domingo, 19 de octubre de 2014

Los Desamparados del Mandala





Hace ya más de veinte años -parece mentira!- un grupo de futuros astrólogos nos propusimos algo inaudito: convocar a los estudiantes varones de la Escuela de Astrología Casa XI alrededor de una esfera terrestre, en vez del habitual Mandala celeste. Tres de los organizadores teníamos Ascendente en Géminis y, como buenos hijos de Mercurio, quisimos dejar por escrito tanto los alcances de la iniciativa, como los imaginarios logros de un equipo mítico: “Los Desamparados del Mandala”. El primer volante ya se apartaba largamente de las pautas de la institución, y proponía lo irreflexivo como camino al Conocimiento:

“Varón de Casa XI, ¿recuerdas tu primer Mandala? ¿Aquellas tardes en que supiste ser feliz corriendo detrás de un balón, mientras gritabas como un energúmeno? ¿En fin, las verdaderas pasiones?

Sí, es el fóbal que ha llegado a este antro de reflexión, para que trabajes lo único que a esta altura te queda en la Sombra: tus músculos.

Sumate a uno de los equipos existentes, o forma el propio, o simplemente acercate los miércoles, minutos antes de las 22 hs., a Boedo 33, donde un grupo de forajidos hace correr el esférico con elegancia digna de mejores fines. No te pierdas el placer del vestuario, pleno de misoginia alegre e irreflexiva, con los mismos comentarios sabihondos de siempre. Acercate a vivenciar cómo los tránsitos concretizan adiposidades varias en el plano de la más burda materia. Participá de los festejos a lo Ramiro Bebeto, de las atajadas intuitivas de Eugenio, y ampliá tu nivel de conciencia viendo a esa aplanadora que son Los Desamparados del Mandala.

Atenti: durante el transcurso del match es prohibido hablar en código astral. Quien lo hiciere sufre la expulsión temporaria del terreno de juego y está obligado a cantar el Himno de Los Alquimistas Eslovacos -versión original y remix-. 

Neptunianos: sobre el final control antidoping, never efedrinas, Rescue Remedy ni Flores de Beethoven.
                 
¡¡¡Macho, vení o acumulás Karma!!!”

Como pensábamos que todo era válido para sacar a nuestros congéneres de su divagar por las inmensidades, el segundo volante incluía desde una cita erudita, hasta una velada amenaza plutoniana:

Tenemos el destino que somos y somos el destino que tenemos”. José Saramago.

“Por eso, ahora: Fútbol para Astrólogos.    

Los miércoles de Luna llena nos juntamos con corazón y pases cortos a patear el Mandala en Boedo 33, minutos antes de las 22, Hora Sideria Local GMT.
Animate, somos todos Plutonianos.
                   
Invitan: Los Desamparados del Mandala, amor por la redonda y tribu de comportamiento Neo Rudhyariano.”

En la tercer convocatoria (que titulamos “Los machos”), directamente apelamos a tocar la fibra más rudimentaria de los compañeros, su costado menos sofisticado y pulido. También se puede leer allí, como marca de época, una velada crítica al menemismo imperante;

“Los machos gritan, traspiran, pelean, son soeces, maleducados y vulgares. Pendencieros, roñosos, feos, inmorales y pervertidos. Con el tiempo llegan a ser médicos, capataces, abogados, estibadores o ingenieros. Algunos se vuelven astrólogos. Tenemos motivos para pensar que esto último es un error, un camino extraviado en los confines del universo.

Estás a tiempo de enmendarlo. Si tenés entre 17 y 70 Revoluciones Solares encima, vení a jugar al fútbol. Todos los jueves en el Open Gallo -Gallo al 200-, sacamos a pasear nuestros perdidos instintos, para decirnos las peores cosas con la mejor cara. Para entender de una vez por todas que la mejor patada es que la que se da con amor. Para gozar como chinos taoístas, tanto con nuestras victorias como con las derrotas ajenas. Es tiempo de solidaridad.

Invitan -una vez más- Los Desamparados del Mandala, titulares de la Copa Stephen Arroyo del ´94. Cada año más tristes, cada vez más solos.”
                   
Pese a todos estos llamados, no pudimos sostener la experiencia futbolera en Casa XI, y la misma, al menos hasta donde sé, no hizo escuela. Pero la gozamos como pibes, nos permitió hermanarnos en el juego, e inclusive inaugurar una variante insospechada del periodismo deportivo: el análisis astrológico de las alternativas del fulbito. Y ahora, releyendo estos apuntes cachafaces, me doy cuenta que aquel disfrute lo prolongamos de la mejor manera: riendo y escribiendo.

