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martes, 21 de junio de 2022

Otra carta de Rosa

 

“Anteayer encontré, en el patio que me sirve aquí de bosque para mis paseos, una mariquita entumecida, posdata tardía del verano. La trasladé, naturalmente, al inmediato puesto de socorro –la ventana caliente de la cocina– pero ignoro qué habrá sido de ella. Ayer encontré también, en el mismo patio, una plumita gris-perla, minúscula y suave, que mis reducidos conocimientos de ornitología me hicieron atribuir a un pichón. El pequeño Bendel podría afirmar con más seguridad quién dejó caer al patio, para mí, esta tarjeta anónima de visita. Quería enviarle la plumita metida en esta carta, a título de “documento humano” de nuestra época inhumana; al volver de paseo, la traje con todo cuidado a la celda, y he aquí que se me ha perdido. Bendel se asombrará probablemente de que se pueda perder nada en una celda que mide siete pasos, de los míos, por cuatro. ¡Ah, mi buen Bendel! En una celda tan pequeñita, puede llegar a perderse hasta un objeto muy grande; así me aconteció a mí por ejemplo, cierta vez, con mi paciencia. Era un día melancólico y lluvioso en que no me cansaba de dar vueltas y más vueltas a mi celda, intentando en vano capturar a la fugitiva. En aquel momento llegó una luminosa carta de Friedenau, e inmediatamente apareció lo que andaba buscando: la pícara paciencia estaba allí, cerquita, debajo de la mesa, enfurruñada (…)”.

 

Zwickau, septiembre 1904

Rosa Luxemburgo, Cartas de la prisión

sábado, 28 de mayo de 2022

viernes, 27 de mayo de 2022

"Rosa Luxemburgo, la última lectora" por Pierina Ferreti

Nota publicada el 18 de enero 2021 en Lobo Suelto.

En un texto publicado en El último lector, Ricardo Piglia evoca escenas de la vida de Ernesto Guevara que le permiten reflexionar acerca de las relaciones tensas y productivas entre lectura y política. Una de las de mayor dramatismo se sitúa en el desembarco del Granma en diciembre de 1956.

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sábado, 21 de mayo de 2022

"La vida juega conmigo a un eterno escondite..."

A Luise Kautsky

(…)

¡Escríbanme! Mis ideas están con el Sindicato minero del Rin y Westfalia; mi corazón, junto a usted en Holanda.

Suya siempre y siempre incorregiblemente feliz,

 Rosa

 

24.

 

(Sin fecha. Zwichau, 1904) 

Muchas gracias mi queridísima, por el retrato de Carlos con su encantadora dedicatoria. El retrato es magnífico, la primera imagen suya realmente buena que veo. Los ojos, la expresión, todo magnífico. (¡Pero esta corbata, esta corbata, con su hormigueo de lunares blancos que fascinan literalmente la vista! Esta corbata bastaría para justificar el divorcio. ¡Sí, sí, así somos las mujeres! Por sublime que sea su espíritu, en lo primero que nos fijamos es en la corbata.). Sí, este retrato me gusta mucho. Ayer recibí carta de la abuela; me escribe muy cariñosa, queriendo fortalecer mi moral, pero sin acertar a disimular, la pobre, su propria depresión. Salúdala muy cordialmente en mi nombre; espero que habrá recobrado ya su buen humor; aquí, al menos, hace un tiempo hermosísimo. No obstante, me parece que el mundo anda un poco desquiciado desde que yo no estoy ahí. ¿Es cierto lo que leí en el “Tageblatt”? ¿Ha demitido Franciscus [Franz Mehring]? ¡Pero esto sería una debacle, un triunfo para todo el quinto estado! ¿No hubo modo de evitarlo? Esto me ha afectado y abatido de verdad. Y, encima, no me das ningún detalle, ¡eres horrible!

