jueves, 20 de febrero de 2014

Sobre el Gran Circo Hermanos Corales



Hace algunas semanas, a raíz de circunstancias misteriosas y largas de contar (me abstengo), recuperé de un viejo cassete, un tango. Hasta ahí nada anormal. Resulta que el tango, hecho en Buenos Aires, era chileno y hablaba de mi barrio. Razón por la cual yo tenía ese cassete. Decidí ponerlo en Internet para que otros lo pudieran escuchar. El tango tenía una particularidad y es que evocaba lo que había sido ese barrio en los años 20-30. Entre otras cosas: un circo y una familia de artistas circenses, los hermanos Corales. Hete aquí que hoy ese video puesto en Internet recibió un comentario, de un familiar… de los Corales… Y entonces ahora sí no puedo resistir a la tentación de compartir el comentario, el tango, un texto relacionado con el rescate de la grabación (San Diego en el corazón). Y para los enamorados del circo, una reseña completa de los Hermanos Corales.  AGC.

***

Jueves 20 de febrero 2014

Está creación del gran Chito Faró, dedicado a mi barrio San Diego, en cuya letra, dice “Tarde de verano cuando llegaba el circo, y los mocosos descalzos corriendo tras el tony Chalupa; y Los Hermanos Corales” que emoción, Los Hermanos Corales, Ellos son: Mis tíos, Dalberto Tomas, Ramón y Mis tías; Luz, Orlanda, Catalina, Flor, Doris y mi Madre, Juana. Todos ellos los Hermanos Corales, del gran Circo Hermanos Corales, fundado por mi abuelo: Juan Corales González, El SEÑOR CORALES, junto con su esposa mi recordada, y añorada abuela doña: Sara Toro de Corales. Tantas emociones juntas, al oír esta creación, recordar a mis tíos y tías, a mis abuelos, y el barrio San Diego, donde crecí. Lugar juegos en la Plaza Almagro, tienda Zabala, que cada mes de marzo, era la primera en uniformes, aquellas matinés del cine Esmeralda, librería Marconi, farmacia Francesa, casa Sierra y casa Val, Mercado Sur. Calle San Diego, testigo silencioso de mis aventuras de juventud, cierro mis ojos y puedo recorrerte, San Diego, sin olvidar detalles, y recodo, desde Alameda, hasta Placer… algún día si Dios quiere he de volver a ti. Mis sinceros agradecimientos a la señora Lucia Nilo Vidal.


Mauricio Corales





jueves, 13 de febrero de 2014

Del cuaderno de Cándida - Pensamientos fragmentados



“No digo que sea una verdad. Pero sí una posibilidad. La función de un libro, a lo mejor, es acompañar. No enseñar, no revelar, no entretener. Todo eso puede ser, son otras posibilidades. Me imagino que no hay porqué elegir entre unas u otras. Pero me resulta reconfortante pensar que la función de un libro es acompañar. Exactamente como dos amigos pueden acompañarse uno a otro. Caminar un rato. Hablar o callarse. Hablar y callarse. Escuchar al otro. Sentir la suerte que uno tiene porque ese otro, es amigo. Es amiga. Llevarlo del brazo. Llevarla. O que te lleve. Todos los libros que he amado se parecen a mis amigos. Son amigos. Entonces la cuestión sería, para el que escribe un libro, cómo se quiere acompañar. Si uno va a andar a los gritos, golpeando las mesas, diciendo: he aquí una verdad. O si uno se va a poner a un costado, para que en el libro de uno, se expresen los demás. O… etc. Las posibilidades deben ser infinitas”.

miércoles, 12 de febrero de 2014

Historia de la silla


Nos llega la noticia de la muerte de Santiago Feliú y, al menos para los de mi generación, es como si se nos hubiese muerto un hermano. Una muerte injusta, rastrera, con ganas de jodernos la vida llevándose a un tipo sensible, creador de piezas bellas y memorables, con una hondura y una mirada necesaria para el mundo.

Al menor de los Feliú lo adoramos desde sus primeras visitas a Buenos Aires, cuando el amor por Milanés y Rodríguez estaba más que cimentado. Pero Santiago era un par, era uno de nosotros encaramado a los escenarios con su timidez, su guitarra y su armónica. Era el muchacho al que podías saludar a la salida de un recital, y en una calle de San Telmo –mordiéndote los celos- permitir que tu novia le diese un largo abrazo y, a la cubana, un par de besos.

