martes, 14 de junio de 2016

La evolución del hombre reconoce un pasado "gorila" y un futuro industrial



Mi padre era paleontólogo. Vivía rodeado de fósiles en un mundo de ideas encantadoramente simples, en que las unas se deducían de las otras con el razonamiento incontrovertible de un teorema. Cuando me hartaba de pelearme con los chicos del barrio y de jugar a los “vigilantes y ladrones” solía sentarme a su lado, junto a sus cajones repletos de piedras y de huesos fósiles. Yo era allí el único pedacito de porvenir entre tantos restos del pasado. Se divertía y me divertía resumiendo la historia de la humanidad con anécdotas sencillas. Ilustraba su disertación mostrándome algunas láminas coloreadas que abundaban en los libros de popularización.  La lógica positivista daba a las etapas sucesivas de la humanidad una continuidad evolutiva simple, clara e irrefutable. Partíamos del mono más primitivo al orangután, y a través de figuras esquemáticas en que los esqueletos eran cada vez más erectos, veíamos acercarse a la vertical humana al chimpancé y al gorila. Y así, cada vez más verticales y cada vez menos parecidos a Darwin, los monos cumplían su alta y nobilísima función darwiniana de sustituir a Dios en la responsabilidad de habernos creado. Después el hombre barbudo de los cromos comenzaba a cubrir las diversas etapas de la evolución cuyo fin se ignoraba entonces. El cavernícola se transformaba en bosquimano. Había épocas borrosas y confusas hasta que comenzaban las edades que han dejado rastros concretos de su existencia. A la época pastoril y rudimentariamente agrícola la siguió la edad de piedra. La edad de piedra fue sustituida por la edad de bronce. La edad de bronce cedió ante el progreso de la edad de hierro. La capacidad industrial del hombre era el metro patrón con que se medía el ascenso de la humanidad en la escala zoológica. Entonces, con esa maravillosa exactitud con que los niños plantean los problemas esenciales, yo le preguntaba a mi padre: “Nosotros, los argentinos, ¿tenemos fundiciones de hierro?” Con evidente desconcierto mi padre movía negativamente la cabeza. Yo insistía: “¿Tenemos fundiciones de cobre?” Mi padre repetía su gesto negativo. “Entonces -concluía yo-, ¿nosotros vivimos todavía en la edad de piedra?” Y al enterarme de que -aparte de criar vacas y cultivar cereales- nada sabíamos hacer, puesto que hasta el calzado y las telas para nuestras ropas venían del exterior, con esa innata tendencia burlesca que arrastro conmigo desde que nací, preguntaba: “¿Entonces aquí todavía estamos en la época de los gorilas?” 

En el transcurso de mi vida madura he recordado con frecuencia estas pequeñas anécdotas personales, porque ellas me explican a mí mismo, con su raigambre freudiana, la razón de mi profunda preocupación por la industria argentina, a la que nada me ata y nada me une, pero cuyo destino se me aparece inexplicablemente conectado al mío, que es sin embargo un destino que sólo se satisface en el ámbito inmaterial de la inteligencia y de la voluntad de ser útil a sus conciudadanos. Es que, lo mismo que en las épocas pretéritas de la humanidad, el nivel industrial de un país es el índice que mide el grado de su desenvolvimiento, la altura de su elevación en la escala zoológica y la amplitud de la independencia que ha logrado alcanzar entre las naciones que le precedieron. LOS PUEBLOS SIN INDUSTRIAS SON PUEBLOS INFERIORES. SON PUEBLOS QUE NO HAN ALCANZADO AÚN LA DIGNIDAD INTEGRAL DE LA VERTICAL HUMANA. O PUEBLOS QUE LA HAN PERDIDO AL SER SOMETIDOS A LOS DICTADOS DE LA VOLUNTAD DE OTROS PARA CUYA EXCLUSIVA CONVENIENCIA TRABAJAN HUNDIDOS EN EL PRIMITIVISMO AGROPECUARIO.


Raúl Scalabrini Ortiz
Bases para la reconstrucción nacional