Carlos Semorile

jueves, 9 de octubre de 2014

Siempre quise llamarme Omar



Foto: Teresa Perrone


 Es lo que me sale decir cuando veo una foto alucinante que compartió la amiga Teresa Perrone y que muestra la entrada a la medina de Fez, en Marruecos. Si se observa en detalle, hay por allí algunas antenas y cables que desentonan un poco, pero el cuadro general es el mismo que debieron conocer los árabes del Siglo IX: las murallas de la ciudad, dos grandes torres a los lados del portón de ingreso y, desparramadas a sus pies, las tiendas de un abigarrado mercado que ocupa todo el espacio disponible y por donde no parece posible desplazarse de otra forma que no sea a pie. La imagen es tan sugestiva que atravesamos las murallas con la imaginación y nos echamos a andar por los estrechos callejones para conocer sus mezquitas y madrazas, divisar los intensos colores de las curtidurías, embriagarnos con los olores de los zocos de especias, y alcanzar a oír la invitante llamada del muecín.

“Maravilla!”, escribo como comentario, y agrego aquello de que siempre quise llamarme Omar. Parece un convite a la chacota, y nos divertimos un rato en el parrandero, inteligente y generoso muro de Teresa. No quiero ni pensar qué otras cosas hubiesen escrito est@s sátrapas si además les contaba que mi padre quiso bautizarme “Ravic”, nombre egipcio que significa hijo del Sol. Pero mi madre se opuso a parir un hijo “rabino”, y además mi viejo no estaba bajo la influencia del dios Ra sino conmovido por “Arco de Triunfo”, la novela de Remarque cuyo personaje central es un médico alemán que ha escapado de un campo nazi y que vive en París bajo distintas identidades. Aunque bajo todas ellas, Ravic es siempre un pesimista, y a la vez un hombre tan solidario como solitario que no logra evitar enamorarse de la desvalida Jeanne. Entre tragos de “calvados”, Jeanne se entrega entera pero, ay!, busca otros cobijos.

Ravic se aparta, racionaliza, sufre y, al final, siempre parece seguir el consejo de Khayyám: “¡Bebe vino! Largo será el tiempo que habrás de dormir bajo tierra sin compañía de mujer y sin amigo”. El Gran Omar, como lo llamaba uno de mis tíos, hijo de una época donde se podía ser matemático, poeta y astrónomo, sin academias que compartimentasen el conocimiento. Un ojo en el cielo y el otro en la tierra, la circularidad de las estrellas y el comportamiento errático de las criaturas, las leyes inmutables y la posible piedad recogida en versos que serán como santuarios para los hombres. La sabiduría en la memoria antes que en la piedra, largas jornadas de intemperie, la hospitalidad de las tiendas del desierto, los narradores y cuenteros en torno a las fogatas, la impostergable cita en Samarra, y la salvación y la perdición detrás de un velo carmesí y el fulgor de unos ojos negros. Y todo ello cifrado en el nombre Omar.

Así y todo, no vinieron por ahí las ganas de tener este nombre. Sucedió que, siendo niño, conocí a Omar. Era joven y bello, y tenía un “algo” como de mulato. Venía a visitarme durante la larga convalecencia de la fiebre tifoidea que casi me saca de este mundo, y siempre me regalaba su confianza en mi victoria final. Claro, Omar era un hijo de la Revolución Cubana y en 1972 ya estaba en Santiago como parte del apoyo de Fidel al Chicho Allende. Como el poeta, Omar aprendió “a quitar con piel el frío” y terminó por amar “a una mujer terrible”. A la vez, estrechó lazos con los exiliados argentinos, y en “aquella ciudad acorralada por símbolos de invierno” no alcanzó a ver que la ortodoxia juzgaba mal su vínculo extramarital y sus amistades peronistas. Lo obligaron a volver, y fue un injusto adelanto de su cita en Samarra. Nos dejó su sonrisa, su alegría y, a mí en particular, el amor a un nombre que tal vez ni siquiera fuese el suyo propio.

Carlos Semorile






Paulo Freire: el pedagogo como artista y político

"(...) el educador es también un artista: él rehace el mundo, él redibuja el mundo, repinta el mundo, recanta el mundo, redanza el mundo..."

