domingo, 30 de abril de 2017

Un hilo invisible...

Agradecemos el aporte de Mónica al blog. Su lectura. Su visión

*

"También en Raisa, ciudad triste, corre un hilo invisible que enlaza por un instante un ser viviente a otro y se destruye, luego vuelve a tenderse entre puntos en movimiento dibujando nuevas, rápidas figuras de modo que a cada segundo la ciudad infeliz contiene una ciudad feliz que ni siquiera sabe que existe".

ITALO CALVINO
Las Ciudades Invisibles



sábado, 29 de abril de 2017

Con su amada letra




 Debo habérsela pedido alguna vez y el 29 de abril, que era y es el día de “Briyi”, podría ser un buen momento para que cocinemos esta receta suya:

Poner en una cacerola grande 2 cubos de verdura y 1 de carne Knorr Suiza en abundante agua (No necesita sal). 2 o 3 cebollas medianas cortadas en trozos, 4 dientes de ajo, perejil, 1 ramita de apio, 1 ají o medio cortado en trozos grandes; si hubiere choclo, 1 o 2 que hiervan bastante para darle sabor (si son de estación y para comer deben hervir apenas 4 o 5 minutos pues si no se endurecen, por lo tanto hay que ponerlos al final). Cortar calabaza en trozos, luego de sacarles la semilla con una cuchara y ponerlas en la olla; rallar varias zanahorias y agregarlas. Cuando todo hierve bastante y el zapallo está cocido, sacar con una espumadera las cebollas y luego con el prensa papas o pisa puré pisar todo dentro de la misma olla hasta que quede deshecho. Espumar para sacar las cáscaras del zapallo o calabaza. Poner una pizca de pimienta y servir. (Sirve para varios días). Mamá.

Me conmueve tanto o más que muchas de las cosas que me escribió, o como esos recordatorios que dejó en sus libros (“Regalo de mi hijo Carlos”). En los trazos de su fina letra manuscrita, se trasluce que fue tan bella como dulce. 


Carlos Semorile

viernes, 28 de abril de 2017

Elogio de las islas

1
 
Navegando
en miserables sentinas
o aferrado a restos de sus naufragios,
esperando un latido,
un resplandor
escondido en la niebla
encalló al fin contra una isla,
airoso y triste,
"sin esperanza y sin miedo"
como enseña el cruel blindaje del dolor.
Islas,
amadas islas
en medio de nada
que acogen sin preguntar
ofrendan sin nada pedir
en el justo instante.
Dan de beber,
abrigan de paz,
silencios y rumores
venidos del tiempo.
Besar
su cuerpo
con gratitud.

 
2
 
Cansado ya de amores superficiales
-platónicos u otros-
desamores,
sospechosas transacciones,
olvidos
y otros vericuetos del alma humana,
ancló en íntima, 
necesariamente solitaria isla.
Viaja en ella, con ella,
en cualquier momento del día
o de la noche. Le habla y ella responde,
estudia sus silencios sin impedir
los ruidos de la furia que lo rodea.
Es su vocación primera recibir al náufrago,
contenerlo, abrigarlo, darle de beber,
asegurarle su espacio, obligarlo a que la habite
y de ese modo comience a oírse
a entender que isla no es prisión
si no límite que fortalece el alma,
isla es espejo sin imagen
en el momento de mirar hacia adentro.
De lo que vea dependerá
si quiere huir una vez más,
inconstante una vez más,
hacia el próximo naufragio.
O comprender que está
simplemente despojado,            
ya,
de mezquindades, miedos, opresiones,
maldades, tristezas, 
y abierto
ya,
a la caricia de la brisa
o el frío de la madrugada
y al sol implacable de bondad.
Reparar  y, sobre todo 
renacer, ser parte
todos los días, 
de lo que haya qué.



El Profe

jueves, 27 de abril de 2017

"Yo hago la vida de siempre..."



