga asomada sobre la mía, no supe ocultar mi decepción y ella se embarulló en explicaciones sobre mi cansancio y su natural tendencia hacia la ternura. No importaba. Interesaba, en cambio, que me había despertado a la verdad de que estaba fatalmente lejos –en todo sentido– de aquella chica que se había quedado anclada en Buenos Aires y que desconocía la sutileza y la devoción de ciertas caricias.)

Moni llegó al otro día, y por la noche nos fuimos a recorrer las adorables callecitas de Barranco: adivinamos que allá abajo, detrás de un mar de brumas, se escondía el Pacífico, y en el Puente de los Suspiros nos rendimos a la elocuencia del verbo nostalgioso y a la vez preciso de Chabuca. Luego nos comimos unos suculentos anticuchos en un puesto callejero, pero el novio plenipotenciario –nuevamente estampillado a nosotros– nos terminó llevando a un restaurante repaquete que, claro, terminamos gatillando los argentinos. Al despertar, nos movimos como vietnamitas en los arrozales y nos escabullimos para ir “de incógnito” al casco histórico de Lima, que caminamos en santa paz hasta llegar a la Alameda de los Descalzos. Estábamos a punto de ingresar a este parque hechizado por los encuentros entre el Virrey y su caprichosa amante peruana, cuando nos llamó la atención una procesión que venía por una avenida aledaña.

Se trataba de un grupo que avanzaba como si fuese un solo hombre: acompasaban sus pasos al ritmo de una melodía luctuosa que ejecutaba una banda de vientos fúnebres, y entre todos parecían arrebujar un mismo sentimiento pesaroso y expiatorio. Al frente, marchaban unos negros grandotes como algarrobos que portaban una imagen religiosa, y sus rostros se veían sudorosos bajo las capuchas violetas que los cubrían. Pronto descubrimos que aquello que creíamos era sudor, en realidad, eran genuinas lágrimas de penitentes. Lloraban las mujeres, jóvenes y viejas, y lloraban los hombres de cualquier edad, todos ellos de riguroso traje y corbata, y un lazo, o una capa fucsia que denotaban su jerarquía en la congregación. El incienso, los colores, la música y los rezos agónicos del misticismo de los promesantes, nos llevaron a un recodo olvidado del Medioevo. Allí nos olvidamos para siempre de las perversiones de La Perricholi, y advertimos que también nosotros llorábamos, conmovidos por aquel pesar colectivo sin clemencia, reposo ni sosiego.

Cuando al fin aterrizamos en Cuzco, abandonamos ese mundo hispano y nos sumergimos en el cosmos de los pueblos andinos. Es verdad que los conquistadores dejaron sus marcas en todas partes, y que inclusive nos alojamos en un hotel que en sus años debió ser la residencia de una acomodada familia de la Colonia. Pero aún en las narices de la Catedral, los relojes carecían de eficacia y la vida transcurría en el tiempo cíclico del Inca. Nos habituamos con sospechosa facilidad, y acomodamos en espacios la nueva temporalidad. Por las mañanas, nos instalábamos en el Café Ayllu y allí charlábamos con el encargado, leíamos los periódicos y revistas, o simplemente mirábamos pasar la gente mientras oíamos las mejores piezas de la música clásica que sonaban en discos de pasta que uno mismo podía seleccionar. Por la tarde, luego de las excursiones, volvíamos a la Plaza de Armas a “nomás estar”, a conversar con los niños que nos rodeaban, a filosofar con ellos y pensar en voz alta donde alguna vez estuvo el “lugar del regocijo”.