***

"La única manera de aumentar el mínimo de poder es usar el mínimo de poder. Vamos a admitir que tú tienes solamente diez centésimos, un metro de espacio, si no lo ocupas, el poder mayor te ocupa este metro. La transformación del mundo pasa también por esta aprehensión conscientemente crítica del mundo"

Paulo Freire
(1921-1997)

martes, 7 de octubre de 2014

ARCIS: la inaceptable agresión a Elisa Neumann



Hubo un tiempo en que algunos creímos entender (quizás estábamos equivocados) que ser de izquierda era asumir un grado de compromiso con el ser humano. Con el otro. Y especialmente, entre todos los otros, con los más necesitados. Una manera de organizarse y de actuar a favor de los intereses de un colectivo en el que nunca los intereses personales podían imponerse por sobre el proyecto en el que uno estaba participando. Por ende, ser de izquierda implicaba una forma de conciencia social, política que era también, y fundamentalmente, una postura ética. Hubo un tiempo en que ser de extrema izquierda era una forma de entender cómo funciona el poder en una sociedad y los diversos mecanismos que llevan a la humillación del otro, a la explotación del otro, a la ofensa cotidiana del otro. Y por eso, ser de extrema izquierda quería decir también que uno luchaba contra la extrema injusticia, contra la extrema miseria, contra la extrema ignorancia, contra la extrema explotación del hombre por el hombre. Pero ser de extrema izquierda quería decir además que uno estaba a favor de la extrema solidaridad entre los hombres. Y en búsqueda, todos los días, de las condiciones que pudieran generar el justo y necesario diálogo entre hombres y mujeres de bien. Por lo mismo, ciertos gestos, ciertas actitudes, ciertas palabras, incluso, no podían ser las de la gente de izquierda ni menos las de la gente de extrema izquierda. Que esto haya sido en ocasiones transgredido, no anulaba el principio, la aspiración de muchos a trabajar también a favor de una ética militante.

Frente a la agresión cometida ayer contra Elisa Neumann, actual rectora de la universidad ARCIS, la única palabra que se impone es: inaceptable. Nada, nada, nada puede justificar la violencia física y verbal que se ejerció en su contra dentro del recinto universitario por un grupo de estudiantes. Decirlo no es ubicarse en la contienda a favor o en contra de la universidad, a favor o en contra de quienes resulten responsables del ocaso de un proyecto pedagógico y político que fue defendido por quienes forjaron esa universidad y por quienes, en medio de cataclismos internos, han seguido defendiendo el proyecto inicial a pesar de todo y, muchas veces, a pesar de sus propios compañeros. Quiero creer que llegará el momento en que se podrá establecer con exactitud las responsabilidades que, en el caso de ARCIS, han llevado al quiebre de toda una manera de concebir el trabajo en común y en pos de los jóvenes. Y quiero creer también que el ocaso del proyecto no condenará al olvido el proyecto mismo y lo obrado por tantos y tantos profesores que dieron lo mejor de sí. Porque los hubo. Y es más: los sigue habiendo.

Pero por indignante que pueda resultar lo acontecido todos estos años en ARCIS, aun así, nada nos autoriza a adoptar como propios los comportamientos de quienes hicieron este país tal como es hoy, en ese laboratorio de la ignominia que fue la dictadura chilena. Hoy por hoy, estar indignado no me da derecho a violentar al otro, a intentar humillarlo, a avasallarlo, pero me da en cambio la obligación de buscar nuevos caminos y abrirlos. Para manifestar mi desacuerdo y mi propuesta. ¿Dónde está la propuesta? ¿Con qué lenguaje está siendo formulada? ¿A favor de quiénes? ¿Y según qué tipo de concepción del ser humano? ¿De los derechos? ¿De los deberes? ¿De lo común?

Las imágenes que circulan en Internet, y que permiten asistir a distancia y en total impotencia a esta agresión de Elisa Neumann, dan la medida exacta de la derrota de las izquierdas chilenas. De todas las izquierdas. Estamos derrotados si, frente a una situación de crisis (que desde luego no intento negar), algunos se otorgan el derecho de agredir de la forma en que lo hicieron física y verbalmente. Confieso que tanto como las imágenes me impactaron las palabras. El tono. ¿Qué cosa buena y duradera podría construirse en ese tono?

