miércoles, 30 de agosto de 2017

En búsqueda de un interlocutor



Victor Hugo, el único, el mismo, supo decir que el monólogo estaba en la naturaleza. O algo por el estilo. No voy a verificar. Pero lo dijo en Los Miserables, en el capítulo en el que decide entrar en la cabeza de Jean Valjean y hacernos ver, con sus ojos, la injusticia de la que ha sido víctima. A mí me encanta darle la razón a Victor Hugo, así que si él lo dice, será. Pero veo un pero. Y levanto el dedito para poner tres puntos suspensivos y acotar. Lo que nos define –quizás– como seres humanos no es la capacidad de hablarnos a nosotros mismos sino la enorme necesidad de ser entendidos. Lo que tampoco equivale a afirmar que nuestra naturaleza esté del lado del diálogo. Nada más difícil, en realidad, que el diálogo. Exit el diálogo. Hoy se trata de ser entendidos. Por otro. Claro. Por eso, también, no hay monólogo sin el otro. Ese es el punto. No hay monólogo que sea exclusivamente per se. En los teatros, sobre todo. Pero también en Los Miserables, cuando Victor Hugo le regala a Jean Valjean, su enorme talento, toda su humanidad, todo lo que aprendió en esta vida para hacer hablar a un hombre que no tenía palabras. 

Entonces, hablamos. Escribimos. Nos llamamos por teléfono (yo no). O mandamos notas a Nuestro Querer. 

Sobre estos temas, he leído algunas cosas. Me sigue maravillando una cita de Piglia que remite al oficio de escritor. La vuelvo a compartir: 

“[…] retomó la oración que había dejado en suspenso, suspendida, como un trapecista que espera, alucinado, la señal de su partenaire, para lanzarse entonces por el aire y sin red en un doble salto mortal que culmina cuando atrapa las manos de su ayudante que lo espera, suspendido en lo alto, y de quien se sostiene, como se dice, en el aire.

Y eso es narrar, dijo después, tirarse al vacío y confiar en que algún lector lo sostendrá en el aire”.

Es un fragmento del primer volumen de sus cuadernos autobiográficos. Tampoco tengo el libro a mano, pero el lector puede verificar... (el subrayado es mío).

Encuentro que el fragmento habla bien de la emoción que siente cualquier persona que escribe, que se dedica a escribir. Pero también las otras. Las que no se dedican a escribir y lo hacen de todas formas porque así es la vida. La vida se escribe y se dice, se cuenta día a día, se comparte a través de palabras. Es cosa de salir a la calle y observar a la gente que se para en una esquina. Vecinos y vecinas de todas las ciudades. 

De ahí que una de las grandes felicidades que tenemos las personas sea la aparición del interlocutor. El interlocutor válido. Expresión feísima pero que dice bien. No cualquier interlocutor sino ese que entiende las cosas tal como uno espera ser entendido. Porque uno, como narrador, es además bastante exigente. Pero quizás no se trate de exigencias. Sino de desborde. Algo adentro, de pronto, se desborda y uno no da abasto. Uno no puede solito con todo eso que hay adentro entonces le pide al otro que le ayude a recoger lo que ha caído. Lo que se está cayendo. Algo de eso hay en la bella expresión “¿tú me entiendes?” que algunos dicen con palabras y otros solamente con los ojos y otros no la dicen nunca pero la expresan igual. A veces con un simple gesto de la mano. Como si escribieran en el aire. Confiando.

Cándida







martes, 29 de agosto de 2017

Las canciones que me enseñó mi madre



¿No es un título hermoso? Así se llaman las memorias de Marlon Brando, llenas de revelaciones honestas, como cuando dice: “Siendo un hijo cariñoso, intentaba convertirme en un hijo querido”. Más adelante, comenta sus tormentosas relaciones con las mujeres, y el momento en que pudo perdonar a una ex amante –y, a la vez, ofrecerle sus disculpas- y así conquistar la libertad de amar sin condicionamientos.

Recuerdo también alguna cita que él rescata en torno a la industria del cine –“Nadie perdió jamás dinero subestimando el gusto del público norteamericano”–, así como sus trabajosos comienzos en las escuelas de actuación y las críticas que recibía por pronunciar sus diálogos “entre dientes”, como en la vida real. Claro que no aplicaba ese método a los parlamentos de Shakespeare, quien había pedido expresamente: “Adaptad la acción a la palabra y la palabra a la acción”.

He visto, como todos, actuaciones memorables de Brando y también algunas pelis espantosas, de esas que hacía para comprarse islas paradisíacas y dedicarse a tocar el bongó. Tengo un especial cariño por Queimada, donde interpreta a un agente inglés que fogonea la rebelión de los nativos de una isla caribeña que está en manos de los portugueses. El desprecio que su personaje genera, habla de su genio.

Pero no me proponía hablar de Brando, sino de las canciones que me enseñó mi madre mientras me educaba –también– en apreciar el modo en que se adapta “…la acción a la palabra y la palabra a la acción”. Siendo muy joven, Brigi había leído al José Ingenieros de La simulación en la lucha por la vida, y quedó prendada de esa suerte de biologismo social que “dizque” ayudaba a entender los comportamientos humanos.