Camino al mercado de Pisac nos detuvimos en la ruta, justo frente al Valle Sagrado: la mirada se perdió en una contemplación de siglos y tras aquellas Edades sentí arder, en el centro del pecho, la conciencia de los Amautas del Incario. Y en viaje a Machu Picchu paramos en Aguas Calientes, que entonces todavía era un pueblo de madera a un sólo costado de la vía. Nos cobijamos en una posada cuyo mayor atractivo era un quincho instalado en el fondo del patio: sentados en sus rústicas bancas, casi podíamos tocar la ladera de la montaña pero se interponían las rugientes aguas del Urumbamba, capaces de arrasar con rocas, árboles, y pueblos enteros. En plena ciudadela trabamos amistad con tres canadienses (una mujer y dos varones), y a la noche nos los volvimos a cruzar en el poblado: tomamos tantas cervezas y nos reímos tanto hasta las primeras luces del alba que luego no nos pudimos explicar, ni entonces ni ahora, cómo fue que hablamos y entendimos a la perfección el idioma inglés.
Fue uno de los milagros de aquel viaje, aunque no el último. El prodigio final sucedió cuando bajamos por segunda vez del Machu Picchu, y tuvo como testigos a la montaña, al Vilcanota y a un solidario grupo de descendientes de los incas. Pero esa es otra historia. Y habría que ver si en ella caben toda la  incredulidad, el pasmo y el asombro por la cantidad de cosas que pasan en un solo minuto de algunas vidas.

Carlos Semorile

domingo, 19 de octubre de 2014

Los Desamparados del Mandala





Hace ya más de veinte años -parece mentira!- un grupo de futuros astrólogos nos propusimos algo inaudito: convocar a los estudiantes varones de la Escuela de Astrología Casa XI alrededor de una esfera terrestre, en vez del habitual Mandala celeste. Tres de los organizadores teníamos Ascendente en Géminis y, como buenos hijos de Mercurio, quisimos dejar por escrito tanto los alcances de la iniciativa, como los imaginarios logros de un equipo mítico: “Los Desamparados del Mandala”. El primer volante ya se apartaba largamente de las pautas de la institución, y proponía lo irreflexivo como camino al Conocimiento:

“Varón de Casa XI, ¿recuerdas tu primer Mandala? ¿Aquellas tardes en que supiste ser feliz corriendo detrás de un balón, mientras gritabas como un energúmeno? ¿En fin, las verdaderas pasiones?

Sí, es el fóbal que ha llegado a este antro de reflexión, para que trabajes lo único que a esta altura te queda en la Sombra: tus músculos.

Sumate a uno de los equipos existentes, o forma el propio, o simplemente acercate los miércoles, minutos antes de las 22 hs., a Boedo 33, donde un grupo de forajidos hace correr el esférico con elegancia digna de mejores fines. No te pierdas el placer del vestuario, pleno de misoginia alegre e irreflexiva, con los mismos comentarios sabihondos de siempre. Acercate a vivenciar cómo los tránsitos concretizan adiposidades varias en el plano de la más burda materia. Participá de los festejos a lo Ramiro Bebeto, de las atajadas intuitivas de Eugenio, y ampliá tu nivel de conciencia viendo a esa aplanadora que son Los Desamparados del Mandala.

Atenti: durante el transcurso del match es prohibido hablar en código astral. Quien lo hiciere sufre la expulsión temporaria del terreno de juego y está obligado a cantar el Himno de Los Alquimistas Eslovacos -versión original y remix-. 

Neptunianos: sobre el final control antidoping, never efedrinas, Rescue Remedy ni Flores de Beethoven.
                 
¡¡¡Macho, vení o acumulás Karma!!!”

Como pensábamos que todo era válido para sacar a nuestros congéneres de su divagar por las inmensidades, el segundo volante incluía desde una cita erudita, hasta una velada amenaza plutoniana:

Tenemos el destino que somos y somos el destino que tenemos”. José Saramago.

“Por eso, ahora: Fútbol para Astrólogos.    

Los miércoles de Luna llena nos juntamos con corazón y pases cortos a patear el Mandala en Boedo 33, minutos antes de las 22, Hora Sideria Local GMT.
Animate, somos todos Plutonianos.
                   
Invitan: Los Desamparados del Mandala, amor por la redonda y tribu de comportamiento Neo Rudhyariano.”

