martes, 10 de noviembre de 2015

Una resurrección necesaria



En los últimos meses, se han producido dos importantes eventos literarios, distintos entre sí, pero con un factor común: el resurgimiento de un personaje de ficción en manos de un autor contemporáneo ya que los creadores originales fallecieron hace mucho. 

El primero es el insuperable detective belga Hercules Poirot, que los herederos de Agatha Christie confiaron a la escritora británica Sophie Hannah para una nueva investigación bajo el nombre: “Los crímenes del monograma”. El segundo es el antihéroe Corto Maltés, entregado también por los dueños de los derechos de Hugo Pratt a dos autores españoles quienes lo llevaron a una nueva aventura llamada: “Bajo el sol de medianoche”.

Sin duda existe un objetivo lucrativo muy bien estudiado por las editoriales tras estos lanzamientos. Pero más allá de este asunto netamente de mercado, me sorprende que con tantos recursos con los que contamos hoy, estemos recurriendo a obras del pasado para poder dar un golpe comercial realmente potente.  

Maltés es el último romántico. Un hombre del siglo XIX cuya existencia es imposible pasada la I Guerra Mundial. Amigo de Jack London y de Joseph Conrad, autores probablemente desconocidos entre los más jóvenes e incluso no tan jóvenes porque así de viejos son. Poirot es un tipo anodino, anticuado, maniático y neurótico. Representa todo lo que es detestable en estos tiempos. Pero ningún héroe post-moderno, ni Doctor House, ni Walter White, ni los atormentados protagonistas de Lost, por mucha pasión que hayan desatado en su minuto, pudieron lograr lo que ellos hicieron: trascender a la inmediatez y más.

Poirot después de Christie y Corto después de Hugo sólo me pueden confirmar una certeza. Aunque estemos en un mundo muy rebuscado, con supuestas innovaciones constantes e inagotables oportunidades que debieran deslumbrarnos diariamente, sólo un clásico puede en verdad salvar la emoción y la entretención. Sólo éste permanece una vez que se cerró el libro o se apagó la televisión.

Un crítico se pregunta si acaso la resurrección de Corto Maltés era necesaria. Me atrevo a afirmar que sí. La resurrección de estos personajes era necesaria porque es necesario el resurgimiento de la ensoñación, de la posibilidad de trasladarnos por completo a mundos inexistentes, de viajar fuera de nuestra languidez diaria por unos instantes, cual Alicia al país de los naipes o de las tazas.

“Los crímenes del monograma” tiene, en efecto, mucho de Agatha Christie. Un poco exagerado para mí gusto. Con ciertas sofisticaciones en las que, creo, la maestra del crimen no habría caído. Pero cumplió con entretenerme un fin de semana largo y, desde las primeras páginas, supe que no estaba dispuesta a salir, bajo ningún pretexto, de mi habitación mientras no supiera quién era el asesino. De modo que con o sin su creadora, con un poco más o un poco menos de similitud, Poirot cumplió con su misión literaria de siempre y es suficiente para mí para considerar que la lectura fue un acierto.

Corto Maltés, según dicen, está en las mejores manos. No lo sé todavía. Quiero pensar que viene en camino y, con esa misma ansiedad con la que cuando niña estaba expectante de  la Navidad, lo estaré esperando, cualquier tarde de diciembre, sentada en mi balcón, con una copa de vino blanco. 

