jueves, 9 de octubre de 2014

Siempre quise llamarme Omar



Foto: Teresa Perrone


 Es lo que me sale decir cuando veo una foto alucinante que compartió la amiga Teresa Perrone y que muestra la entrada a la medina de Fez, en Marruecos. Si se observa en detalle, hay por allí algunas antenas y cables que desentonan un poco, pero el cuadro general es el mismo que debieron conocer los árabes del Siglo IX: las murallas de la ciudad, dos grandes torres a los lados del portón de ingreso y, desparramadas a sus pies, las tiendas de un abigarrado mercado que ocupa todo el espacio disponible y por donde no parece posible desplazarse de otra forma que no sea a pie. La imagen es tan sugestiva que atravesamos las murallas con la imaginación y nos echamos a andar por los estrechos callejones para conocer sus mezquitas y madrazas, divisar los intensos colores de las curtidurías, embriagarnos con los olores de los zocos de especias, y alcanzar a oír la invitante llamada del muecín.

“Maravilla!”, escribo como comentario, y agrego aquello de que siempre quise llamarme Omar. Parece un convite a la chacota, y nos divertimos un rato en el parrandero, inteligente y generoso muro de Teresa. No quiero ni pensar qué otras cosas hubiesen escrito est@s sátrapas si además les contaba que mi padre quiso bautizarme “Ravic”, nombre egipcio que significa hijo del Sol. Pero mi madre se opuso a parir un hijo “rabino”, y además mi viejo no estaba bajo la influencia del dios Ra sino conmovido por “Arco de Triunfo”, la novela de Remarque cuyo personaje central es un médico alemán que ha escapado de un campo nazi y que vive en París bajo distintas identidades. Aunque bajo todas ellas, Ravic es siempre un pesimista, y a la vez un hombre tan solidario como solitario que no logra evitar enamorarse de la desvalida Jeanne. Entre tragos de “calvados”, Jeanne se entrega entera pero, ay!, busca otros cobijos.

Ravic se aparta, racionaliza, sufre y, al final, siempre parece seguir el consejo de Khayyám: “¡Bebe vino! Largo será el tiempo que habrás de dormir bajo tierra sin compañía de mujer y sin amigo”. El Gran Omar, como lo llamaba uno de mis tíos, hijo de una época donde se podía ser matemático, poeta y astrónomo, sin academias que compartimentasen el conocimiento. Un ojo en el cielo y el otro en la tierra, la circularidad de las estrellas y el comportamiento errático de las criaturas, las leyes inmutables y la posible piedad recogida en versos que serán como santuarios para los hombres. La sabiduría en la memoria antes que en la piedra, largas jornadas de intemperie, la hospitalidad de las tiendas del desierto, los narradores y cuenteros en torno a las fogatas, la impostergable cita en Samarra, y la salvación y la perdición detrás de un velo carmesí y el fulgor de unos ojos negros. Y todo ello cifrado en el nombre Omar.

Así y todo, no vinieron por ahí las ganas de tener este nombre. Sucedió que, siendo niño, conocí a Omar. Era joven y bello, y tenía un “algo” como de mulato. Venía a visitarme durante la larga convalecencia de la fiebre tifoidea que casi me saca de este mundo, y siempre me regalaba su confianza en mi victoria final. Claro, Omar era un hijo de la Revolución Cubana y en 1972 ya estaba en Santiago como parte del apoyo de Fidel al Chicho Allende. Como el poeta, Omar aprendió “a quitar con piel el frío” y terminó por amar “a una mujer terrible”. A la vez, estrechó lazos con los exiliados argentinos, y en “aquella ciudad acorralada por símbolos de invierno” no alcanzó a ver que la ortodoxia juzgaba mal su vínculo extramarital y sus amistades peronistas. Lo obligaron a volver, y fue un injusto adelanto de su cita en Samarra. Nos dejó su sonrisa, su alegría y, a mí en particular, el amor a un nombre que tal vez ni siquiera fuese el suyo propio.

Carlos Semorile