En la tercer convocatoria (que titulamos “Los machos”), directamente apelamos a tocar la fibra más rudimentaria de los compañeros, su costado menos sofisticado y pulido. También se puede leer allí, como marca de época, una velada crítica al menemismo imperante;

“Los machos gritan, traspiran, pelean, son soeces, maleducados y vulgares. Pendencieros, roñosos, feos, inmorales y pervertidos. Con el tiempo llegan a ser médicos, capataces, abogados, estibadores o ingenieros. Algunos se vuelven astrólogos. Tenemos motivos para pensar que esto último es un error, un camino extraviado en los confines del universo.

Estás a tiempo de enmendarlo. Si tenés entre 17 y 70 Revoluciones Solares encima, vení a jugar al fútbol. Todos los jueves en el Open Gallo -Gallo al 200-, sacamos a pasear nuestros perdidos instintos, para decirnos las peores cosas con la mejor cara. Para entender de una vez por todas que la mejor patada es que la que se da con amor. Para gozar como chinos taoístas, tanto con nuestras victorias como con las derrotas ajenas. Es tiempo de solidaridad.

Invitan -una vez más- Los Desamparados del Mandala, titulares de la Copa Stephen Arroyo del ´94. Cada año más tristes, cada vez más solos.”
                   
Pese a todos estos llamados, no pudimos sostener la experiencia futbolera en Casa XI, y la misma, al menos hasta donde sé, no hizo escuela. Pero la gozamos como pibes, nos permitió hermanarnos en el juego, e inclusive inaugurar una variante insospechada del periodismo deportivo: el análisis astrológico de las alternativas del fulbito. Y ahora, releyendo estos apuntes cachafaces, me doy cuenta que aquel disfrute lo prolongamos de la mejor manera: riendo y escribiendo.

Carlos Semorile

jueves, 9 de octubre de 2014

Siempre quise llamarme Omar



Foto: Teresa Perrone


 Es lo que me sale decir cuando veo una foto alucinante que compartió la amiga Teresa Perrone y que muestra la entrada a la medina de Fez, en Marruecos. Si se observa en detalle, hay por allí algunas antenas y cables que desentonan un poco, pero el cuadro general es el mismo que debieron conocer los árabes del Siglo IX: las murallas de la ciudad, dos grandes torres a los lados del portón de ingreso y, desparramadas a sus pies, las tiendas de un abigarrado mercado que ocupa todo el espacio disponible y por donde no parece posible desplazarse de otra forma que no sea a pie. La imagen es tan sugestiva que atravesamos las murallas con la imaginación y nos echamos a andar por los estrechos callejones para conocer sus mezquitas y madrazas, divisar los intensos colores de las curtidurías, embriagarnos con los olores de los zocos de especias, y alcanzar a oír la invitante llamada del muecín.

“Maravilla!”, escribo como comentario, y agrego aquello de que siempre quise llamarme Omar. Parece un convite a la chacota, y nos divertimos un rato en el parrandero, inteligente y generoso muro de Teresa. No quiero ni pensar qué otras cosas hubiesen escrito est@s sátrapas si además les contaba que mi padre quiso bautizarme “Ravic”, nombre egipcio que significa hijo del Sol. Pero mi madre se opuso a parir un hijo “rabino”, y además mi viejo no estaba bajo la influencia del dios Ra sino conmovido por “Arco de Triunfo”, la novela de Remarque cuyo personaje central es un médico alemán que ha escapado de un campo nazi y que vive en París bajo distintas identidades. Aunque bajo todas ellas, Ravic es siempre un pesimista, y a la vez un hombre tan solidario como solitario que no logra evitar enamorarse de la desvalida Jeanne. Entre tragos de “calvados”, Jeanne se entrega entera pero, ay!, busca otros cobijos.