Anochece; una brisa suave entra por el tragaluz de mi celda, agita dulcemente mi pantalla verde y hojea delicadamente el tomo abierto de Schiller. Fuera, cruza delante de la cárcel un caballo que vuelve a su cuadra lentamente, y sus cascos golpean el empedrado despacio y rítmicamente, en la paz de la noche. De lejos llegan, apenas perceptibles, las notas caprichosas de una harmónica con la que algún aprendiz de zapatero, de paso descuidado, sopla un vals. Una estrofa que he leído hace poco no sé dónde aflora en mi memoria: “Recostado entre colinas – tu jardincito apacible  en que rosas y claveles – esperan ya a tu amada – Recostado entre colinas – tu jardincito apacible…” No llego a comprender el alcance de estas palabras, ni sé siquiera si tienen alguno, pero, asociadas a la brisa que me acaricia el pelo, me mecen y dan a mi ánimo una rara nostalgia. Esta brisa traidora, me llama de nuevo a los lejos –ni yo misma sé dónde. La vida juega conmigo a un eterno escondite. Siempre me parece que no está en mí, ni donde yo estoy, sino en algún sitio lejano. En otro tiempo, allá en casa, me deslizaba al amanecer hasta la ventana –¡Oh! Nos estaba severamente prohibido levantarnos antes que nuestro padre – la abría despacito y miraba hacia afuera, hacia el gran patio. Seguramente que no había gran cosa que ver allí. Todo dormía aún; un gato cruzaba el patio con su paso aterciopelado, dos gorriones se peleaban chillando descaradamente, y el corpulento Antonio, metido en su zamarra corta, que usaba lo mismo en verano que en invierno, estaba plantado junto a la bomba, con las dos manos y la barbilla apoyadas en el mango de la escoba, y un profundo aire de meditación en su cara adormecida y sin lavar. Porque aquel Antonio era hombre de tendencias elevadas. Todas las noches, después de cerrar la puerta cochera, se acomodaba en el banco del vestíbulo que le servía de lecho, y deletreaba en voz alta, a la luz incierta del farol, la “Gaceta de Policía”, publicación oficial, y su voz resonaba por toda la casa como una letanía ininteligible. En aquellas lecturas sólo le movía un amor desinteresado por la literatura; no entendía ni una jota de lo que leía, pero le gustaban las letras como tales letras y nada más. Lo cual no quiere decir que fuera un hombre fácil de contentar. Cuando un día le presté, a su instancia, “Los orígenes de la civilización”, de Lubbock, que acababa yo de empezar a leer con ardiente fervor, pues era mi primer libro “serio” – me lo devolvió al cabo de dos días diciendo que aquel libro “no valía nada”. Yo necesité muchos años para comprender cuánta razón tenía Antonio. Este Antonio empezaba siempre su jornada sumiéndose por algún tiempo en profundas meditaciones, de las que salía sin transición, indefectiblemente, con un enérgico, estrepitoso y estremecedor bostezo, y este bostezo libertador significaba siempre: ¡Ahora, a trabajar! Todavía me parece oír el ruido del chasquido que producía Antonio pasando al sesgo su escoba húmeda sobre el suelo, cuidando a la vez, por refinamiento estético, de describir en los bordes graciosos festones regulares que hubieran podido pasar por un delicado encaje de Bruselas. La gracia con que barría el patio era todo un poema. Era también el más hermoso instante del día, antes de despertarse la vida oscura, estrepitosa, ruda, machacona, de la gran casa de vecindad. La augusta calma de la hora matinal se derramaba sobre la vulgaridad del suelo; arriba, en los cristales, chispeaban los primeros oros del sol naciente y, más arriba aún, flotaban nubecillas vaporosas, sonrosadas, antes de disolverse en el cielo gris de la ciudad. Por entonces, yo creía firmemente que la “vida”, la “verdadera” vida estaba en algún sitio muy apartado, no sabía dónde, lejos, del otro lado de los tejados. Desde entonces, no he cesado de buscarla. Pero no logro darle alcance, pues siempre se esconde detrás de algún nuevo tejado. En fin de cuentas, todo fue una burla cruel para conmigo, ya que la verdadera vida se quedó precisamente allí, en aquel patio en que, por vez primera, leí con Antonio “Los orígenes de la civilización.

