lunes, 18 de mayo de 2015

"Tal vez tenemos tiempo"

Tal vez tenemos tiempo aún
para ser y para ser justos.
De una manera transitoria
ayer se murió la verdad
y aunque lo sabe todo el mundo
todo el mundo lo disimula:
ninguno le ha mandado flores:
ya se murió y no llora nadie.
Tal vez entre olvido y apuro
tendremos la oportunidad
un poco antes del entierro
de nuestra muerte y nuestra vida
para salir de calle en calle,
de mar en mar, de puerto en puerto,
de cordillera en cordillera,
y sobre todo de hombre en hombre,
a preguntar si la matamos
o si la mataron otros,
si fueron nuestros enemigos
o nuestro amor cometió el crimen,
porque ya murió la verdad
y ahora podemos ser justos.
Antes debíamos pelear
con armas de oscuro calibre
y por herirnos olvidamos
para qué estabamos peleando.
Nunca se supo de quién era
la sangre que nos envolvía,
acusábamos sin cesar,
sin cesar fuimos acusados,
ellos sufrieron, y sufrimos,
y cuando ya ganaron ellos
y también ganamos nosotros
había muerto la verdad
de antigüedad o de violencia.
Ahora no hay nada que hacer:
todos perdimos la batalla.
Por eso pienso que tal vez
por fin pudiéramos ser justos
o por fin pudiéramos ser:
tenemos este último minuto
y luego mil años de gloria
para no ser y no volver.
 
Pablo Neruda

jueves, 14 de mayo de 2015

El mundo antes de que yo naciera



Le contaba ayer a un colega, que me había impactado profundamente enterarme que se estaban cumpliendo los 100 años del nacimiento de Orson Welles. Para mí, cuando era chica, él era un personaje del pasado, sin duda. Pero un pasado no tan lejano. O sería que como era una figura reconocida dentro de las aficiones de mi familia (el cine), me parecía que se trataba de alguien en cierto modo vigente, aunque no fuera el jovencito contemporáneo. 

Y esta conversación me hizo comentarle: “cuando yo era joven, él ya era viejo y sin embargo, lo conocía perfectamente. Los chicos de hoy probablemente no tienen idea de quién fue Orson Welles”. Me respondió que hacía un tiempo él había mencionado a un escritor y su compañera de oficina respondió que no sabía quién era porque era anterior a cuando ella había nacido. Y comprobamos ambos cuántas veces hemos estado escuchando ese argumento desde hace algún tiempo. 

“No tengo idea de quién fue Chaplin porque yo no había nacido”. Yo hubiera dicho eso en mi casa a los quince años, probablemente mi madre habría fruncido el ceño y hubiera dicho con un tono aterrador de ironía y reproche: “entonces según tú nadie podría opinar sobre Napoleón”. Pero hoy, conversando y compartiendo con diferentes muchachos, he podido observar que pareciera ser que lo que sucedió antes de que uno naciera puede no solamente olvidarse, sino que legítimamente ni siquiera haberse conocido. 

Y me hace volver a mi constante inquietud: el desplome espiritual del mundo de ayer. De cuando lo ocurrido “antes de que yo naciera “no estaba solamente en un libro de historia. Cuando las épocas pasadas, las películas clásicas, los referentes literarios y los grandes pensadores, eran parte de las sobremesas, de las conversaciones de bohemia junto a una botella de vino con los amigos donde parecía que ellos, Julio César, Rousseau, Stravinsky, también estaban participando de la tertulia. Del mismo modo, los hechos cotidianos se asociaban fácilmente a recuerdos colectivos. Así, mi madre de repente hacía unas conexiones increíbles como que cuando era adolescente daban noticias en el cine antes de la película, y que en una de esas matiné hubo un extra e informaron que se había asesinado a Kennedy, y que ella andaba con su amiga Kinka, y que tenía puesto un vestido con harto ruedo, porque en esos años todavía se usaban los vestidos con ruedo así como los que usaba Nathalie Wood en “Rebelde sin causa”, y que un caballero que estaba sentado adelante solo se había dado vuelta y les había dicho: “disculpen, pero no tengo con quién comentar la noticia. ¡Qué tremendo esto que maten a un Presidente!, ¿no?”.

Asimismo mi padre contaba una vez: “si la presencia inglesa era enorme en Chile, recuerden la Guerra del Pacífico, de hecho mi madre se llamaba Eugenia Victoria, por la reina Victoria, claro, en esos años a muchas niñas se les ponían ese nombre”, y más de alguien hubiera respondido, “así es pues, ScarlettO´Hara también le quería poner a su hija Eugenia Victoria”. Si relatara esta anécdota hoy, sin duda tendría que comenzar por explicar quiénes diantre fueron la reina Victoria y Scarlett O´Hara, y qué tenían que ver con Arturo Prat. Y si rematara agregando que esa moda del nombre duró casi todo el siglo XIX, mis interlocutores pensarían que estoy haciendo una broma. 