Ravic se aparta, racionaliza, sufre y, al final, siempre parece seguir el consejo de Khayyám: “¡Bebe vino! Largo será el tiempo que habrás de dormir bajo tierra sin compañía de mujer y sin amigo”. El Gran Omar, como lo llamaba uno de mis tíos, hijo de una época donde se podía ser matemático, poeta y astrónomo, sin academias que compartimentasen el conocimiento. Un ojo en el cielo y el otro en la tierra, la circularidad de las estrellas y el comportamiento errático de las criaturas, las leyes inmutables y la posible piedad recogida en versos que serán como santuarios para los hombres. La sabiduría en la memoria antes que en la piedra, largas jornadas de intemperie, la hospitalidad de las tiendas del desierto, los narradores y cuenteros en torno a las fogatas, la impostergable cita en Samarra, y la salvación y la perdición detrás de un velo carmesí y el fulgor de unos ojos negros. Y todo ello cifrado en el nombre Omar.

Así y todo, no vinieron por ahí las ganas de tener este nombre. Sucedió que, siendo niño, conocí a Omar. Era joven y bello, y tenía un “algo” como de mulato. Venía a visitarme durante la larga convalecencia de la fiebre tifoidea que casi me saca de este mundo, y siempre me regalaba su confianza en mi victoria final. Claro, Omar era un hijo de la Revolución Cubana y en 1972 ya estaba en Santiago como parte del apoyo de Fidel al Chicho Allende. Como el poeta, Omar aprendió “a quitar con piel el frío” y terminó por amar “a una mujer terrible”. A la vez, estrechó lazos con los exiliados argentinos, y en “aquella ciudad acorralada por símbolos de invierno” no alcanzó a ver que la ortodoxia juzgaba mal su vínculo extramarital y sus amistades peronistas. Lo obligaron a volver, y fue un injusto adelanto de su cita en Samarra. Nos dejó su sonrisa, su alegría y, a mí en particular, el amor a un nombre que tal vez ni siquiera fuese el suyo propio.

Carlos Semorile






Paulo Freire: el pedagogo como artista y político

"(...) el educador es también un artista: él rehace el mundo, él redibuja el mundo, repinta el mundo, recanta el mundo, redanza el mundo..."

***

"La única manera de aumentar el mínimo de poder es usar el mínimo de poder. Vamos a admitir que tú tienes solamente diez centésimos, un metro de espacio, si no lo ocupas, el poder mayor te ocupa este metro. La transformación del mundo pasa también por esta aprehensión conscientemente crítica del mundo"

Paulo Freire
(1921-1997)

martes, 7 de octubre de 2014

ARCIS: la inaceptable agresión a Elisa Neumann



Hubo un tiempo en que algunos creímos entender (quizás estábamos equivocados) que ser de izquierda era asumir un grado de compromiso con el ser humano. Con el otro. Y especialmente, entre todos los otros, con los más necesitados. Una manera de organizarse y de actuar a favor de los intereses de un colectivo en el que nunca los intereses personales podían imponerse por sobre el proyecto en el que uno estaba participando. Por ende, ser de izquierda implicaba una forma de conciencia social, política que era también, y fundamentalmente, una postura ética. Hubo un tiempo en que ser de extrema izquierda era una forma de entender cómo funciona el poder en una sociedad y los diversos mecanismos que llevan a la humillación del otro, a la explotación del otro, a la ofensa cotidiana del otro. Y por eso, ser de extrema izquierda quería decir también que uno luchaba contra la extrema injusticia, contra la extrema miseria, contra la extrema ignorancia, contra la extrema explotación del hombre por el hombre. Pero ser de extrema izquierda quería decir además que uno estaba a favor de la extrema solidaridad entre los hombres. Y en búsqueda, todos los días, de las condiciones que pudieran generar el justo y necesario diálogo entre hombres y mujeres de bien. Por lo mismo, ciertos gestos, ciertas actitudes, ciertas palabras, incluso, no podían ser las de la gente de izquierda ni menos las de la gente de extrema izquierda. Que esto haya sido en ocasiones transgredido, no anulaba el principio, la aspiración de muchos a trabajar también a favor de una ética militante.