En una de sus pocas cartas fechadas, mi abuela Olga me escribía desde tierras aztecas el 4 de octubre de 1979 y me incentivaba a conocer “…algo de Méjico que es muy verde, hay plantaciones hasta en los cerros y flores por todas partes, calles angostas y anchas, callejones, y vas por una calle y de repente se desvía porque hay árboles en medio de la calle, qué te parece?” Me pareció maravilloso, y un año más tarde recorría esas calles empedradas, con sus árboles respetados y sus muros tapizados de preciosas Santa Rita.

El resto de “nuestra correspondencia” carece de fechas, pero está claro que se trata de las cartas que me escribió cuando yo estaba en la colimba esperando la baja que se demoraba en llegar: “Sol de tu abuela, te extraño mucho y te quiero más y quisiera que pronto estés de vuelta en casa para alegría de todos los que te queremos”. ¿Lloraba cuando recibía estas caricias, o me la aguantaba como un machito argentino y novel infante de marina?
  
La Bubú, como la llamaba, no pudo estudiar más allá del “primero superior” pero sabía bien cómo escribir una carta que iba a pasar por la censura militar, y entonces ponía frases tipo “como los sé justos” y poco menos que les detallaba mi historia clínica. También se las arreglaba, pese a nuestros disensos religiosos, para llenarme de bendiciones: “Yo ruego a Dios te proteja y ampare y que te ayude en todo momento (…) mereces que Dios te bendiga”. Encerrado en una base naval, no venía a Dios ni de soslayo. Hoy, le respondería “Amén”.

Como en las epístolas carcelarias, otro ítem reiterado era el de las visitas, su proximidad o lejanía: “Te extraño mucho porque me hacés falta y tu compañía me hacía mucho bien, ya estoy contando los días que faltan para poder verte de nuevo”. Una de las imágenes más lindas que conservo de aquellas visitas mixtas (la familia más los amigos), es la de Olga conversando con María Vaner, quien visitaba al hijo que había tenido con Leonardo Favio. La Vaner conocía la historia de Olga y, muy amorosa, le tomaba las manos mientras la escuchaba.

Releo estas cartas, muy similares entre sí, y me encuentro con ese modo suyo de pedirme que me cuidara, que comiera porque había adelgazado mucho y ya era puro “piel y huesos”, y de repente me encuentro con esta inusual confesión de su vida cotidiana: “Yo hago la vida de siempre, tomo mate, hago los mandados, después la comida y espero a la tía Moni, así todos los días y te extraño mucho”. ¿Llegamos a decirle lo mucho que nos hacía falta ella a nosotros y la necesidad que teníamos de su sencilla “vida de siempre”?

En la inmensidad de su cariño, no tenía empacho en despedirse formalmente y arrancar de nuevo desde el encabezado hasta llegar a una segunda o tercera despedida, que es lo que -a veces- nos permitimos hacer al final de las reuniones cuando salieron hermosas y no queremos que los amigos se vayan. Y de entre todos esos finales inciertos, elijo éste y a él me abrazo: “Un abrazo grande de tu abuela que no sabe vivir sin tu presencia querida”.


Carlos Semorile

miércoles, 26 de abril de 2017

Complicidad




El hombre del que me enamoré usaba fungi. Lo preciso porque no es lo mismo un sombrero redondo que un fungi. También usaba un impermeable largo porque en esa época llovía. (Mucho llovía). El conjunto le daba un aire a Humphrey Bogart pero sospecho que no es por eso que me enamoré. Por mi parte, no usaba ni uso sombrero. No me atrevo. Algún día me atreveré. Seré una mujer con sombrero. Eso suena bien. Por lo pronto uso boinas, que no es lo mismo. Las pierdo. Espero que alguien las encuentre y las use en mi lugar. Eso sería un parecido con la foto. El amor y los sombreros. Fuera de eso, todo es diferencia.

