lunes, 27 de junio de 2016

El encanto de leer (a la luz de una lámpara)


"La historia de la lectura en Chile" / Biblioteca Nacional


Últimamente, muchas personas demuestran tener una memoria tan corta que actúan como si su rutina actual hubiera sido siempre la misma. Parecen haber olvidado por completo que todas las tareas que hicieron en su trayectoria escolar fueron en letra manuscrita o que su habitación de chico y de adolescente jamás contó con un televisor y menos aún un teléfono propio. Y en esos cuartos, mucho no podía hacerse para llenar el tiempo salvo por ejemplo jugar, dibujar o leer. Y esta última actividad era la única posible de realizar cuando a uno le daban la instrucción de ir a acostarse. Entonces, cuando uno ya se encontraba solo en su cama y cogía un libro del velador, se producía un momento mágico. El día, sobre todo su afán,  estaba terminando y existía la posibilidad de eludir lo poco que de él quedaba en compañía de personajes y aventuras ficticios.

Viví infinidad de instantes fantásticos a esa hora en que todo se volvía silencioso para quedar bajo un hechizo impreso: cuentos de hada con ilustraciones de Doré; La Pequeña Lulú que mis padres me compraron un verano en Galicia y era el único libro en español que tuve mientras viví en Francia; Robinson Crusoe en una bellísima edición en formato de historieta. Luego, llegaron rápidamente las novelas propiamente tal: Mujercitas, Rebecca, el Filo de la Navaja, que devoré a la luz de una vela en la playa cuando en el sur de Chile, a finales de los años 80, en los balnearios todavía la mayoría de las casas no contaban con electricidad. 

Después, todo se llenó. Y no es que yo haya quedado ajena a las tecnologías de esta era. Me gusta ser adicta a maratones de ciertas seriales,  disfruto la ventaja de tener acceso a diarios de todo el mundo y también de poder ver nuevamente folletines añejos que sólo se encuentran en medios virtuales ociosos. Pero este mundo, tan atiborrado de posibilidades, deja sin embargo muchos vacíos. La vida diaria deja muchos vacíos. Desazones y desilusiones. Entonces, se suele necesitar una escapatoria que sólo puede dar una introversión absoluta hacia la propia esencia, algo así como el cascarón del que habla Demian, pero en sentido inverso, porque el pájaro ya lleva demasiado tiempo afuera sobreviviendo. 

Y esa introspección sólo funciona a través de una lectura nocturna. Primero, porque cuando tengo ganas de ver la escalera y la biblioteca y la habitación del castillo de Canterville, quiero que sean los que yo imagino y no los que una puesta en escena me sugiere. No me sirve si me imponen al fantasma: necesito que sea el mío. Luego, porque me hace retomar una conexión con mis padres, mis abuelos, sus padres, sus abuelos, pues seguramente todos ellos tuvieron el mismo hábito y entonces estamos todos compartiendo una misma felicidad incluso sin estar ya juntos. Como si en ese doble gesto de taparse con la frazada y abrir un libro, hubiera algo maternal que lo hiciera a uno, aun en soledad, sentirse abrigado y protegido.  Como si hubiera algo que alivia, que reposa, que mece, cada vez que se da vuelta una página, bajo la sola iluminación de una pequeña lamparita.

Valeria Matus

sábado, 18 de junio de 2016

Paulo nuestro de cada día



“La única manera de aumentar el mínimo de poder es usar el mínimo de poder. Vamos a admitir que tú tienes solamente un metro de espacio, si no lo ocupas, el poder mayor te ocupa ese metro”.

Paulo Freire
 

La frase no es parte de un libro. Es algo que el educador dice en una entrevista televisiva realizada en castellano que se encuentra fácilmente en Internet.  Es bueno eso. No sólo leer los libros sino también ver y oír a algunos grandes pensadores, algunos grandes hombres de acción de otros tiempos. Paulo Freire (1921-1997) fue ambas cosas. Aunque entre sus múltiples enseñanzas está la que consiste en cuestionar falsas dicotomías: pensar y actuar no son actividades diferentes sino elementos indisociables de un solo y mismo quehacer.

Si algunos de los lectores del diario* no estuvieran familiarizados con su pensamiento hay una buena noticia. Las obras completas del educador brasileño fueron puestas a disposición del público en libre acceso (revisar aquí). Es un gran aporte a la educación de todos. Porque sin duda, aunque en otro mundo posible, Paulo Freire debería ser lectura indispensable (indispensable pero no “obligada”). No solamente para quienes se destinan al oficio de educar sino a cualquier oficio. Hay algo en Freire y eso se advierte en cualquier libro, en cualquier página, en cualquier párrafo, que le habla directamente a la persona, hombre o mujer, algo como un conjuro, un llamado que dice una sola cosa: “no hay que perder la confianza”.