Frente a la agresión cometida ayer contra Elisa Neumann, actual rectora de la universidad ARCIS, la única palabra que se impone es: inaceptable. Nada, nada, nada puede justificar la violencia física y verbal que se ejerció en su contra dentro del recinto universitario por un grupo de estudiantes. Decirlo no es ubicarse en la contienda a favor o en contra de la universidad, a favor o en contra de quienes resulten responsables del ocaso de un proyecto pedagógico y político que fue defendido por quienes forjaron esa universidad y por quienes, en medio de cataclismos internos, han seguido defendiendo el proyecto inicial a pesar de todo y, muchas veces, a pesar de sus propios compañeros. Quiero creer que llegará el momento en que se podrá establecer con exactitud las responsabilidades que, en el caso de ARCIS, han llevado al quiebre de toda una manera de concebir el trabajo en común y en pos de los jóvenes. Y quiero creer también que el ocaso del proyecto no condenará al olvido el proyecto mismo y lo obrado por tantos y tantos profesores que dieron lo mejor de sí. Porque los hubo. Y es más: los sigue habiendo.

Pero por indignante que pueda resultar lo acontecido todos estos años en ARCIS, aun así, nada nos autoriza a adoptar como propios los comportamientos de quienes hicieron este país tal como es hoy, en ese laboratorio de la ignominia que fue la dictadura chilena. Hoy por hoy, estar indignado no me da derecho a violentar al otro, a intentar humillarlo, a avasallarlo, pero me da en cambio la obligación de buscar nuevos caminos y abrirlos. Para manifestar mi desacuerdo y mi propuesta. ¿Dónde está la propuesta? ¿Con qué lenguaje está siendo formulada? ¿A favor de quiénes? ¿Y según qué tipo de concepción del ser humano? ¿De los derechos? ¿De los deberes? ¿De lo común?

Las imágenes que circulan en Internet, y que permiten asistir a distancia y en total impotencia a esta agresión de Elisa Neumann, dan la medida exacta de la derrota de las izquierdas chilenas. De todas las izquierdas. Estamos derrotados si, frente a una situación de crisis (que desde luego no intento negar), algunos se otorgan el derecho de agredir de la forma en que lo hicieron física y verbalmente. Confieso que tanto como las imágenes me impactaron las palabras. El tono. ¿Qué cosa buena y duradera podría construirse en ese tono?

Confío en que todavía quedan personas, individuos que junto con otros individuos, algunos de izquierda y otros no –porque de vuelta estamos todos, o casi todos, y vamos a necesitar nuevas palabras para nombrar lo que queremos ser y lo que no queremos ser–, lograrán, lograremos, recomponer un escenario, muchos escenarios, partiendo de un nuevo abecedario político. Aprendiendo a leer desde los desastres que hemos cometido o que no hemos logrado impedir. Y generando un nuevo vocabulario para nombrar acciones que todavía están por hacerse. Escenarios donde el respeto que uno exige para sí no se defienda a patadas. Donde mi propia dignidad no tenga como condición tu humillación. Donde mi derecho no se imponga a través de la violación de tu derecho. Donde mi legítimo enojo no genere más enojo sino que logre ser constructor de eso que todos, algún día, estuvimos buscando. ¿Un mundo mejor?


