Creo haber contado esta historia varias
veces, pero Tata dice que no, que acá no está y que podría estar. La escribo
entonces por amoroso encargo y porque esta historia contiene varias historias.
Más bien fue el inicio de otra historia que tiene sus facetas musicales que nos
gustaría compartir también en este espacio.
*
Se
llamaba Lucía. Pero algunos le decíamos Maruka. Nació en 1931, en Chile, y pasó
su infancia en el barrio Yungay, que es el barrio de Santiago donde se ubica el
único monumento que se conoce al Roto chileno. A la escuela, la Maruka iba sola
(cuando iba). Era “chora”. Aguerrida desde chiquita. Observadora también. Muy
observadora. Le gustaba recorrer el barrio. Había una pareja de vagabundos que
vivían en la calle X. y desayunaban ahí, en la vereda, con unos tarritos.
Cuando no iba a la escuela, la Maruka solía aproximarse a la pareja, sacar de
su bolso el sándwich que en su casa le habían preparado para el colegio… y
hacer de cuenta que desayunaba con ellos… De noche… la cabra también se escapaba.
Muchos años después, estando ya muy enferma, su manito encerradita en la mía,
me dijo que había visto cosas que no eran para ser vistas por niños. Pero yo
entendí que la noche era irresistible y que ése y no otro había sido su
destino, ver antes de tiempo algunas cosas, sentirse libre, andar sola por las
calles de una ciudad que nunca, jamás, duerme. En ese barrio fue famosa también
por robar bicicletas. No sé si le importaría que yo contara esto. No creo que
este texto tenga tantas lecturas, lo cuento para mis amigos y la Maruka siempre
supo querer a mis amigos. No les ponía mala cara como sí hacía con otros.
Valeria estuvo una vez ahí (¿lo recuerdas?), cuando la Maruka, ya una señora de
respetables años, nos preparó la once en el departamento. (Se dice así: el departamento. Como si hubiera uno
solo. Como si solo existiera un departamento). Ya, de mujer, la Maruka siguió
haciendo lo que quiso. Nunca conocí a persona que tuviera tanta vocación para
la alegría y la tragedia. Las dos cosas. Al mismo tiempo y por igual. Las penas
las vivía de una manera profunda. Las alegrías también. Los chistes. Las risas.
Las fiestas. Los bailes. Los tangos. Las comidas (al Tata lo enamoró consiguiendo
Locos en época de veda, eran tal para cual). Nunca, tampoco, vi a nadie con
semejante vocación para amar. No solamente a los hombres que amó y que la amaron
(y con los que no se casó porque no quiso). Sino también a otras personas. Era
de amar la Maruka. (Pero también era de otras cosas, ¿eh? De santita… ná). En
su vida hubo pobreza, penurias, hubo osadía, hubo un don particular que era el
de la palabra: la chispa de la palabra. Sobre todo, la palabra asesina… la que
se lanza como una piedra y da justito ahí donde tenía que dar. ¡Era mala, la
Maruka! ¡Y era buena! Su risa sigue resonando en mi casa. Vive en mí. Me
acompaña a toda hora. Sus ojitos chinos, cuando se ahogaba de la risa. Su
proverbial elegancia. Su interés por los demás (algunos elegidos hay que
decirlo). Su voluntad de ser útil. Su preocupación cuando no podía ayudar a los
niños a hacer las tareas (y claro…. ¡si no había ido a la escuela!). Lo de la
bicicleta de la Maruka estoy segura de haberlo contado, y es que nunca le
regalaron una (por eso robaba…) porque la condición era que aprendiera las
tablas de multiplicación y nunca pudo… Era lindo hacer las tareas en esa casa
que olía a piso recién encerado. Porque, para mí, si me dicen “casa”, lo
primero que se me viene en mente es la casa de la Maruka. Su casa era mi casa, se
habrá entendido. Lo fue durante muchos años. Lo fue, en especial, durante la
infancia y, luego, episódicamente, en la edad adulta. Desde esa casa, que era –como
se dijo– un departamento, la Maruka se encargó de que yo jamás fuera sola a la escuela, de que el sándwich en mi bolso fuera rico, de que aprendiera las tablas de multiplicar y tuviera una bicicleta, de
que supiera de letras, de números y de
tangos, de que por las noches no me
escapara ni por la puerta ni por los balcones, de que fuera una señorita y no una rea y unas cuantas cosas más. Adonde
íbamos, la Maruka y yo, íbamos de la mano. Más tarde, del brazo.
Que la Maruka viviría cien años, todos
lo dimos por sentado y no fue así. Un día la Maruka murió. Y el sufrimiento
para todos los que la queríamos fue enorme. Inenarrable como siempre es el
sufrimiento. Y ahí fue que pasó lo que el Tata quería que yo contara pero no
había forma de hacerlo sin desviarse un ratito… Mi mamá… mi mamá que tiene su propio
cuento con la Maruka, que conocía a la Maruka como a sí misma, y que tuvo con
ella la relación más bella que se pueda tener (porque precisamente no fue idílica,
y fue de no entenderse y de entenderse, de perderse y encontrarse, y elegirse),
mi mamá que acompañó a la Maruka en sus últimos momentos, tuvo, en algún
momento, que ordenar las cosas. Las cosas, los objetos que quedan huérfanos
cada vez que se nos da por morirnos y dejamos todo tirado. Todo lo que era
nuestro. Los libritos. Las tacitas. Los lapicitos. Los anteojos. Todas las
cosas. La impresionante cantidad de cosas que nos rodean. Mi mamá puso orden,
entregó, distribuyó. Y al tiempo, con bastante rapidez vino a visitarme a
Buenos Aires. Me traía varios regalitos. Uno, sobre todo, nos impresionó. No sé
si se entiende el gesto sin decir que mi mamá es mezcla rara. Pero no de Museta
y de Mimí. Sino de ternura y dureza. Esa madre entonces, muy rapidito, casi con
vergüenza, o no sé, como haciendo algo que no debía verse, vaya uno a saber por
qué, en un arrebato de amor absoluto, por la Maruka y también por mí, puso en
mis manos el regalito que había robado, sustraído digamos, para ponerlo en mi
mano, y que eran las llaves de la casa. El llavero. Las llaves de la casa de la
Maruka.
*
Al
enterarse de lo sucedido, el Tata dijo: eso es una canción. Pero yo no supe
escribirla. Una cosa llevando a la otra nació la idea de otras canciones que
tuvieran como motivo “la llave”. Varios participamos en ese proyecto (“El
llavero”) que quedó inconcluso. Pero algunas de las canciones existen y, próximamente,
se las haremos escuchar.
A.