Y en medio de todos estos diálogos que rayaban en lo surrealista, crecí yo, divirtiéndome, emocionándome, enriqueciéndome. No quiero tampoco juzgar a quienes viven con los ojos totalmente puestos en el futuro. Quizás son menos angustiados que yo. De hecho, lo son. Tampoco quiero sentir algún grado de superioridad con respecto a los que ven la vida de otra manera. Es sólo que me entristece advertir que, muchas veces, se pierden de un patrimonio humano que me gustaría que también disfrutaran, porque percibo que esta negligencia se debe a la irresponsabilidad y egoísmo de los adultos de mi generación, que vivieron lo mismo que yo, pero que optaron por promover un mundo superfluo en el cual el conocimiento y el saber no tienen importancia. 

Cuando regresamos a Chile –a este transformado Chile– mi padre dio muchas conferencias sobre literatura española, su especialidad. En una ocasión, ante un auditorio de muchachos del colegio jesuita, unos alumnos preguntaron: “¿Por qué no estudiamos más autores chilenos nuevos? ¿Por qué tenemos que leer el Cid, a Lope de Vega, Marianela?” Ante lo cual mi padre, además de sugerirles y animarlos a no tener miedo a los clásicos porque no eran aburridos como parecía, respondió: “porque escribieron en español, nuestro idioma, siglos antes de que existiéramos. ¿No sienten que es una fortuna poder decir que Cervantes también es nuestro?”

Valeria Matus

La Lija - Viene volando el canto mejor

"Vaso `e la historia que va rebalsar
y con esa copa vamos a brindar
¡salú por el siempre, el jamás y el tal vez!
galopando largo, qué lindo va a ser.
Cuando suene el canto mejor
le nacerá al muerto un corazón."


lunes, 4 de mayo de 2015

La ciudad y sus latidos



4. El comercio



La Gran Vía era el nombre de una tienda que vendía principalmente telas. También vendía pijamas, frazadas y ropa escolar como uniformes, calcetines, blusas y delantales. Daba a la calle Ramírez, la principal avenida comercial de Osorno. Existía desde los años 20. Tenía esos amplios mostradores de madera donde se podían desplegar con toda comodidad los géneros para medirlos y apreciarlos en todo su conjunto: la textura, el grosor, los colores, los diseños. Los pesadísimo rollos se ordenaban uno sobre otro en largos estantes que cubrían los muros completos. 

Mi abuela, que tenía la afición de la costura, compró ahí desde que se casó a mediado de los años 40. Los propietarios eran los Anuch, familia árabe que había llegado durante la inmigración a Chile desde Medio Oriente. Todos los hermanos trabajaban en el negocio. Pero a mi abuela siempre la atendía uno de ellos: don Manuel. Un caballero. Con toda la postura y decoro de un caballero. Muchas veces fui con ella y nos atendía con mucha devoción, aprovechando la transacción para conversar, aconsejar una tela u otra, reír un rato, hablar del tiempo, en suma, compartir, esa bendición olvidada. 

Además, mi abuela tenía una cuenta, es decir, una suerte de crédito. En esa época, no existía la tarjeta plástica con códigos de seguridad y todo, pero sí se usaba una libreta donde don Manuel anotaba a mano lo que mi abuela llevaba y luego iba rayando a medida que ella iba cancelando la cuota correspondiente. No existía norma, ni banco, ni ley alguna que pudiera obligar a pagar esa cuenta. El contrato se basaba en la sola confianza y mi abuela nunca dejó de pasar puntualmente cada mes a cumplir con su compromiso. Había incluso hecho a su hijo prometer y jurar sobre todas las cabezas que si ella se moría un día cualquiera, lo primero que él haría sería pasar a La Gran Vía a consultar si había algún saldo pendiente para finiquitarlo.

Cuando mi abuela falleció, tuve la grata sorpresa de encontrarme con don Manuel en los funerales. Me dio un abrazo y dijo: “Se ha ido una gran dama. Es una pena tremenda”. Varios años atrás ya, regresé a Osorno por unas vacaciones (no voy casi nunca desde que partí) y pasé a La Gran Vía. Supuse que no me recordaban porque cuando los visitaba era una muchacha adolescente, entonces me presenté: “Hola, pasé a saludar, soy Valeria, la nieta de la señora Blanquita” (mi abuela se llamaba Blanca, pero siempre le decía “señora Blanquita”). Se produjo una euforia en el lugar. Me acogieron con una enorme sonrisa: “¡Qué gusto verla! ¡Se echa tanto de menos a su abuelita!”. Y seguramente ante mi expresión de interrogante, uno de los hermanos me contó: “Manuel falleció hace dos años. Un accidente. Fue atropellado. Una desgracia. Siempre tuvo buena salud. Podría estar vivo perfectamente”. 

Hace unos breves momentos, me enteré que La Gran Vía cerró. Por una decisión de los herederos, se remató todo y el local fue adquirido por una cadena de tiendas de ésas que se repiten a lo largo de todo Chile. No es la primera situación similar que ocurre en Osorno. Farmacias, librerías, ferreterías que eran parte de la memoria colectiva de muchas familias fueron vendidas y muchos edificios que eran patrimonio arquitectónico quedaron sumidos bajo el anonimato de los letreros luminosos. Recordé con esto también la lenta muerte del antiguo mercado. Era un sitio bellísimo con fruterías, florerías y carnicerías cuyos dueños agonizaron, comercialmente hablando, durante casi 20 años hasta que no pudieron seguir resistiendo a la intrusión de los supermercados. Ese mercado, que tenía la particularidad, a diferencia del común de los mercados, de ser muy luminoso porque contaba al fondo con un gigantesco ventanal, en sus últimos días tenía apariencia de matadero abandonado. 