Antonia García Castro




viernes, 3 de octubre de 2014

Con seudónimo



Una de mis amigas, un tiempo atrás, después de leer este blog, me preguntó si Valeria Matus era yo. En su momento no le di importancia. Me causó gracia y le aclaré que no, que Valeria Matus no era un seudónimo mío (aunque uso seudónimos) sino una amiga que conocí en épocas del liceo. Vaya uno a saber porqué ciertas imágenes quedan grabadas a la manera de una foto en un álbum de los de antes. Así recuerdo yo a Valeria, la primera vez que la vi, enmarcada en una puerta. Enmarcada en el espacio de la puerta. La profesora había abierto y ahí estaba “la nueva”, en el centro de ese rectángulo, como una foto que nadie iba a tomar salvo mi cariño sentadito en primera fila como los buenos alumnos, como los insoportables buenos alumnos. Me veo mirando a Valeria y podría decir cómo estaba vestida, cómo llevaba el pelo, y la certidumbre que tuve que ahí, en ese espacio, estaba retratada de cuerpo entero una amiga mía a la que no conocía todavía. No es mi intención contar los pormenores de esta amistad que viene desarrollándose desde hace más de veinte años con muchas idas y venidas. Pero pasó que hoy, leyendo el último texto de Valeria, me dieron ganas de contar(le) que yo también estuve en el Chez Henry. No una vez sino muchas veces. Que una de mis madres me llevaba (tuve dos madres) y que los días de suerte probablemente iba con las dos. Que ahí en el Chez Henry fui la “niña mimada” de un cantor de tangos argentino. Mario Córdoba era su nombre (si mal no recuerdo). Y yo llegaba a los tres, a los cuatro, a los cinco años, con la seguridad de quien está en su casa, directo a los brazos de Mario, estuviera o no cantando. Y también recuerdo a los mozos, si bien no podría hoy distinguir a uno en particular. La sensación de estar en un mundo aparte, elegante y popular (no es una contradicción), donde Chez Henry era “chesanrí”, porque en esa época no tenía la menor idea de que había un idioma llamado francés ni un país llamado Francia. Tampoco me importaba saber escribir, bastaba con saber decir: “ya po vieja, vamos al chesanrí”. Y nada más. Por eso pienso que si bien Valeria es Valeria y Antonia es Antonia, como la vida es misteriosa, capaz que las personas somos como los pedacitos de un espejo milagroso que alguna vez se rompió. De ahí, la sensación a veces de “encontrarse”, de estar más enteros que antes, en compañía de un amigo. De una amiga.

Cándida

La ciudad y sus latidos



3. La cartelera de cine

Una de las cosas que me pareció fascinante cuando llegué a vivir a Santiago, recién salida del colegio, fue la cantidad de cines que había. Yo venía de una ciudad pequeña en que había solamente una sala y descubrir un mundo en que se podía elegir qué película ver, si optar por un estreno o volver a ver un clásico fue literalmente descubrir otra dimensión. 

La calle Huérfanos era efectivamente un paseo en ese sentido, ya que la mayoría de las salas de cine del centro (había también muchas más en otros sectores) se encontraban ahí. Si uno venía desde el Cerro Santa Lucía hacia La Moneda, se encontraba con el Lido, que tenía una pantalla enorme. Luego, el cine Huelén donde daban películas para niños. Más allá, los Rex con tres salas, luego el Huérfanos también con tres salas. Entre medio, el Imperio en la galería comercial y al final, el Gran Palace que tenía como doscientas butacas. Los miércoles eran a mitad de precio y usualmente se llenaban con estudiantes lo que daba un ambiente singular de especial entusiasmo. Todos los cines tenían entonces una costumbre que era muy útil y me encantaba. En realidad, no me encantaba en ese momento. Me di cuenta de eso cuando desapareció. Cada uno tenía afuera en la calle una pancarta con su cartelera y la de todos los demás cines de Santiago, con los horarios y precio. Digo que me encantaba porque, además de ser práctico, le daba a ese rubro un cierto lado provinciano de hospitalidad. Imagino que los cines no pertenecían a una misma cadena como ahora. Sin embargo, había una coordinación entre ellos, un afán de ser una empresa promotora de ese género y, tras el negocio real que tenían (vender entradas), había en ello como un acto de invitación a pasar al cine, de facilitar el entretenimiento al espectador y convidarlo a asistir a alguna función, sin importar que tal vez eligiera la competencia. 

