A mi padre le encantaban
los niños, y era feliz dándoles los gustos. Si querían recitar poemas
inventados, o cantar zambas o contar sus vidas, él los ponía enfrente de un
grabador a cinta y los “entrevistaba” con amorosa paciencia. Para tirarles de
la lengua, usaba una muletilla que heredé sin darme cuenta y que uso, no con
los peques, sino con los adultos: “Dime…”, dicho así, con tres puntos
suspensivos que forman parte del convite.
En la jerga de mi viejo
también entraba la palabra “niño”, en vez de nene o pibe, y entonces decía: “Dime…, niño Hernán, me han dicho que no te
gusta el colegio: ¿por qué no quieres estudiar?”. Cuando hablaba así,
sonaba como un uruguayo reacio a integrarse a la Argentina, pero obraba
milagros con los “botijas”: el niño Hernán le confesaba lo que jamás le diría a
la mejor psicopedagoga, y hasta se comprometía a ser más aplicado en el futuro.
Y no interesaba nada que
después no cumpliera su palabra, porque “El Tío Papo” (una síntesis genial
entre tío y papá) le festejaba las muchas salvajadas que Hernancito iba
haciendo a lo largo de su indómita niñez. Tal vez por ello no fue maestro como
sus padres: le divertían demasiado las salidas de libreto de los chicos, sus
desobediencias y desmadres. Y los pibes lo amaban por eso: no había otro adulto
que estuviese tan cerca de sus ganas de no portarse bien.
El Tío Papo, por ejemplo,
agarraba la Rural de su hermano, la llenaba de baldes y de chicos, y los
llevaba de raid por el barrio a tirarles bombitas de agua a las chicas que
paseaban desprevenidas durante las siestas del carnaval. O se los llevaba en
masa a ver los partidos de River en el Monumental, o les organizaba una sesión
de “magia” en su laboratorio de bioquímico, y los dejaba perplejos cuando los
fluidos cambiaban de colores.
Estoy mezclando las épocas
porque el Tío Papo que hechizaba a los niños con sus fabulosos “preparados”
está más cerca de aquel que se tiraba en la arena e invitaba a que los niños le
treparan por el lomo, y ambos son anteriores de aquel que, sentado en un
banquito en la vereda de la casa, les enseñaba cómo arreglar una pinchadura y
coser una pelota de cuero. En una época en que los mayores cultivaban la
distancia y el rigor, aquello era la gloria.
Pero cuando más se lucía era
cuando preparaba los alfajorcitos de maicena. Su madre era una gran cocinera y
repostera (virtudes que no siempre van de la mano), y él era un tremendo
gourmet de las milanesas con papas fritas. A veces, accedía a comer alguna
pasta o preparar algún asado, pero vivía en base a milanesa con fritas. De modo
que no sé de dónde sacó su metejón con los alfajorcitos rellenos de dulce de
leche, y embadurnados con coco rallado.
Los cocinaba siguiendo la
receta de Doña Petrona, pero de acuerdo a su revuelo interno y dejando la
cocina –y sus propias ropas y aspecto– en un estado calamitoso. Tratándose del
Tío Papo, toda la preparación y el amasado eran parte de una lección para que
los chicos aprendiésemos a cocinar. Una vez que sacaba las “tapitas” del horno,
las ponía a secar en el patio/garage, encima del capot del auto. El aroma era
irresistible –lo sigue siendo–, y el Tío Papo era el primero en manotear una
tapita e iniciar a los niños en el jolgorio de comer de arrebato. Y lo que
perdimos de repostería, lo ganamos de dicha.
Carlos Semorile