Confío en que todavía quedan personas, individuos que junto con otros individuos, algunos de izquierda y otros no –porque de vuelta estamos todos, o casi todos, y vamos a necesitar nuevas palabras para nombrar lo que queremos ser y lo que no queremos ser–, lograrán, lograremos, recomponer un escenario, muchos escenarios, partiendo de un nuevo abecedario político. Aprendiendo a leer desde los desastres que hemos cometido o que no hemos logrado impedir. Y generando un nuevo vocabulario para nombrar acciones que todavía están por hacerse. Escenarios donde el respeto que uno exige para sí no se defienda a patadas. Donde mi propia dignidad no tenga como condición tu humillación. Donde mi derecho no se imponga a través de la violación de tu derecho. Donde mi legítimo enojo no genere más enojo sino que logre ser constructor de eso que todos, algún día, estuvimos buscando. ¿Un mundo mejor?


Antonia García Castro




viernes, 3 de octubre de 2014

Con seudónimo



Una de mis amigas, un tiempo atrás, después de leer este blog, me preguntó si Valeria Matus era yo. En su momento no le di importancia. Me causó gracia y le aclaré que no, que Valeria Matus no era un seudónimo mío (aunque uso seudónimos) sino una amiga que conocí en épocas del liceo. Vaya uno a saber porqué ciertas imágenes quedan grabadas a la manera de una foto en un álbum de los de antes. Así recuerdo yo a Valeria, la primera vez que la vi, enmarcada en una puerta. Enmarcada en el espacio de la puerta. La profesora había abierto y ahí estaba “la nueva”, en el centro de ese rectángulo, como una foto que nadie iba a tomar salvo mi cariño sentadito en primera fila como los buenos alumnos, como los insoportables buenos alumnos. Me veo mirando a Valeria y podría decir cómo estaba vestida, cómo llevaba el pelo, y la certidumbre que tuve que ahí, en ese espacio, estaba retratada de cuerpo entero una amiga mía a la que no conocía todavía. No es mi intención contar los pormenores de esta amistad que viene desarrollándose desde hace más de veinte años con muchas idas y venidas. Pero pasó que hoy, leyendo el último texto de Valeria, me dieron ganas de contar(le) que yo también estuve en el Chez Henry. No una vez sino muchas veces. Que una de mis madres me llevaba (tuve dos madres) y que los días de suerte probablemente iba con las dos. Que ahí en el Chez Henry fui la “niña mimada” de un cantor de tangos argentino. Mario Córdoba era su nombre (si mal no recuerdo). Y yo llegaba a los tres, a los cuatro, a los cinco años, con la seguridad de quien está en su casa, directo a los brazos de Mario, estuviera o no cantando. Y también recuerdo a los mozos, si bien no podría hoy distinguir a uno en particular. La sensación de estar en un mundo aparte, elegante y popular (no es una contradicción), donde Chez Henry era “chesanrí”, porque en esa época no tenía la menor idea de que había un idioma llamado francés ni un país llamado Francia. Tampoco me importaba saber escribir, bastaba con saber decir: “ya po vieja, vamos al chesanrí”. Y nada más. Por eso pienso que si bien Valeria es Valeria y Antonia es Antonia, como la vida es misteriosa, capaz que las personas somos como los pedacitos de un espejo milagroso que alguna vez se rompió. De ahí, la sensación a veces de “encontrarse”, de estar más enteros que antes, en compañía de un amigo. De una amiga.

Cándida

La ciudad y sus latidos



3. La cartelera de cine

Una de las cosas que me pareció fascinante cuando llegué a vivir a Santiago, recién salida del colegio, fue la cantidad de cines que había. Yo venía de una ciudad pequeña en que había solamente una sala y descubrir un mundo en que se podía elegir qué película ver, si optar por un estreno o volver a ver un clásico fue literalmente descubrir otra dimensión. 

La calle Huérfanos era efectivamente un paseo en ese sentido, ya que la mayoría de las salas de cine del centro (había también muchas más en otros sectores) se encontraban ahí. Si uno venía desde el Cerro Santa Lucía hacia La Moneda, se encontraba con el Lido, que tenía una pantalla enorme. Luego, el cine Huelén donde daban películas para niños. Más allá, los Rex con tres salas, luego el Huérfanos también con tres salas. Entre medio, el Imperio en la galería comercial y al final, el Gran Palace que tenía como doscientas butacas. Los miércoles eran a mitad de precio y usualmente se llenaban con estudiantes lo que daba un ambiente singular de especial entusiasmo. Todos los cines tenían entonces una costumbre que era muy útil y me encantaba. En realidad, no me encantaba en ese momento. Me di cuenta de eso cuando desapareció. Cada uno tenía afuera en la calle una pancarta con su cartelera y la de todos los demás cines de Santiago, con los horarios y precio. Digo que me encantaba porque, además de ser práctico, le daba a ese rubro un cierto lado provinciano de hospitalidad. Imagino que los cines no pertenecían a una misma cadena como ahora. Sin embargo, había una coordinación entre ellos, un afán de ser una empresa promotora de ese género y, tras el negocio real que tenían (vender entradas), había en ello como un acto de invitación a pasar al cine, de facilitar el entretenimiento al espectador y convidarlo a asistir a alguna función, sin importar que tal vez eligiera la competencia. 