Un día llegó una multinacional con el formato de cine impersonal, con sonidos espectaculares y un gran y luminoso mostrador de venta de golosinas y gaseosas. Ingresaron al mercado con precios muy bajos que liquidaron los cines tradicionales. Recuerdo muy bien cómo fueron todos desapareciendo de a poco, uno tras otro, igual que una caída de dominó. El primero fue el hermoso cine Ducal, ubicado en un palacete antiguo frente al Teatro Municipal. Luego, durante una agonía que duró un par de años, los demás fueron cerrando sus puertas. El que más resistió fue el cine Gran Palace que se las jugó por una renovación que quedó bastante bien, mas finalmente no pudo seguir dando la pelea al monstruo de la sociedad limitada.

Pero volviendo a esos años, fue una linda época de juventud en que yo vivía sola en Santiago y descubrí Santiago. Llevaba poco tiempo en esa ciudad y, de hecho, poco tiempo en Chile. No conocía a prácticamente nadie y estudiaba en un instituto pequeño donde no había muchas probabilidades entonces de entablar tantas amistades. Usualmente, mi única compañía los fines de semana eran los personajes de las películas. Y en esos largos sábado solitarios, me encantaba salir al centro, porque había muchos lugares donde elegir pasar un momento agradable: tiendas, librerías, cafés y restaurantes, galerías, la Feria del Disco que era uno de mis recorridos favoritos. Esperaba cada mes tener un poco de dinero extra para ir a comprar un cassette de Los Beatles y ansiaba cuando llegara el día en que iba a tener la discografía completa. Y en esos paseos, siempre me detenía a mirar esa cartelera y más de una vez me tentaba y entraba a ver una película. 

Hoy, ese centro desapareció en gran medida. Hay cadenas de farmacia en el lugar de muchas vitrinas que eran muy bellas. Las librerías siguen existiendo aunque ocurrió algo parecido que con el cine. La Feria del Disco se declaró oficialmente en quiebra y todas sus sucursales desaparecieron de la noche a la mañana. La Galería Imperio fue demolida y hay en ese lugar una grúa gigantesca construyendo un centro comercial. Por cierto, el valor de la entrada al cine subió considerablemente apenas fue expulsado el último cine histórico. También se terminó el miércoles a mitad de precio y, por supuesto, la pancarta con la cartelera (para eso está Internet y la programación se puede ver en el I-phone).

Cuando  me sugieren ahora ir al cine, doy la tajante respuesta con lo que todo el mundo me mira como si fuera extraterrestre: “no me gusta el cine”. Y la verdad es que recordando el paseo Huérfanos, me doy cuenta de que quizás me he expresado mal. No es que no me guste “el cine”. Porque he visto películas en la televisión que sí me han gustado. Lo que no me gusta es “ir al cine”. Perdió ese atractivo de formar parte de una salida propiamente tal, que daba lugar a un esparcimiento improvisado y donde cada rincón podía estar luego asociado a un recuerdo: cuando descubrí la librería francesa, cuando me compré esa blusa estampada que dejaba sólo para ocasiones especiales, la primera vez que salí con mi primer novio (y usé esa blusa estampada que sólo dejaba para ocasiones especiales), cuando mi padre aún estaba vivo y solía venir a Santiago desde el sur, y me invitaba a almorzar al Chez Henry donde siempre nos atendía el mismo mozo que ya nos reconocía y recordaba nuestras preferencias de menú. Luego, siempre mi padre y yo dábamos largos paseos por las calles conversando y deteniéndonos por aquí y por allá.

En un texto sobre ciudad que leí hace poco, se cita el análisis “el capitalismo puede construir ciudades, pero no puede mantenerlas”, como una ilustración al hecho que la ciudad se desarrolla y crece (en el sentido de vida de la palabra, no de número)  en la medida que se basa en el residente y los actos diarios de ser residente: comprar en el kiosco, la florería, la panadería de la esquina, ir al parque, ir al cine. Y si el residente pierde el protagonismo, la ciudad queda destruida a merced de quienes solamente circularán en tránsito de manera masiva sin dejar huella ni recuerdo. 