Os abraza cordialmente,

 Rosseta

 

Cartas de la prisión, Rosa Luxemburgo, Madrid, Cenit, 1931, pp. 60-63

 

sábado, 24 de noviembre de 2018

Somos una sociedad literaria

Lo que más sorprende en esta película (que es, primero, un libro*) es el título. Tiene dos versiones. Una de ellas es: La sociedad literaria y el pastel de piel de patata. No se puede decir que sea una gran película. Quizás no sea necesario. Casi tanto como el título sorprende el hecho de que los personajes (sobre todo los secundarios) no puedan sino ser eso que son. Ser obstinadamente ellos mismos. Cumplir con su destino. No devenir otra cosa. Ser uno mismo “aunque sea corta la vida y…” Como ese personaje de pelirroja de sonrisa deslumbrante. Una mujer, crecida sin amor, que se imagina que un día aparecerá quien tiene que aparecer… y que tendrá algo de Heathcliff…

Luego, un país en guerra. La ocupación. El hambre. El miedo. Órdenes. No te reunirás. Tampoco con tus amigos. De ahí la idea que tiene Elizabeth de organizar una cena. Como si fuera poco, para comer un cerdo ahí donde se prohibió criar cerdos… Doble insolencia. Cada uno de los comensales tiene una misión. Tal invitado debe traer el cuchillo. Tal otro la ginebra. Tal otro el pastel. Y así. Con el pequeño aporte de cada uno, se hace la gran cena que todo lo transgrede. Y cuando, después de cenar, después de charlar, de reir (todas cosas prohibidas, aunque ningún decreto lo explicite), los cinco personajes se van por los caminos bastante… ebrios… los detiene la Gestapo… Así no más. Entonces deben responder: “¡qué están haciendo aquí!”. Sucede que uno de los oficiales tiene un libro en el bolsillo. De ahí la ocurrencia: 

Somos... una sociedad literaria.

Aquí detengo el relato para no traicionar la novela, para no revelar la película que sin ser grande, interpela. 

Para que cada uno imagine cómo puede seguir esta historia.


Cándida


* La sociedad literaria del pastel de piel de patata de Guernsey, de Mary Ann Shaffer y Annie Barrows, Salamandra, 2018.

miércoles, 8 de agosto de 2018

Desde mi corazón irlandés


Queridas amigas, siento que esta vez debo enviarles una carta desde mi corazón irlandés. Me ha conmovido profundamente la historia de S., resistiendo desde la lengua para preservar la memoria de una comunidad, lo cual me recuerda los intentos coloniales británicos en Irlanda donde, mediante la anglicanización de los nombres, los lugares y las cosas, buscaron dominarnos territorial y culturalmente. 

Creo que a esta altura es reconocido que nuestra “isla de santos y de sabios” -como la llamó Joyce- jugó un papel fundamental, desde la caída de Roma hasta los albores del Medioevo, en el resguardo del patrimonio cultural de la antigüedad. Hasta vuestro Borges lo dice en alguna de sus páginas: “en Francia nadie sabía griego, y lo sabían los monjes irlandeses”. Pero la conquista de los anglo-normandos supuso el fin de aquel mundo celta donde las palabras tenían sabor a identidad. 

No quiero aburrirlas con la extensa saga de barbaries con que los ingleses han procurado borrarnos del mapa, que si no se llamó “genocidio” fue porque aún no se había inventariado el concepto. Baste apenas como ejemplo la propuesta que hiciera Edmund Spenser, uno de los estrategas culturales del Imperio: “Si el habla es irlandesa (…) el corazón debe por fuerza ser irlandés”

Por ello, durante su paso por Munster, una de las históricas provincias irlandesas, “muchos antiguos manuscritos de la provincia fueron cortados en pedazos a fin de hacer cubiertas para los manuales en inglés que se hacían circular entonces entre los colegiales”. La idea era suplantar el gaélico y, tras su caída, imponer “una tradición de vida -perfeccionada y en parte desarrollada por la gente que habla inglés- que ha generado gran riqueza y gran pobreza”, como bien dijera Yeats.