Un día llegó una multinacional con el formato de cine impersonal, con sonidos espectaculares y un gran y luminoso mostrador de venta de golosinas y gaseosas. Ingresaron al mercado con precios muy bajos que liquidaron los cines tradicionales. Recuerdo muy bien cómo fueron todos desapareciendo de a poco, uno tras otro, igual que una caída de dominó. El primero fue el hermoso cine Ducal, ubicado en un palacete antiguo frente al Teatro Municipal. Luego, durante una agonía que duró un par de años, los demás fueron cerrando sus puertas. El que más resistió fue el cine Gran Palace que se las jugó por una renovación que quedó bastante bien, mas finalmente no pudo seguir dando la pelea al monstruo de la sociedad limitada.

Pero volviendo a esos años, fue una linda época de juventud en que yo vivía sola en Santiago y descubrí Santiago. Llevaba poco tiempo en esa ciudad y, de hecho, poco tiempo en Chile. No conocía a prácticamente nadie y estudiaba en un instituto pequeño donde no había muchas probabilidades entonces de entablar tantas amistades. Usualmente, mi única compañía los fines de semana eran los personajes de las películas. Y en esos largos sábado solitarios, me encantaba salir al centro, porque había muchos lugares donde elegir pasar un momento agradable: tiendas, librerías, cafés y restaurantes, galerías, la Feria del Disco que era uno de mis recorridos favoritos. Esperaba cada mes tener un poco de dinero extra para ir a comprar un cassette de Los Beatles y ansiaba cuando llegara el día en que iba a tener la discografía completa. Y en esos paseos, siempre me detenía a mirar esa cartelera y más de una vez me tentaba y entraba a ver una película. 

Hoy, ese centro desapareció en gran medida. Hay cadenas de farmacia en el lugar de muchas vitrinas que eran muy bellas. Las librerías siguen existiendo aunque ocurrió algo parecido que con el cine. La Feria del Disco se declaró oficialmente en quiebra y todas sus sucursales desaparecieron de la noche a la mañana. La Galería Imperio fue demolida y hay en ese lugar una grúa gigantesca construyendo un centro comercial. Por cierto, el valor de la entrada al cine subió considerablemente apenas fue expulsado el último cine histórico. También se terminó el miércoles a mitad de precio y, por supuesto, la pancarta con la cartelera (para eso está Internet y la programación se puede ver en el I-phone).

Cuando  me sugieren ahora ir al cine, doy la tajante respuesta con lo que todo el mundo me mira como si fuera extraterrestre: “no me gusta el cine”. Y la verdad es que recordando el paseo Huérfanos, me doy cuenta de que quizás me he expresado mal. No es que no me guste “el cine”. Porque he visto películas en la televisión que sí me han gustado. Lo que no me gusta es “ir al cine”. Perdió ese atractivo de formar parte de una salida propiamente tal, que daba lugar a un esparcimiento improvisado y donde cada rincón podía estar luego asociado a un recuerdo: cuando descubrí la librería francesa, cuando me compré esa blusa estampada que dejaba sólo para ocasiones especiales, la primera vez que salí con mi primer novio (y usé esa blusa estampada que sólo dejaba para ocasiones especiales), cuando mi padre aún estaba vivo y solía venir a Santiago desde el sur, y me invitaba a almorzar al Chez Henry donde siempre nos atendía el mismo mozo que ya nos reconocía y recordaba nuestras preferencias de menú. Luego, siempre mi padre y yo dábamos largos paseos por las calles conversando y deteniéndonos por aquí y por allá.

En un texto sobre ciudad que leí hace poco, se cita el análisis “el capitalismo puede construir ciudades, pero no puede mantenerlas”, como una ilustración al hecho que la ciudad se desarrolla y crece (en el sentido de vida de la palabra, no de número)  en la medida que se basa en el residente y los actos diarios de ser residente: comprar en el kiosco, la florería, la panadería de la esquina, ir al parque, ir al cine. Y si el residente pierde el protagonismo, la ciudad queda destruida a merced de quienes solamente circularán en tránsito de manera masiva sin dejar huella ni recuerdo. 