La cartelera de cine fue uno de los distintivos de la ciudad cuando no estaba fragmentada. No sé cuántas personas la recuerden. Pero sí todavía hay gente que recuerda ese Santiago. Una vez me subí a un taxi y el chofer comenzó a divagar sobre ese centro donde “había tanto que hacer” (fueron sus palabras). De hecho, se acordó del Chez Henry y me vino un sentimiento tremendo de ternura, nostalgia y también pena porque ya no queda nada de esos momentos. Mi padre murió y nadie ha podido nunca remplazar su presencia y su compañía en esas caminatas, así como nada ha remplazado ese asombro que provocaba salir a recorrer una ciudad donde las cosas mutaban y mucho, pero no desaparecían y donde existía un restaurant siempre lleno de gente, sin embargo el mesero me hacía señas apenas me veía para que fuera a instalarme a la mesa donde me atendía y se acordaba de mi postre favorito aunque me hubiera tomado el pedido por última vez un año antes.

 Valeria Matus

Conductas




Hay películas con actores que trabajan de niños, y hay películas con niños. En las primeras, el mundo adulto le impone sus reglas a la infancia –que no es tal, sino un artificio–, y en las segundas se respeta la soberanía de la niñez como territorio de amores por demás intensos y muy singulares sinsabores. La cubana “Conducta” es una de esas películas con niños, un filme que la pega desde el título y no para de acertar hasta su último fotograma y –ya fundido a negro– en su diálogo final. Desde el vamos, decíamos, porque los adultos desean, promueven y pretenden ciertos y determinados comportamientos de la niñez en el aula, en la casa y en la calle. Pero cuando eso no sucede del modo previsto, es todo un régimen de conductas el que se viene en banda y deja al desnudo cuánto abandono cabe dentro de tantas reglas, pautas y cuadrículas. Y es entonces cuando emerge alguien que tiene un “miramiento” hacia el otro.

Ese otro es aquí un niño llamado Chala, que está a punto de ser enviado a una “escuela de conducta” por sus reiterados saltos a las normas aunque poco importa que tenga sobrados motivos para ello. Será su maestra Carmela quien le brindará el único cobijo que tiene: miramiento, ternura y buen trato (para usar los términos de Fernando Ulloa). Pero este amoroso miramiento –que le evita a Chala el estigma de ser derivado a una institución en buena medida correctiva– hace crujir los mecanismos del sistema educativo. De momento, la “encerrona trágica” de las instituciones se ha quedado sin su víctima sacrificial, y la película narra todo lo que acontece en el “mientras tanto” se decide qué pasa con el niño y con otras situaciones que se dan en el aula, y fuera de ella.

Ahí está el caso de Yeny, una alumna brillante que sin embargo no tiene una residencia que le habilite la vacante que ocupa en esta escuela habanera. Ella es “palestina”, es decir una migrante del Oriente de la Isla, y vive precariamente junto a su padre, que hace changas en el mercado y cada día gambetea, a veces con suerte “grela”, los controles de la policía. Es una niña resuelta y valiente, que ama el baile flamenco, y no hace caso a los lances, los piropos y las estocadas de Chala. Y esta es otra de las cumbres de la peli: las lejanías y los acercamientos entre Yeny y Chala son las de dos desvalidos que se encuentran y se reconocen en un recodo del camino. Toda su amistad tensa el relato bajo el sino de las verdaderas pasiones y de los amores genuinos.

También aquí la película de Ernesto Daranas se sale del molde. En casi todas las cintas de niños que se gustan hay un regalo, y en ese presente se cifran las esperanzas del enamorado/a. Pero pocas veces se percibe –como se refleja aquí– que esa entrega es algo así como una donación. Más que obsequio, más que agasajo, muchos más que ofrenda inclusive. Se trata de un acto absoluto de aceptación plena del ser del otro. Los desvalidos hacen esas cosas. Y se bancan la que venga. Son gestos que no se aprenden en una “escuela de conducta”. Tal vez lo hacen porque anhelan y necesitan la recíproca. Pero acaso lo hacen, y esta hipótesis me gusta mucho más, porque saben cuánta ternura, miramiento y buen trato necesitamos todos.

Carlos Semorile