“Si
hubiéramos sabido que la ocupación duraría cinco años, tal vez todos nos
habríamos suicidado. Pensábamos que aquello terminaría en una semana… seis meses…
un año… Así es como conseguimos sobrevivir” contó en una entrevista la actriz
Audrey Hepburn, refiriéndose a su adolescencia en Holanda durante la II Guerra
Mundial.
“Uno
necesita un motivo por el cual levantarse en las mañanas. E ir a la oficina no
es precisamente el motivo” me dijo hace un tiempo
una persona. Aunque despertarse para ir a trabajar es lo que se acaba haciendo,
no es la razón por la cual se quiere estar vivo. ¿Por qué se levantaba la gente
durante la guerra? Sólo iban a tener penurias, hambre, pérdidas, muertes. Se
levantaba porque tenía esperanza.
Si hiciéramos esa pregunta hoy, puedo
imaginar ciertas respuestas. Quienes tienen familia dirán que lo hacen por sus
hijos o para construir un hogar, o bien por un proyecto profesional. Aunque en
la práctica, estas nobles iniciativas han terminado en una precaria
sobrevivencia para mantener un salario y pagar las deudas. Otros, en particular quienes permanecen
solteros, dirán que su objetivo es viajar, lo que suena muy bien (¿a quién no
le gustaría recorrer el mundo?). Visitar otros lugares siempre es enriquecedor,
salvo que se haga con el único fin de tener la oportunidad, algunos días en el
año que sea, de mirar algo distinto a la pared del frente.
Víctor Jara compuso una canción
maravillosa que se llama “Cuando voy al
trabajo”. Trata de un hombre que narra su recorrido de un día cualquiera de
la semana, mientras piensa en lo que le importa: su compañera, los amigos,
estar vivo. Intuye que el fin no será feliz, pero sigue adelante. No se levanta
porque debe cumplir una jornada. Se levanta porque está “laborando el comienzo de una historia”. Para levantarse, hay que
querer andar. Hay que saber hacia dónde se quiere ir. Y no me refiero a un
lugar físico. Si no, ¿hacia qué existencia ir? ¿Con quiénes? ¿Cómo?
Valeria Matus