Esa es la obra. La obra que unos junto con otros debemos realizar: trabajar en las condiciones de la restauración de la confianza perdida. O mejor, en los términos de Freire, debemos educar la esperanza.

Había que tener coraje para hablar así, atravesar el siglo XX, vivir sus vicisitudes, dejar de lado una carrera de abogado, optar por trabajar como maestro, elegir permanecer entre los más pobres, ir encarcelado por lo mismo, conocer el exilio, llegar a Chile, trabajar acá, pensar acá lo que podía ser una pedagogía del oprimido (“del” y no “para”), discutirla, escribirla, publicarla (en todos los países que recorrió antes que en el suyo), defenderla, ponerla a prueba, asistir a todos los acontecimientos contenidos en la expresión “siglo XX” y, a los 70 años, escribir un libro llamado “Pedagogía de la esperanza”… que en sus primeras páginas dice así:

“Debe haber un sinnúmero de personas que piensan como un profesor universitario amigo mío que me preguntó asombrado: ‘¿Pero cómo, Paulo, una Pedagogía de la esperanza en medio de una desvergüenza como la que nos asfixia hoy en Brasil?’ Es que la ‘democratización’ de la desvergüenza que se ha adueñado del país, la falta de respeto a la cosa pública, la impunidad, se han profundizado y generalizado tanto que la nación ha empezado a ponerse de pie, a protestar. Los jóvenes y los adolescentes también salen a la calle, critican, exigen seriedad y transparencia (…)”.

Acotación: cualquier parecido con otras situaciones aquí y ahora, no es mera casualidad. Sigue la cita:

“(…) No soy esperanzado por pura terquedad, sino por imperativo existencial e histórico. Esto no quiere decir, sin embargo, que porque soy esperanzado atribuya a mi esperanza el poder de transformar la realidad (…) Mi esperanza es necesaria  pero no es suficiente. Ella sola no gana la lucha, pero sin ella la lucha flaquea y titubea (…). Una de las tareas del educador o la educadora progresista, a través del análisis político serio y correcto, es descubrir las posibilidades –cualesquiera que sean los obstáculos– para la esperanza, sin la cual poco podemos hacer porque difícilmente luchamos, y cuando luchamos como desesperanzados o desesperados es la nuestra una lucha suicida, un cuerpo a cuerpo puramente vengativo”.   

Impacta que Paulo Freire haya escrito estas páginas a los 70 años, así como impacta escuchar a jóvenes de 20, 30 años, o adultos de 40 años, sostener discursos que apuntan hacia otro lado. Discursos de la desolación, sin duda justificados, ante las terribles violencias y sinvergüenzuras de las que somos testigos todos los días.

¿Será que la esperanza nace de la lucha? ¿Será que sólo el que luchó, cayó, sufrió, volvió a levantarse y a caer y a levantarse, puede tener esperanzas? ¿Será que la esperanza es el premio –el único premio– al que pueden aspirar los luchadores que nunca jamás se dan por vencidos? ¿Será que la desesperanza es lo propio de quién no ha jugado todas sus cartas todavía? ¿De quienes no han entrado todavía en franco y abierto combate? ¿Será que los que no tenemos 70 años, no estamos encarando correctamente nuestros combates?

Repito y le pido al viejo maestro que acompañe, que ayude a seguir pensando la cosa: “La única manera de aumentar el mínimo de poder es usar el mínimo de poder. Vamos a admitir que tú tienes solamente un metro de espacio, si no lo ocupas, el poder mayor te ocupa ese metro”.

En la última columna hice mención a otros escenarios posibles. Escenarios pequeños donde de pronto una persona –una sola persona– a través de su acción es capaz de ir generando la concientización, la acción y la puesta en relación de otros. No ignoro que la idea de “pequeños escenarios” molesta. Es cierto: parece ser que no alcanza. Que no hay forma de que alcance. Lo que yo quiero señalar cuando me refiero a ellos y lo preciso porque me parece necesario que se entienda el punto, es esto: no hay porqué elegir. No hay una sola escala de la política. Existe una pluralidad de escenarios posibles. Toda una gama entre el más pequeño (la vereda donde una ama de casa es capaz de poner en movimiento a toda la cuadra y a todo un barrio) hasta el más grande (entre los cuales las casas de gobierno y los congresos donde trabajan nuestros irresponsables políticos – con las necesarias excepciones y salvedades).

