jueves, 14 de mayo de 2015

El mundo antes de que yo naciera



Le contaba ayer a un colega, que me había impactado profundamente enterarme que se estaban cumpliendo los 100 años del nacimiento de Orson Welles. Para mí, cuando era chica, él era un personaje del pasado, sin duda. Pero un pasado no tan lejano. O sería que como era una figura reconocida dentro de las aficiones de mi familia (el cine), me parecía que se trataba de alguien en cierto modo vigente, aunque no fuera el jovencito contemporáneo. 

Y esta conversación me hizo comentarle: “cuando yo era joven, él ya era viejo y sin embargo, lo conocía perfectamente. Los chicos de hoy probablemente no tienen idea de quién fue Orson Welles”. Me respondió que hacía un tiempo él había mencionado a un escritor y su compañera de oficina respondió que no sabía quién era porque era anterior a cuando ella había nacido. Y comprobamos ambos cuántas veces hemos estado escuchando ese argumento desde hace algún tiempo. 

“No tengo idea de quién fue Chaplin porque yo no había nacido”. Yo hubiera dicho eso en mi casa a los quince años, probablemente mi madre habría fruncido el ceño y hubiera dicho con un tono aterrador de ironía y reproche: “entonces según tú nadie podría opinar sobre Napoleón”. Pero hoy, conversando y compartiendo con diferentes muchachos, he podido observar que pareciera ser que lo que sucedió antes de que uno naciera puede no solamente olvidarse, sino que legítimamente ni siquiera haberse conocido. 

Y me hace volver a mi constante inquietud: el desplome espiritual del mundo de ayer. De cuando lo ocurrido “antes de que yo naciera “no estaba solamente en un libro de historia. Cuando las épocas pasadas, las películas clásicas, los referentes literarios y los grandes pensadores, eran parte de las sobremesas, de las conversaciones de bohemia junto a una botella de vino con los amigos donde parecía que ellos, Julio César, Rousseau, Stravinsky, también estaban participando de la tertulia. Del mismo modo, los hechos cotidianos se asociaban fácilmente a recuerdos colectivos. Así, mi madre de repente hacía unas conexiones increíbles como que cuando era adolescente daban noticias en el cine antes de la película, y que en una de esas matiné hubo un extra e informaron que se había asesinado a Kennedy, y que ella andaba con su amiga Kinka, y que tenía puesto un vestido con harto ruedo, porque en esos años todavía se usaban los vestidos con ruedo así como los que usaba Nathalie Wood en “Rebelde sin causa”, y que un caballero que estaba sentado adelante solo se había dado vuelta y les había dicho: “disculpen, pero no tengo con quién comentar la noticia. ¡Qué tremendo esto que maten a un Presidente!, ¿no?”.

Asimismo mi padre contaba una vez: “si la presencia inglesa era enorme en Chile, recuerden la Guerra del Pacífico, de hecho mi madre se llamaba Eugenia Victoria, por la reina Victoria, claro, en esos años a muchas niñas se les ponían ese nombre”, y más de alguien hubiera respondido, “así es pues, ScarlettO´Hara también le quería poner a su hija Eugenia Victoria”. Si relatara esta anécdota hoy, sin duda tendría que comenzar por explicar quiénes diantre fueron la reina Victoria y Scarlett O´Hara, y qué tenían que ver con Arturo Prat. Y si rematara agregando que esa moda del nombre duró casi todo el siglo XIX, mis interlocutores pensarían que estoy haciendo una broma. 

Y en medio de todos estos diálogos que rayaban en lo surrealista, crecí yo, divirtiéndome, emocionándome, enriqueciéndome. No quiero tampoco juzgar a quienes viven con los ojos totalmente puestos en el futuro. Quizás son menos angustiados que yo. De hecho, lo son. Tampoco quiero sentir algún grado de superioridad con respecto a los que ven la vida de otra manera. Es sólo que me entristece advertir que, muchas veces, se pierden de un patrimonio humano que me gustaría que también disfrutaran, porque percibo que esta negligencia se debe a la irresponsabilidad y egoísmo de los adultos de mi generación, que vivieron lo mismo que yo, pero que optaron por promover un mundo superfluo en el cual el conocimiento y el saber no tienen importancia. 

Cuando regresamos a Chile –a este transformado Chile– mi padre dio muchas conferencias sobre literatura española, su especialidad. En una ocasión, ante un auditorio de muchachos del colegio jesuita, unos alumnos preguntaron: “¿Por qué no estudiamos más autores chilenos nuevos? ¿Por qué tenemos que leer el Cid, a Lope de Vega, Marianela?” Ante lo cual mi padre, además de sugerirles y animarlos a no tener miedo a los clásicos porque no eran aburridos como parecía, respondió: “porque escribieron en español, nuestro idioma, siglos antes de que existiéramos. ¿No sienten que es una fortuna poder decir que Cervantes también es nuestro?”

Valeria Matus