Cenicienta tiene plena conciencia del
lugar que ocupa en la sociedad: ninguno. Por ello sabe que no hay manera alguna
que se le permita ir al baile. Sabe también que si la descubren en harapos, hay
altísimas probabilidades que se la considere una embustera. Entonces, cuando se
cumple la hora, hace lo que cualquier persona con dos dedos de frente haría ante
un peligro: corre.
Cenicienta no es princesa. Cenicienta
es, digámoslo francamente, una esclava. Blanca Nieves es una huérfana acosada y
maltratada por una madrastra envidiosa. La mujer de Barba Azul sospecha desde un
principio que su marido esconde algo terrible. Piel de Asno soporta todas las
crueldades y persecuciones al huir de su padre quien quiere “casarse con ella”
y lo coloco entre comillas porque quienes hemos leído la historia sabemos que lo
que el hombre realmente desea es una violación incestuosa.
Las intérpretes de estas narraciones son
muchachas en situaciones de desasosiego
que han existido siempre. En la mejor de las apologías, “Psicoanálisis de los cuentos de hada”, Bruno Bettelheim indica que
la finalidad de este género del folklore (por muchos siglos, los cuentos fueron
contados, pues se escribieron recién bajo la Ilustración) es transmitir el
dolor de los niños, pero también enseñarles a imaginar cómo superar las
dificultades a las que se enfrentan. Descifra sus miedos: el abandono, el maltrato. No intentan ocultarles lo que saben
que existe: la violencia, la injusticia, la maldad. Pero también les muestra
que la virtud y el coraje son herramientas posibles y que de alguna manera
vencerán al sufrimiento.
Puede que comparta esta teoría por el
hecho que leí las versiones originales de estos relatos. Sí, incluida aquella
en que las hermanastras se cortan los dedos de los pies para calzar la
zapatilla de cristal. La cultura burguesa del siglo XX sólo masificó algunos
(hay muchísimos más y no todos tienen al género femenino como elemento central)
y transformó a las protagonistas en seres frágiles, algo impávidos, que sólo
una intervención masculina puede rescatar. Pero en realidad, todas estas
heroínas nunca fueron pasivas y distintas motivaciones impulsaron sus actos.
Cenicienta desobedece y asiste al baile a escondidas. A Blanca Nieves la
traiciona su bondad. A Caperucita Roja, su curiosidad. La mujer de Barba Azul va
en busca de la verdad incluso sabiendo que con ello pone su vida en peligro. El
Príncipe Azul es una figura que, si bien es recurrente no aparece siempre, y cuando
lo hace es al final, con la función de representar de manera simbólica el
crecimiento y el cambio de edad: el niño desamparado consiguió ser un adulto
feliz que recibe amor.
En oposición, el pensamiento
individualista del siglo XXI quiere promover la idea de que una puede –y debe– salvarse
sola. Para ello acude a diferentes modelos de mujeres que han destacado por alguna extraordinaria habilidad
o talento. Geniales ejemplos a seguir cuando en la sala de clases estamos buscando
nuestra vocación. Pero no responden las interrogantes que tiene un infante
emocionalmente dañado. Todas quienes nos salvamos solas cada día, muchas desde muy
temprana edad, sabemos que se puede lograr. Para nosotras, no representa un
asunto de interés. Es algo que ocurre, lo hacemos, es rutina. Nos guste o no. Pero
me pregunto si no sigue siendo mejor para la humanidad la idea de ser salvados
juntos. No ser salvada por alguien, sino que ser salvada con alguien. Con el
otro. Con el prójimo.
El poder, como la brujería, se basa en
el temor. Si se pierde el temor, se acaba el hechizo. Nuestras existencias
actuales están sujetas a incertidumbre y desaliento, en un entorno despiadado
que se concentró en dividirnos, que nos manipula para hacernos competir, que
nos sumió en la suspicacia. Tenemos terror de perder las cosas inútiles que
hemos conseguido. Tal vez entonces sea éste un buen momento para volver a
echarle una mirada a las sabidurías de la tradición oral tal cual fueron
enseñadas. Preguntarnos –como lo hacen los pequeños cuando comienzan a tomar conciencia de su
identidad– cuál es la verdadera razón de
nuestra existencia y por qué merecemos transgredir la tragedia que se nos
impone. Quizás una segunda lectura nos devuelva la ilusión, el rumbo. Nos
aliente a la intrepidez con la convicción tal que, cuando suene el reloj,
permaneceremos ahí, tranquilos, confiados, con la certeza que el encantamiento
no tiene por qué acabarse a las doce de la noche.
Valeria Matus
* Fotografía: "Blanche-Neige ou la chute du mur de Berlin", compagnie La Cordonnerie.