En la medida en que todo indica que, en esta coyuntura que estamos viviendo, las formas tradicionales y rutinarias de hacer política, nos han transformado en ciudadanos ineficaces, incapaces de generar cambios significativos en la orientación de quienes gobiernan –o solamente capaces de transformar para peor–, es obligación (no veo cómo plantearlo de otra forma), es obligación, o debería serlo, identificar la escala en la que sí podemos algo, los escenarios en los que sí podemos algo. O sea, plantearse también: ¿quién puede qué? ¿dónde? ¿con quién? Y como dijera el maestro: ¿a favor de qué? ¿contra qué?

Sin duda Paulo Freire puede seguir acompañando éstas y otras reflexiones. Acciones que todavía podríamos cometer. 

AGC
* Escrito para diario Radio Universidad de Chile

martes, 14 de junio de 2016

La evolución del hombre reconoce un pasado "gorila" y un futuro industrial



Mi padre era paleontólogo. Vivía rodeado de fósiles en un mundo de ideas encantadoramente simples, en que las unas se deducían de las otras con el razonamiento incontrovertible de un teorema. Cuando me hartaba de pelearme con los chicos del barrio y de jugar a los “vigilantes y ladrones” solía sentarme a su lado, junto a sus cajones repletos de piedras y de huesos fósiles. Yo era allí el único pedacito de porvenir entre tantos restos del pasado. Se divertía y me divertía resumiendo la historia de la humanidad con anécdotas sencillas. Ilustraba su disertación mostrándome algunas láminas coloreadas que abundaban en los libros de popularización.  La lógica positivista daba a las etapas sucesivas de la humanidad una continuidad evolutiva simple, clara e irrefutable. Partíamos del mono más primitivo al orangután, y a través de figuras esquemáticas en que los esqueletos eran cada vez más erectos, veíamos acercarse a la vertical humana al chimpancé y al gorila. Y así, cada vez más verticales y cada vez menos parecidos a Darwin, los monos cumplían su alta y nobilísima función darwiniana de sustituir a Dios en la responsabilidad de habernos creado. Después el hombre barbudo de los cromos comenzaba a cubrir las diversas etapas de la evolución cuyo fin se ignoraba entonces. El cavernícola se transformaba en bosquimano. Había épocas borrosas y confusas hasta que comenzaban las edades que han dejado rastros concretos de su existencia. A la época pastoril y rudimentariamente agrícola la siguió la edad de piedra. La edad de piedra fue sustituida por la edad de bronce. La edad de bronce cedió ante el progreso de la edad de hierro. La capacidad industrial del hombre era el metro patrón con que se medía el ascenso de la humanidad en la escala zoológica. Entonces, con esa maravillosa exactitud con que los niños plantean los problemas esenciales, yo le preguntaba a mi padre: “Nosotros, los argentinos, ¿tenemos fundiciones de hierro?” Con evidente desconcierto mi padre movía negativamente la cabeza. Yo insistía: “¿Tenemos fundiciones de cobre?” Mi padre repetía su gesto negativo. “Entonces -concluía yo-, ¿nosotros vivimos todavía en la edad de piedra?” Y al enterarme de que -aparte de criar vacas y cultivar cereales- nada sabíamos hacer, puesto que hasta el calzado y las telas para nuestras ropas venían del exterior, con esa innata tendencia burlesca que arrastro conmigo desde que nací, preguntaba: “¿Entonces aquí todavía estamos en la época de los gorilas?” 

En el transcurso de mi vida madura he recordado con frecuencia estas pequeñas anécdotas personales, porque ellas me explican a mí mismo, con su raigambre freudiana, la razón de mi profunda preocupación por la industria argentina, a la que nada me ata y nada me une, pero cuyo destino se me aparece inexplicablemente conectado al mío, que es sin embargo un destino que sólo se satisface en el ámbito inmaterial de la inteligencia y de la voluntad de ser útil a sus conciudadanos. Es que, lo mismo que en las épocas pretéritas de la humanidad, el nivel industrial de un país es el índice que mide el grado de su desenvolvimiento, la altura de su elevación en la escala zoológica y la amplitud de la independencia que ha logrado alcanzar entre las naciones que le precedieron. LOS PUEBLOS SIN INDUSTRIAS SON PUEBLOS INFERIORES. SON PUEBLOS QUE NO HAN ALCANZADO AÚN LA DIGNIDAD INTEGRAL DE LA VERTICAL HUMANA. O PUEBLOS QUE LA HAN PERDIDO AL SER SOMETIDOS A LOS DICTADOS DE LA VOLUNTAD DE OTROS PARA CUYA EXCLUSIVA CONVENIENCIA TRABAJAN HUNDIDOS EN EL PRIMITIVISMO AGROPECUARIO.


Raúl Scalabrini Ortiz
Bases para la reconstrucción nacional