martes, 29 de agosto de 2017

Las canciones que me enseñó mi madre



¿No es un título hermoso? Así se llaman las memorias de Marlon Brando, llenas de revelaciones honestas, como cuando dice: “Siendo un hijo cariñoso, intentaba convertirme en un hijo querido”. Más adelante, comenta sus tormentosas relaciones con las mujeres, y el momento en que pudo perdonar a una ex amante –y, a la vez, ofrecerle sus disculpas- y así conquistar la libertad de amar sin condicionamientos.

Recuerdo también alguna cita que él rescata en torno a la industria del cine –“Nadie perdió jamás dinero subestimando el gusto del público norteamericano”–, así como sus trabajosos comienzos en las escuelas de actuación y las críticas que recibía por pronunciar sus diálogos “entre dientes”, como en la vida real. Claro que no aplicaba ese método a los parlamentos de Shakespeare, quien había pedido expresamente: “Adaptad la acción a la palabra y la palabra a la acción”.

He visto, como todos, actuaciones memorables de Brando y también algunas pelis espantosas, de esas que hacía para comprarse islas paradisíacas y dedicarse a tocar el bongó. Tengo un especial cariño por Queimada, donde interpreta a un agente inglés que fogonea la rebelión de los nativos de una isla caribeña que está en manos de los portugueses. El desprecio que su personaje genera, habla de su genio.

Pero no me proponía hablar de Brando, sino de las canciones que me enseñó mi madre mientras me educaba –también– en apreciar el modo en que se adapta “…la acción a la palabra y la palabra a la acción”. Siendo muy joven, Brigi había leído al José Ingenieros de La simulación en la lucha por la vida, y quedó prendada de esa suerte de biologismo social que “dizque” ayudaba a entender los comportamientos humanos.

Pero aquel Ingenieros fue sólo un mal comienzo, y pronto pasaría a los existencialistas franceses –y a Camus-, a Rulfo y a los autores del boom, a la poesía y los cuentos de Borges –que subrayaba con delectación cuando una frase le parecía “perfecta”-, y también a algunos dramaturgos que le llegaban, como los poetas que admiraba, más por el oído que por las tramas. Y aquí entra mi recuerdo de su risa.

O más bien de sus carcajadas. Habían pasado muchas cosas terribles, y ella era una viuda joven que tenía motivos más que suficientes para desmoralizarse. No hacía mucho, habíamos enterrado o quemados libros y panfletos, y también habíamos quebrado discos (¿por qué casi nunca se mencionan los discos que fueron a la hoguera?), pero Doña Flor y sus dos maridos, no sé cómo, se salvo de ese marasmo.

Y Brigi lo leía por capítulos o, más bien, llegaba hasta donde se lo permitía su alegría por encontrar ideas tan divertidas que la obligaban a suspender la lectura, ir a tomar un poco de agua, volver al libro, reírse como loca, tratar de contarme lo que le fascinaba tanto, tentarse en el intento, y seguir riéndose en medio de la noche, de la soledad y del espanto. Esa hermosa risa suya que hoy recuerdo como un canto.

Carlos Semorile