El hombre del que hablo no es Chaplin. Si lo fuera, quizás no me habría fijado. El asunto es que me fijé. Yo tampoco soy Paulette Goddard. Y eso es una gran injusticia. ¿Por qué no soy Paulette Goddard? El único parecido que tengo con el personaje es que también tengo hermanitos (es importante tener hermanitos). Pero si elegí esta foto es por otras razones. Podría haber elegido una mía y del hombre. Hay una. Nos presenta sentados en una mesa de bar, él escuchando alguna cosa que yo le estaba diciendo y yo mirándolo como si la verdad revelada estuviera depositada en su persona. Algo así. Él salió precioso y yo me veo más joven de lo que era entonces. A un amigo nuestro le gustaba esa foto. “La quiero”. Le hice una copia y se la di.

Pero la escena que quiero contar no es la del bar. Es otra y no tuvo foto. Ese es el tema. No había nadie. Sólo nosotros.

*

A veces, me lo reprocha: “no estoy en tus textos”. Lo dice gentilmente. Tanto, que casi no parece un reproche. Sigo tomando mi café. Lo miro desde el otro lado de la mesa y trato de no equivocar las palabras. Me cuesta. Se me despierta una súbita pasión por las matemáticas. Hago el cálculo. Veinte. Han pasado casi veinte años desde el fungi, la lluvia, el bar aquel. Diez. Durante no menos de diez –casi once– años estuve trabajando en un libro. No en un texto. Un libro. Un libro que sí habla de él. (Con pudor). Por otra parte, tengo algunos textos menos pudorosos de corte romántico. Los tiene él. Están entre sus papeles y de vez en cuando resurgen. Es cierto, no se me ocurriría publicarlos. ¿Entonces? Mientras voy barriendo, acomodando cosas, lavando platos, cortando cebollas, pienso: ¿qué cosa sería ese texto? ¿Sobre qué aspecto podría decirse algo?

Sin embargo, hace ya varias semanas que este blog habla de amor.

*

Sobre temas de amor, lo que puedo decir es que siempre fuimos una pareja atípica. Creo que todas las parejas lo son. Sólo que el atipiquismo… no se da siempre por el mismo lado…

Por ejemplo, cuando nos conocimos él tenía la cabeza blanca. Yo no. Recuerdo haber buscado algún cabello blanco en mi melena de entonces y me escucho decir: “¡mira!, ahora tengo canas”. Lo dije con alegría. (Después se me pasó). Atípicos también lo fuimos en otros aspectos. Me vine a dar cuenta de esto hablando con otras mujeres que lo amaron. Eso –después lo supe– es otro atipiquismo. Al parecer no es tan común que mujeres que han amado o aman a un mismo hombre puedan conversar lo más tranquilas. “Semejante morocho” me dijo una vez una admiradora. Me hizo reír. Siento una profunda y verdadera ternura por algunas de esas mujeres. Por una en especial. Pero no es intención de este texto discutir ni polemizar sobre una idea tan bizarra.

Resulta que un día nos fuimos de la ciudad de la lluvia. Nos fuimos no más.

*

No fue nadie al aeropuerto. Ni cuando salimos de allá. Ni cuando llegamos acá. No es una crítica. Es un dato. Un dato que él me hizo notar. Había pasado treinta años en ese país pero el día en que se fue estaba solo. (Solo conmigo, que no es del todo solo). Para no faltar a la verdad hay que decir que los amigos organizaron despedidas. Hubo fiestas. Regalos. Abrazos. Parecido ocurrió al llegar. Pero es cierto: en el aeropuerto… rien de rien. Se me quedó esa imagen de soledad. Más tarde, en el momento en que el aparato tocó suelo argentino, nos tomamos de la mano. Fue un aterrizaje inolvidable. Algunas horas después, ya saliendo del subte, en pleno corazón de Buenos Aires, él pegó un grito tremendo. Era el grito del hombre que vence porque vuelve.

*

Por eso, mientras no encuentro la forma de que el hombre aparezca en el texto, elijo ese momento. Es un lindo recuerdo. Fue un día de julio. Hace ya mucho tiempo. Nadie tomó la foto pero yo me la represento así como esta otra. La misma ruta. El mismo horizonte. Las mismas manos. La misma soledad. Complicidad.


Cándida