¿No es un título
hermoso? Así se llaman las memorias de Marlon Brando, llenas de revelaciones
honestas, como cuando dice: “Siendo un
hijo cariñoso, intentaba convertirme en un hijo querido”. Más adelante,
comenta sus tormentosas relaciones con las mujeres, y el momento en que pudo
perdonar a una ex amante –y, a la vez, ofrecerle sus disculpas- y así
conquistar la libertad de amar sin condicionamientos.
Recuerdo también
alguna cita que él rescata en torno a la industria del cine –“Nadie perdió jamás dinero subestimando el
gusto del público norteamericano”–, así como sus trabajosos comienzos en
las escuelas de actuación y las críticas que recibía por pronunciar sus
diálogos “entre dientes”, como en la
vida real. Claro que no aplicaba ese método a los parlamentos de Shakespeare,
quien había pedido expresamente: “Adaptad
la acción a la palabra y la palabra a la acción”.
He visto, como
todos, actuaciones memorables de Brando y también algunas pelis espantosas, de
esas que hacía para comprarse islas paradisíacas y dedicarse a tocar el bongó.
Tengo un especial cariño por Queimada,
donde interpreta a un agente inglés que fogonea la rebelión de los nativos de
una isla caribeña que está en manos de los portugueses. El desprecio que su
personaje genera, habla de su genio.
Pero no me proponía
hablar de Brando, sino de las canciones que me enseñó mi madre mientras me
educaba –también– en apreciar el modo en que se adapta “…la acción a la palabra y la palabra a la acción”. Siendo muy
joven, Brigi había leído al José Ingenieros de La simulación en la lucha por la vida, y quedó prendada de esa
suerte de biologismo social que “dizque” ayudaba a entender los comportamientos
humanos.
Pero aquel
Ingenieros fue sólo un mal comienzo, y pronto pasaría a los existencialistas
franceses –y a Camus-, a Rulfo y a los autores del boom, a la poesía y los
cuentos de Borges –que subrayaba con delectación cuando una frase le parecía
“perfecta”-, y también a algunos dramaturgos que le llegaban, como los poetas
que admiraba, más por el oído que por las tramas. Y aquí entra mi recuerdo de
su risa.
O más bien de sus
carcajadas. Habían pasado muchas cosas terribles, y ella era una viuda joven
que tenía motivos más que suficientes para desmoralizarse. No hacía mucho,
habíamos enterrado o quemados libros y panfletos, y también habíamos quebrado
discos (¿por qué casi nunca se mencionan los discos que fueron a la hoguera?),
pero Doña Flor y sus dos maridos, no
sé cómo, se salvo de ese marasmo.
Y Brigi lo leía por
capítulos o, más bien, llegaba hasta donde se lo permitía su alegría por
encontrar ideas tan divertidas que la obligaban a suspender la lectura, ir a
tomar un poco de agua, volver al libro, reírse como loca, tratar de contarme lo
que le fascinaba tanto, tentarse en el intento, y seguir riéndose en medio de
la noche, de la soledad y del espanto. Esa hermosa risa suya que hoy recuerdo
como un canto.
Carlos Semorile