Pero aquel Ingenieros fue sólo un mal comienzo, y pronto pasaría a los existencialistas franceses –y a Camus-, a Rulfo y a los autores del boom, a la poesía y los cuentos de Borges –que subrayaba con delectación cuando una frase le parecía “perfecta”-, y también a algunos dramaturgos que le llegaban, como los poetas que admiraba, más por el oído que por las tramas. Y aquí entra mi recuerdo de su risa.

O más bien de sus carcajadas. Habían pasado muchas cosas terribles, y ella era una viuda joven que tenía motivos más que suficientes para desmoralizarse. No hacía mucho, habíamos enterrado o quemados libros y panfletos, y también habíamos quebrado discos (¿por qué casi nunca se mencionan los discos que fueron a la hoguera?), pero Doña Flor y sus dos maridos, no sé cómo, se salvo de ese marasmo.

Y Brigi lo leía por capítulos o, más bien, llegaba hasta donde se lo permitía su alegría por encontrar ideas tan divertidas que la obligaban a suspender la lectura, ir a tomar un poco de agua, volver al libro, reírse como loca, tratar de contarme lo que le fascinaba tanto, tentarse en el intento, y seguir riéndose en medio de la noche, de la soledad y del espanto. Esa hermosa risa suya que hoy recuerdo como un canto.

Carlos Semorile

jueves, 17 de agosto de 2017

"Porqué será que parece..." - Buenaventura Luna

"La palabra es siempre..."



En la Argentina se da una cosa muy curiosa: pese a que la mayoría del pueblo se reconoce en una identidad peronista, parte del aparato de divulgación y legitimación cultural está en manos de la izquierda. Esta izquierda suele dejar de lado páginas luminosas del pensamiento nacional, así como formidables documentos de la historia cultural del país argentino, amén de nombres, biografías, trayectorias y escritos de aquellos que, no por nada, han sido llamados “los malditos”. No se los ama porque no se los conoce.

Dentro de esa categoría está Eusebio Dojorti, popularmente conocido como Buenaventura Luna, el seudónimo que usó como poeta, músico, letrista, creador, director y productor artístico de grupos de música nativa (como La Tropilla de Huachi-Pampa), y como libretista y animador de sus propios programas radiales (como “El Fogón de los Arrieros”). Además, Eusebio fue militante, periodista, escritor y pensador de la corriente nacional/popular.

Una buena introducción a su figura y a su obra, es leer parte de una entrevista en la que Eusebio Dojorti/Buenaventura Luna expresa una de sus ideas más persistentes: su fe en la palabra. Transcribimos:

“…yo estoy con los que creen que el de la palabra es el arte supremo. Ningún arte -y la escultura menos que las otras- puede prescindir de la palabra que lo exalte o lo describa; y que no pocas veces lo sugiere proporcionándole su propio aliento vital. Esto debe suceder sin duda a causa del íntimo sentido social, de la inevitable tendencia a lo social de todas las artes. Y después de todo, ¿acaso la palabra no es dibujo, forma y color, y también música en el aire?
-Efectivamente. Todas las artes y hasta la Naturaleza misma se enriquecen con la palabra como arte. Y en un sentido más amplio, la palabra señala la superioridad del hombre sobre todas las especies.
-Si no fuera por la palabra -prosigue Luna-, el hombre no hubiera experimentado jamás la necesidad de pensar. Ella no sólo lo ha liberado sino que lo ha elevado por sobre el instinto, aproximándolo a la noción milagrosa o, más todavía, a la sublime idea salvadora de la existencia de Dios.
-Creo haberle oído decir hace un instante algo así como que ‘la palabra es siempre’...?
-Sí. Al principio, en el medio y al final. Después de contemplar la Naturaleza o de estimar cualquier obra de arte (y esto equivale a asignar a la palabra el papel de gran animadora de la vida), se hace más que necesario, inevitable decir algo. Se me ocurre que sólo la palabra es capaz de dar a la inteligencia y a los sentidos la exacta dimensión satisfactoria de todos los valores del espíritu. No sólo es el menos rígido, sino el más flexible, el más libre y noble de los elementos de que puede disponer un artista. Al describir un prado soleado y sonriente o un bosque umbroso y nocturno como al discurrir sobre la gregaria actividad del hombre, Cervantes es músico sin Wagner, pintor sin Leonardo, escultor sin Miguel Ángel y, finalmente, eximio representador de lo fabuloso en y ante el retablo de maese Pedro, lo mismo que insigne animador de danzas maravillosas sólo por él imaginadas…”. 
Podríamos contar muchas cosas de Eusebio, así como de sus aportes políticos/culturales a la matriz cultural mestiza. Pero creemos que, tratándose de Nuestro Querer, alcanza con este “credo dojortiano” en la palabra:

“Yo tengo de la palabra
sentido claro y diverso.
A veces se me hace canto
porque la entiendo a la vida
como una canción perdida
en medio del Universo.”

Carlos Semorile