sábado, 5 de agosto de 2017

Cual llave mágica




Aún hojeo de cuando en cuando mi primer libro de cuentos de hada. Con un dejo de pena porque constato que las páginas se han puesto amarillentas y los colores se han desvanecido. Era un libro bellísimo. Una joya. Las ilustraciones tenían una estética medieval, con rostros pulcrísimos y tocas con encaje. Por cierto eran los cuentos originales, no las versiones caricaturizadas. Aquí, se relataba crudamente la historia de Barba Azul con sus siete esposas degolladas en un cuarto secreto y la Bella Durmiente dormía los cien años mientras el mundo quedaba detenido entre enredaderas. 

Quizás por esa razón nunca sentí algún tipo de aversión a la imagen de la princesa ni me atormentó la figura de Príncipe Azul. En mi imaginario, siempre fueron personajes psicológicamente complejos, enfrentados a situaciones violentas e incluso bastante sanguinarias. Me llamaban más la atención las hadas, las varitas mágicas, los objetos y seres que podían cambiar de forma. Admiraba todo eso que no ocurre en la vida. Porque en la vida sí pasa que la gente que se enamora. No sólo eso, sino que generalmente los romances terminan mal por lo que esa parte de los relatos era de lejos la menos entretenida.

Así como las perversas madrastras marcaron mis primeras lecturas infantiles, en la adolescencia lo hicieron otro tipo de personajes ficticios: los sobrenaturales. Fantasmas, vampiros, espíritus, todo ser que trasciende a su propia muerte atormentando a los vivos en castillos encantados con recovecos en la chimenea y pasajes ocultos tras la biblioteca. Rebecca fue uno que me obsesionó por un par de años. Recién hace poco se me ocurrió indagar algo sobre Daphne du Maurier y descubrí, con sorpresa, que para los críticos –esa singular especie- ella estaba considerada dentro del género de lo gótico. Al igual que Henry James o Edgar Allan Poe. No sé cómo nunca se me ocurrió pensar que entre Manderley y Otra Vuelta de Tuerca podría haber algo en común y menos que ser gótica me hubiera definido en algún momento. Sin embargo, fue un asunto tan obvio como inútil su descubrimiento. Lo que confirma que describir la literatura efectivamente no hace ninguna falta.

Casualmente –aunque no sé si ocupar este calificativo, pues creo que nada en la vida es fortuito- después de al menos dos décadas y media lejos de ese famoso estilo, se me antojó la lectura de “Los papeles de Aspern”. Casualmente también –o no- trata de un lector tan fanatizado y obsesionado que está dispuesto a franquear sin escrúpulos todas las barreras reales y fantasmagóricas para llegar a escritos originales de su poeta favorito. Me pregunté entonces qué fascina tanto de algunas lecturas.

No sé si la literatura sea algo en particular. Sí está claro que está compuesta de palabras. Y las palabras son liberadoras. Nos salvan de nuestros agobios, de nuestra rutina, de nuestra oscuridad. Paradójicamente, nos inspiran a usar la razón. En todas esas historias que leí, lo conmovedor era  la capacidad humana de superar, de sobreponerse, de vencer los miedos para aniquilar nuestras propias sombras. No en vano en los cuentos de hada, cuando ya no hay salida, cuando ya todo pareciera estar perdido, se acude al conjuro: “pronuncia las palabras mágicas”.

Valeria Matus