La cartelera de cine fue uno de los distintivos de la ciudad cuando no estaba fragmentada. No sé cuántas personas la recuerden. Pero sí todavía hay gente que recuerda ese Santiago. Una vez me subí a un taxi y el chofer comenzó a divagar sobre ese centro donde “había tanto que hacer” (fueron sus palabras). De hecho, se acordó del Chez Henry y me vino un sentimiento tremendo de ternura, nostalgia y también pena porque ya no queda nada de esos momentos. Mi padre murió y nadie ha podido nunca remplazar su presencia y su compañía en esas caminatas, así como nada ha remplazado ese asombro que provocaba salir a recorrer una ciudad donde las cosas mutaban y mucho, pero no desaparecían y donde existía un restaurant siempre lleno de gente, sin embargo el mesero me hacía señas apenas me veía para que fuera a instalarme a la mesa donde me atendía y se acordaba de mi postre favorito aunque me hubiera tomado el pedido por última vez un año antes.

 Valeria Matus

Conductas




Hay películas con actores que trabajan de niños, y hay películas con niños. En las primeras, el mundo adulto le impone sus reglas a la infancia –que no es tal, sino un artificio–, y en las segundas se respeta la soberanía de la niñez como territorio de amores por demás intensos y muy singulares sinsabores. La cubana “Conducta” es una de esas películas con niños, un filme que la pega desde el título y no para de acertar hasta su último fotograma y –ya fundido a negro– en su diálogo final. Desde el vamos, decíamos, porque los adultos desean, promueven y pretenden ciertos y determinados comportamientos de la niñez en el aula, en la casa y en la calle. Pero cuando eso no sucede del modo previsto, es todo un régimen de conductas el que se viene en banda y deja al desnudo cuánto abandono cabe dentro de tantas reglas, pautas y cuadrículas. Y es entonces cuando emerge alguien que tiene un “miramiento” hacia el otro.

Ese otro es aquí un niño llamado Chala, que está a punto de ser enviado a una “escuela de conducta” por sus reiterados saltos a las normas aunque poco importa que tenga sobrados motivos para ello. Será su maestra Carmela quien le brindará el único cobijo que tiene: miramiento, ternura y buen trato (para usar los términos de Fernando Ulloa). Pero este amoroso miramiento –que le evita a Chala el estigma de ser derivado a una institución en buena medida correctiva– hace crujir los mecanismos del sistema educativo. De momento, la “encerrona trágica” de las instituciones se ha quedado sin su víctima sacrificial, y la película narra todo lo que acontece en el “mientras tanto” se decide qué pasa con el niño y con otras situaciones que se dan en el aula, y fuera de ella.

Ahí está el caso de Yeny, una alumna brillante que sin embargo no tiene una residencia que le habilite la vacante que ocupa en esta escuela habanera. Ella es “palestina”, es decir una migrante del Oriente de la Isla, y vive precariamente junto a su padre, que hace changas en el mercado y cada día gambetea, a veces con suerte “grela”, los controles de la policía. Es una niña resuelta y valiente, que ama el baile flamenco, y no hace caso a los lances, los piropos y las estocadas de Chala. Y esta es otra de las cumbres de la peli: las lejanías y los acercamientos entre Yeny y Chala son las de dos desvalidos que se encuentran y se reconocen en un recodo del camino. Toda su amistad tensa el relato bajo el sino de las verdaderas pasiones y de los amores genuinos.

También aquí la película de Ernesto Daranas se sale del molde. En casi todas las cintas de niños que se gustan hay un regalo, y en ese presente se cifran las esperanzas del enamorado/a. Pero pocas veces se percibe –como se refleja aquí– que esa entrega es algo así como una donación. Más que obsequio, más que agasajo, muchos más que ofrenda inclusive. Se trata de un acto absoluto de aceptación plena del ser del otro. Los desvalidos hacen esas cosas. Y se bancan la que venga. Son gestos que no se aprenden en una “escuela de conducta”. Tal vez lo hacen porque anhelan y necesitan la recíproca. Pero acaso lo hacen, y esta hipótesis me gusta mucho más, porque saben cuánta ternura, miramiento y buen trato necesitamos todos.

Carlos Semorile