viernes, 7 de febrero de 2014

La cocina del cantar popular por Carlos Semorile


De entre las cosas que me enamoran de mi trigueña, destaco que suele cantar cuando se enfrasca en la cocina. No siempre, no todas las veces, pero, si está en vena, canta mientras amasa unos panes o prepara un postre. No es extraño que al escucharla evoque a mi joven madre, cuando se paseaba por la casa cantando La compañera, Merceditas o El Corralero. Con su hermosa voz educada en el coro del colegio de las monjas, ella podía pasar, sin demasiados conflictos, de algún villancico clásico a la Zamba del Chaguanco. Todas bellas canciones, pero a mí me emocionaba cuando arrancaba con estos versos: "Eras la tempranera, niña primera, amanecida flor, suave rosa, galana, la más bonita tucumana". No exagero si digo que, cuando mi churita cocina y canta, vuelvo a sentir que en el aire vibran los compases, pero también la sencilla elegancia criolla de La tempranera.

Todo esto viene a cuento de algunas charlas que desde hace tiempo venimos teniendo con el Tata Cedrón acerca de la música argentina. En un escrito anterior, conté sobre una juntada de cantores en la que, luego de hacer un repertorio de bellas zambas, huellas y estilos, surgió una reflexión colectiva respecto de que esa riqueza es nuestra, y que ella y no otra nos expresa. Allí decía que hace rato que el Tata viene bregando para que se conozca, se difunda y se valore el capital simbólico que encierra este “sonido criollo”, pero que tales cuestiones quedaban a la espera de un tiempo propicio. Que no es otro que este de ahora, en el que comenzamos a dejar testimonios provisorios, pero enjundiosos, de aquello que consideramos que debe ser pensado para que podamos modificar todo lo que sea necesario para que ese sonido criollo no se pierda.

Alguien podría preguntar, “¿pero, por qué habría de perderse?” Bueno, le responderíamos, por la misma razón que las mujeres ya no cantan en sus cocinas, y los señores ya no silban para acompañar los tangos que se les meten en el alma –como recuerdo lo hacía mi padre–. “¿Es que acaso alguien se lo ha prohibido?” No es tan sencillo como eso, les diremos con un resto de lecturas foucaultianas: el actual sistema de producción, distribución y difusión musical no precisa prohibir nada pues le basta saturar el mercado con “otras músicas” para que nadie tenga noticias de que existe una Zamba de la Candelaria o una Tonada del viejo amor. En concreto: si la hija de mi morocha, que también cocina bonito, tuviese su misma índole cantora no podría recorrer un repertorio que desconoce casi absolutamente. Y a no ser que uno crea que la Zamba de Lozano o la Milonga sentimental no merecen ser escuchadas, disfrutadas y atesoradas por las nuevas generaciones de argentinos, esto es ciertamente penoso.

Decíamos que estas líneas son provisionales pero, aún en su estado de transitoriedad, elegimos decir de entrada que nos enfrentamos a un enemigo al que no le conviene que nuestra diversidad musical se encuentre con los oídos que serían sus naturales destinatarios: los de nuestros propios compatriotas. Esa maquinaria tiene un rostro difuso pero no puede eludir tener, aunque más no sea, algún nombre: “el mercado”, sus “industrias culturales”. Seguiremos escrachándolos para que nadie se llame a engaño.

Carlos Semorile