Valeria Matus

lunes, 9 de noviembre de 2015

La llave



Tuve la sensación al entrar que los objetos habían estado jugando o que una gran fiesta había tenido lugar en ausencia de los dueños.
Habría sido la fiesta de las cosas chiquitas. Las grandes no podían jugar. Eran demasiado pesadas, demasiado importantes. A nadie se le ocurriría que el piano, que estaba en el salón, pudiera amanecer en la cocina. Lo mismo pasaba con el sillón y con las mesas. Incluso con los cuadros que miraban en silencio como los buenos amigos que comprenden muchas cosas. Ellos tampoco podían cambiar de lugar.
Pero las cosas chiquitas habían estado jugando –ahora era una certeza–al escondite y a la mancha. A la mancha sobre todo, y era por eso que una pantufla había quedado en medio de la cocina. Sorprendida en su huida en el instante preciso en que los dueños habían abierto la puerta. Y ahí se había quedado. Inmóvil. Haciéndose la distraída, como si no hubiera nada más natural que una pantufla sola (de muchos colores) abandonada en medio de la cocina, soñando con ser un zapatito de cristal.
Ese gentil ajetreo no tenía nada que ver con el desorden que uno ve, ciertos días, en otras casas. Casas oscuras, aunque se prenda la luz, donde no hay forma de ganar la batalla de los hombres con sus cosas. Uno siente en esas casas que algo se ha perdido. Algo que la gente lleva adentro y que no sabe cómo nombrar. Para no asustarse, le ponen nombres conocidos de cosas que se ven. Le dicen anteojos, llaves, billetera. No quedaría bien andar preguntando por el alma o por la alegría.
Tampoco era el desorden de esos extraños coleccionistas que se niegan a tirar sus cositas –dicen así: “mis cositas”– y se ven envueltos, primero, luego sumergidos por una montaña de objetos. Alguna vez escuché hablar de un hombre que no salía de su departamento porque no podía abrir la puerta. En su caso, no es que faltara la llave sino que la cantidad de papeles acumulados (pilas y pilas de papeles, una vida entera de papeles, revistas y diarios) había terminado por acabar con los espacios libres y el departamento se había vuelto trinchera. Aunque nadie atacaba jamás.
No, no era nada de eso. Era algo más lindo, más tierno. (Algo parecido a la palabra remolino).
Y ahí fue que ella le dijo a sus amigas No sé dónde puse la llave.
No se alarmó. Sólo dijo No sé dónde puse la llave, así como otras veces decía Qué día más bonito. O: Llueve.
Subió las escaleras.
Las bajó.
Las amigas empezaron a recorrer los espacios con la mirada. Volví a tener la sensación de que las cosas chiquitas habían estado jugando. Y que, un poco, se estaban haciendo las graciosas y las miraban ir y venir, subir y bajar, girar, agitar manos y brazos, al compás de una risa burlona que la calle no dejaba escuchar. Por los autos sobre todo.
Hasta que dije Basta. Para que me vieran de una vez. En realidad, no estaba escondida. Era la única cosa chiquita que no había jugado. No me gusta jugar. Aparte no puedo. Paso mucho tiempo afuera. No como todo esos objetos que sólo saben quedarse. (Los vasos se ofenden cuando lo digo. Argumentan que estar en boca de todos es mucho más emocionante que andar en una cartera o en una mochila o –peor– en el bolsillo de un pantalón. ¡Qué saben! Lo que pasa es que me tienen envidia, porque si yo no aparezco… se pudre todo).
Y acá estoy. Un esfuercito y ya está.
¡Pero qué chicas más distraídas! Me buscan donde no estoy y no me ven en mi lugar.
En fin, qué desgracia la mía. Con un poco de suerte, en un rato me encuentran y salimos a pasear.


 Antonia

domingo, 8 de noviembre de 2015

La magia de un disco



Un disco nuevo era uno de los placeres más grandiosos que podía ocurrirme en esas añejas décadas de los 70 y 80. Cuando digo “disco” es efectivamente eso: un Long Play  o vinilo como se les llama más comúnmente ahora. Aún tengo algunos tesoros por ahí como mi primer LP, que me deben de haber obsequiado mis padres cuando tenía unos 5 años,  “Pedrito y el Lobo” contado por Gérard Philippe e interpretado por la Orquesta de Unión Soviética. 