Pero los irlandeses resistimos, muchas veces en los campos de batalla o mediante guerra de guerrillas, pero también incentivando la tradición oral y, con ella, la verdadera historia de nuestro pueblo.

Lo cuenta muy bien el video que Myles O´Reilly realizó para el hermoso tema de Glen Hansard, “Lowly deserter”: "Glen sugirió que filmemos a niños, que actúan recíprocamente con la casa y la vecindad, de donde surge la evocación de una ‘escuela de cobertura’ que era el medio para educar a los niños en la Irlanda rural en la tradición oral, sobre todo en los siglos XVIII y XIX".

Y agrega el propio Hansard: “Quise mostrar que dentro de una casa hay un universo de pensamiento. Crecí en una familia, y las familias ponen mucho significado en la historia irlandesa, los trabajadores irlandeses, las historias de luchas por la tierra, de levantamientos, de opresión y rebelión, la lengua de Irlanda. Y en las casas de todo el país, las ‘escuelas de cobertura’ siguen. La escuela (oficial) no nos enseñaba la historia verdadera, sino una versión 'aprobada', diluida".

Perdimos el gaélico, lo recuperamos en parte durante la revolución cultural que precedió al Levantamiento de Pascua y, desde la periferia, reinventamos el idioma inglés como una lengua plebeya sin “señoríos”. Somos como se nos ve en el video de O´Reilly: reímos y no olvidamos.  

Neil Collins

jueves, 19 de julio de 2018

Sobre cartas y franqueos

Por sugerencia del Profesor, inaguramos una nueva sección que tendrá el mismo nombre que esta entrada. Lo que sigue es un fragmento de correspondencia.

*** 


11/04/2015 a C. Semorile

Del “buen hablar”, o “conversar” se desprende la idea de intercambio, exposición, confrontación, conocimientos expuestos como útiles diversos para comparar y divergir, discutir.

Bueno,

El correo, junto con el ferrocarril, fueron dos de los grandes vectores de la mitológica idea de modernidad del siglo 19, ¿no? Entre el liberalismo -destructor de las grandes empresas estatales- y los adelantos tecnológicos, E-mail entre otros, se van perdiendo ciertas mitologías. Como ejemplo una historieta. Oí contar a un conocido la historia de alguien, casado "Institucionalmente", digámoslo así, que tuvo la suerte, la desgracia, o las dos cosas, de enamorar y enamorarse de otra mujer. Romance intenso con producción de misivas llenas de pasión romántica, amén de encuentros furtivos, fugitivos y siempre breves para los amantes. En un momento de la historia se plantea el problema de las cartas. ¿Dónde esconderlas? ¿Llevarlas consigo? Eran mucha y continua la producción literaria. ¿Destruirlas? Sería destruir, matar ese amor, esa pasión honda. Además, esta última solución era arrugarse e indigna del, en ese momento, gran amor. Esta es una historia de los años 60, del siglo pasado (como suele decir el Tata), y en esa época esta expresión literario-amorosa se realizaba sobre hojas de papel con escritura a tinta; ni lápiz, ni birome era digno de esos sentidos amores. El enamorado encontró una solución de compromiso para conservar la encendida correspondencia que permitía alimentar ese amor “ilegítimo” (¡como si un amor pudiera serlo..!) y que, con el tiempo, permitiría la nostalgia de “lo que no pudo ser”. Y sobre todo que su legítima, en caso de descubrir el bagayo, pudiera ser asegurada del porqué de esos papeles borroneados y arrugados con cualquier explicación que distrajera del verdadero tenor del objeto. La solución consistió en el simple gesto de sumergir brevemente las cartas en una palangana llena de agua, cuestión de lograr su ilegibilidad por concisos arrugamientos y borroneos. No niego ni repugno de los avances tecnológicos, ni su variable y veritable utilidad. Pero en lo que concierne a los sentimientos, al misterio de los encuentros siempre inesperados, imprevisibles, entre los seres humanos y sus pasiones, cuestión romanticismo el E-mail, cero al as.
Un abrazo
elprofe