Victor Hugo, el único, el mismo, supo decir que el monólogo
estaba en la naturaleza. O algo por el estilo. No voy a verificar. Pero lo dijo
en Los Miserables, en el capítulo en
el que decide entrar en la cabeza de Jean Valjean y hacernos ver, con sus ojos,
la injusticia de la que ha sido víctima. A mí me encanta darle la razón a
Victor Hugo, así que si él lo dice, será. Pero veo un pero. Y levanto el dedito
para poner tres puntos suspensivos y acotar. Lo que nos define –quizás– como
seres humanos no es la capacidad de hablarnos a nosotros mismos sino la enorme
necesidad de ser entendidos. Lo que tampoco equivale a afirmar que nuestra
naturaleza esté del lado del diálogo. Nada más difícil, en realidad, que el
diálogo. Exit el diálogo. Hoy se
trata de ser entendidos. Por otro. Claro. Por eso, también, no hay monólogo sin
el otro. Ese es el punto. No hay monólogo que sea exclusivamente per se. En los teatros, sobre todo. Pero también en Los Miserables, cuando Victor Hugo le
regala a Jean Valjean, su enorme talento, toda su humanidad, todo lo que aprendió
en esta vida para hacer hablar a un hombre que no tenía palabras.
Entonces, hablamos. Escribimos. Nos llamamos por teléfono (yo no). O
mandamos notas a Nuestro Querer.
Sobre estos temas, he leído algunas cosas. Me sigue
maravillando una cita de Piglia que remite al oficio de escritor. La vuelvo a compartir:
“[…] retomó
la oración que había dejado en suspenso, suspendida, como un trapecista que
espera, alucinado, la señal de su partenaire, para lanzarse entonces por el aire
y sin red en un doble salto mortal que culmina cuando atrapa las manos de su
ayudante que lo espera, suspendido en lo alto, y de quien se sostiene, como se
dice, en el aire.
Y eso es narrar, dijo después, tirarse al vacío y confiar en que algún lector lo sostendrá en el aire”.
Es un fragmento del primer volumen
de sus cuadernos autobiográficos. Tampoco tengo el libro a mano, pero el lector
puede verificar... (el subrayado es mío).
Encuentro que el fragmento habla bien de la emoción que siente
cualquier persona que escribe, que se dedica a escribir. Pero también las
otras. Las que no se dedican a escribir y lo hacen de todas formas porque así
es la vida. La vida se escribe y se dice, se cuenta día a día, se comparte a
través de palabras. Es cosa de salir a la calle y observar a la gente que se
para en una esquina. Vecinos y vecinas de todas las ciudades.
De ahí que una de
las grandes felicidades que tenemos las personas sea la aparición del
interlocutor. El interlocutor válido. Expresión feísima pero que dice bien. No
cualquier interlocutor sino ese que entiende las cosas tal como uno espera ser
entendido. Porque uno, como narrador, es además bastante exigente. Pero quizás
no se trate de exigencias. Sino de desborde. Algo adentro, de pronto, se
desborda y uno no da abasto. Uno no puede solito con todo eso que hay
adentro entonces le pide al otro que le ayude a recoger lo que ha caído. Lo que
se está cayendo. Algo de eso hay en la bella expresión “¿tú me entiendes?” que
algunos dicen con palabras y otros solamente con los ojos y otros no la dicen
nunca pero la expresan igual. A veces con un simple gesto de la mano. Como si
escribieran en el aire. Confiando.
Cándida