En aquellos tiempos en que las cosas no eran desechables y no existía el consumo desenfrenado, comprar un disco era un real evento. Y como todo acontecimiento, tenía varias etapas. La primera y la más difícil: juntar el dinero. Porque eran caros y más aún para mi ingreso que consistía solamente en mi mesada. Después me fui poniendo más astuta y los pedía como regalo. Así una vez ocurrió un milagro navideño y recibí dos discos: Elizabeth Schwarzkopf cantando arias de Mozart y una compilación de Charleston. Pero lo normal era tener que esperar mucho tiempo para agregar uno a la colección. Dicho sea de paso, armar una colección, de lo que fuera, en ese entonces, era una labor que requería años de pasión y paciencia. 

Luego venía la etapa más eufórica: ir a la tienda y adquirirlo. Las disquerías de por sí eran lugares fantásticos, sólo superados por las jugueterías. Cuando chica, iba por los cuentos infantiles narrados por grandes actores. Desconozco si ese tipo de grabaciones se realiza todavía. Ojalá porque era un pasatiempos realmente bello que llamaba mucho a la imaginación. Muchas voces acompañaron mis tardes: Catherine Deneuve contando La Cenicienta; Michèle Morgan, la Bella Durmiente. Después, decidir qué llevar comenzó a requerir todo un trabajo de análisis y uno solía enfrentarse a decisiones complicadas. Si esta orquesta o esta otra. Si este violinista o este otro. Pero se iba aprendiendo y con algo de práctica, uno iba poniéndose más ágil. En esas investigaciones, llegué a conclusiones propias, como que prefería a Carl María Giulini. También Claudio Arrau para Beethoven, pero Martha Argerich para Schumann. 

Y finalmente, acontecía el momento más preciado: llegar a la casa, abrir el plástico, sacar el disco con mucho cuidado, observarlo, darlo vuelta, mirar la etiqueta, colocarlo en el tocadiscos y escucharlo. Y como no se conseguía un disco nuevo muy seguido, lo normal era que uno lo escuchara, y lo volviera a escuchar, y de nuevo lo volviera a escuchar. Hasta que se sabía el disco de memoria, también el cuadernillo que lo acompañaba, cada página, cada ilustración, cada foto, cada palabra. Lo más común era que el rito terminara cuando ocurría la tragedia fatal: el disco se había rayado. 

Con todo lo anterior, no quiero tampoco desmerecer los demás formatos de música grabada que existían o surgieron después. La doble casetera que me obsequiaron para mi decimoséptimo cumpleaños marcó un hito en mi vida, pues me permitió acceder por poquísima inversión a una infinidad de nuevos estilos musicales. A través de ese aparato, se sumaron a mi espacio personal conjuntos folklóricos, bandas de rock, leyendas de la canción. Las innumerables oportunidades de la música digital también me merecen un debido reconocimiento, porque quizás ha sido la forma más democrática de acercar a las personas a esta maravillosa expresión artística. Hace poco, con solo un touch, conseguí en menos en menos de dos minutos tener en mi teléfono 36 canciones de Linda Ronstadt por 10 dólares en total. Sin embargo, me quedó la sensación de haber hecho un buen negocio más que haber disfrutado el puro placer de escuchar música. 

Los vinilos ejercen nuevamente fascinación. Se alaba su calidad de sonido, la precisión que puede alcanzar la grabación, lo deslumbrante de las carátulas. Pero los discos traen consigo otra dimensión: sentir que se vuelve a un mundo en el cual se tiene tiempo. Una vida en que las cosas no son un mero trámite, sino que representan descubrimientos, entusiasmos, expectativas y satisfacciones. El lazo afectivo con una música era una historia de muchos capítulos: se gestaba en la casa, o en el colegio, o por casualidad. A veces era un amor a primera vista. Otras veces, la música seducía de a poco y se hacía de rogar para ser conseguida. Pero de un modo u otro, el disco era un acompañante que recorría un largo camino desde que salía de su bodega hasta que llegaba a su destino final: el estante que iba a ser su hogar por el resto de su vida.

 Valeria Matus