El comercio se ha vuelto, tal vez injustamente, la instancia más vilipendiada de la actualidad. O quizás no es tan arbitraria su mala prensa. Es el espacio y el tiempo donde la impersonalidad de un sistema despiadado se despliega con todos sus poderes para anular nuestra esencia personal. Pero no siempre fue así. Hubo un momento en que las áreas comerciales no eran sitios enajenantes de histeria y frustración. Existieron dimensiones donde vender no era solo cobrar y comprar no era sólo adquirir. Se iba a buscar algo lindo, compartiendo un intercambio lindo, con solicitud, deferencia. También con cumplimiento. También con afecto. Con una disposición de urbanidad, civilidad, de ánimo atento y honesto hacia el otro. En suma, con humanidad. 

Valeria Matus

Mahoma y la templanza




El secreto de las creencias no radica tanto en su dogmatismo como en la piadosa ternura de algunos creyentes. Mis dos abuelas profesaban la misma fe, sólo que Asunta, mi nona paterna, lo hacía con vehemencia, con cierta beligerancia inclusive. Con esos modos suyos, consiguió que mi padre fuera monaguillo y que su hija mayor incluyese el nombre “María” en el de cada una de sus siete hijas. Llegó a tener una nieta monja que, para colmo de su dicha, fue madre superiora de un colegio religioso. Siendo monaguillo, a mi padre le tocaba asistir al cura en una importante ceremonia pero fue desplazado para que ese rol lo cumpliera el hijo de un notable del pueblo. Que yo sepa, no volvió a comulgar más nunca. Pero sería errado echarle toda la culpa a la curia. Era un científico en todo el sentido del término, y tarde o temprano hubiese colgado los hábitos. Eso sí: sus hijos no podíamos ser ni curas ni milicos.

Sin embargo, se llevaba de maravillas con su sobrina la monja, y solían tener esos diálogos picantes y mordaces que en las películas italianas mantienen  sacerdotes y “rojos”. De hecho, sus otras sobrinas –las hermanas de la madre superiora- militaban en la Fede, y también ellas sentían un apego especial por su tío y mentor ideológico. Inútiles habían resultado los gritos de la hermana de mi padre cada vez que las visitábamos en el pueblo: “Llegaron los comunistas, llegaron los comunistas!!!”. Ante el arribo del demonio, mis primas –entonces niñas- debían encerrarse en los cuartos y no salir hasta nuevo aviso. Mi pobre tía nunca imaginó que algunas de sus “Marías” estarían junto a mi viejo para recibir a Perón en Ezeiza. Recuerdo a la mayor de ellas al regreso de aquella odisea, los mechones desgreñados sobre el poncho montonero. Fue ella y no mi padre quien contó lo cerca que les pasaron las balas. Un milagro.

Con mi otra abuela, la de la fe indulgente y compasiva, mantuve furiosos debates acerca de la religión. Salía apenas de la infancia, y creía yo estar a la altura de esa mujer que, amorosa, se dolía de mi intolerancia. Era, al fin, el hijo del bioquímico, su vástago investido en el materialismo de la ciencia, el que había ido junto a su padre a ver de cerca a Neil Armstrong, de paso por Buenos Aires. ¿A qué creer en paparruchas si el hombre, en su progreso lineal y perpetuo, había caminado en la luna? Pero no advertía que estaba hecho de otra madera, y que la vistosa mecánica del alunizaje no desalojaba de mi corazón el sortilegio de los cuentos sobre ciertas comarcas -Bagdad, Cartago, Nazaret- y los hechos de algunos héroes y profetas. Las discusiones con la bubú Olga no eran sobre doctrinas, sino sobre “la dimensión de lo sagrado, que no es necesariamente lo religioso aunque se superpongan permanentemente”.

Todo esto viene a cuento de una pequeña cruz que compré siguiendo un impulso hace añares en una feria de artesanos y que reencontré hace poco en el fondo de una caja. Allí fue a parar luego del escándalo que mi novia de entonces –estrella de David al cuello me hiciera por mi humilde crucecita. Ahora que lo pienso, resulta curioso que en nuestras discusiones –que no eran pocas termináramos apelando a la fábula del profeta Mahoma y la montaña, un relato ni judío ni cristiano que servía para las reconciliaciones. Según ella, yo era la montaña y Mahoma…, bueno, en realidad el tema es quién ponía la templanza. Vuelvo a tocar mi despojada cruz artesanal, y rememoro todos estos diálogos entre creencias, atravesadas por la historia de los hombres que viven sus días en la tierra con un ojo puesto en el cielo de los dioses. Porque  “lo sagrado puede no acontecer, pero es lo que permanentemente esperamos”.

Carlos Semorile