Fue el tipo que una vez dejó el alma en un Teatro IFT lleno de estudiantes barbudos, y muchachas fascinadas con su estampa. Ese día salimos cantando un grupo de amigas y amigos, y cantando tropezamos con una destartalada silla de mimbre que parecía salida de la canción de Silvio. Le hicimos, pues, los honores del caso, y cantando la llevamos hasta “La Verdulería”, donde inclusive nos retratamos con ella. Estábamos tan felices por el concierto de Feliú, que decidimos que la silla quedara entre nosotros como recuerdo de aquella noche de alegrías y canciones. Esa misma madrugada, beodos y todo, la llevamos a la imprenta que nos daba de comer en esos años y la instalamos en un rinconcito especial. 

Hace rato que la silla-tótem se desmembró, y ya hace muchos años que abandonamos el intento de saber quién es y de dónde salió una de las muchachas que nos acompaña en la foto de “La Verdulería”. Todo ello es accesorio. Lo único que importa es que al menos una noche en nuestras vidas supimos ser contemporáneos de un joven trovador enamorado. Y que, mientras vivamos, cantaremos sus canciones mientras evocamos su hermosa y ya eterna sonrisa.

Carlos Semorile

viernes, 7 de febrero de 2014

La cocina del cantar popular por Carlos Semorile


De entre las cosas que me enamoran de mi trigueña, destaco que suele cantar cuando se enfrasca en la cocina. No siempre, no todas las veces, pero, si está en vena, canta mientras amasa unos panes o prepara un postre. No es extraño que al escucharla evoque a mi joven madre, cuando se paseaba por la casa cantando La compañera, Merceditas o El Corralero. Con su hermosa voz educada en el coro del colegio de las monjas, ella podía pasar, sin demasiados conflictos, de algún villancico clásico a la Zamba del Chaguanco. Todas bellas canciones, pero a mí me emocionaba cuando arrancaba con estos versos: "Eras la tempranera, niña primera, amanecida flor, suave rosa, galana, la más bonita tucumana". No exagero si digo que, cuando mi churita cocina y canta, vuelvo a sentir que en el aire vibran los compases, pero también la sencilla elegancia criolla de La tempranera.

Todo esto viene a cuento de algunas charlas que desde hace tiempo venimos teniendo con el Tata Cedrón acerca de la música argentina. En un escrito anterior, conté sobre una juntada de cantores en la que, luego de hacer un repertorio de bellas zambas, huellas y estilos, surgió una reflexión colectiva respecto de que esa riqueza es nuestra, y que ella y no otra nos expresa. Allí decía que hace rato que el Tata viene bregando para que se conozca, se difunda y se valore el capital simbólico que encierra este “sonido criollo”, pero que tales cuestiones quedaban a la espera de un tiempo propicio. Que no es otro que este de ahora, en el que comenzamos a dejar testimonios provisorios, pero enjundiosos, de aquello que consideramos que debe ser pensado para que podamos modificar todo lo que sea necesario para que ese sonido criollo no se pierda.

Alguien podría preguntar, “¿pero, por qué habría de perderse?” Bueno, le responderíamos, por la misma razón que las mujeres ya no cantan en sus cocinas, y los señores ya no silban para acompañar los tangos que se les meten en el alma –como recuerdo lo hacía mi padre–. “¿Es que acaso alguien se lo ha prohibido?” No es tan sencillo como eso, les diremos con un resto de lecturas foucaultianas: el actual sistema de producción, distribución y difusión musical no precisa prohibir nada pues le basta saturar el mercado con “otras músicas” para que nadie tenga noticias de que existe una Zamba de la Candelaria o una Tonada del viejo amor. En concreto: si la hija de mi morocha, que también cocina bonito, tuviese su misma índole cantora no podría recorrer un repertorio que desconoce casi absolutamente. Y a no ser que uno crea que la Zamba de Lozano o la Milonga sentimental no merecen ser escuchadas, disfrutadas y atesoradas por las nuevas generaciones de argentinos, esto es ciertamente penoso.

Decíamos que estas líneas son provisionales pero, aún en su estado de transitoriedad, elegimos decir de entrada que nos enfrentamos a un enemigo al que no le conviene que nuestra diversidad musical se encuentre con los oídos que serían sus naturales destinatarios: los de nuestros propios compatriotas. Esa maquinaria tiene un rostro difuso pero no puede eludir tener, aunque más no sea, algún nombre: “el mercado”, sus “industrias culturales”. Seguiremos escrachándolos para que nadie se llame a engaño.

Carlos Semorile